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Esa inocente coca-cola…

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Gregorio Morán.

Llevamos un par de siglos dándole vueltas a la libertad de expresión frente a las instituciones y hemos llegado a unos grados de autonomía, irregulares y viciados, pero aceptables en ocasiones, donde la prensa y los medios de comunicación pueden criticar a la judicatura, al ejército, a la iglesia. Levemente por supuesto y según el principio hoy sagrado de la corrección política. Lo que aún no sabemos es dónde figuran los derechos de la ciudadanía frente a las grandes empresas, auténticas instituciones internacionales frente a las cuales una persona es menos que un ciudadano, es un consumidor; una nada que paga.

Ha tenido que ser en un país tan lejano como Canadá -que la subvenciona-, y en ciudad tan abierta y deslumbrante como Montreal -lugar en que viven los realizadores-, donde pude ver en un cine y a una hora normal un documental sorprendente. El Affaire Coca-Cola. No seríamos más de dos docenas en la sala pero al menos lo pude elegir porque lo anunciaban los diarios de la ciudad. (Nuestra vida cultural española conserva algo de viejos modelos de la clandestinidad. Para oxigenarse de la bazofia publicitada hay que ser amigo del que corta el bacalao alternativo o estar pendiente de lo que aparece en letra muy pequeña.)

El Affaire Coca-Cola comprime en 86 minutos las historias nunca contadas de las prácticas mafiosas y asesinas ejecutadas en las plantas embotelladoras del refresco. En Colombia, Centroamérica o Turquía. Ninguna broma que consienta tomársela como una palomita entre sorbo y sorbo de la espuma de la vida.

Van más de cuatrocientos los sindicalistas asesinados en Colombia por exigir sus derechos en las plantas embotelladoras de la multinacional Coca-Cola. Está realizado por el colombiano Germán Gutiérrez y la francesa Carmen García García, hija del exilio español. Germán tiene en su haber una auténtica joya del documental, realizado en el 2005 -¿Quién disparó a mi hermano?-, donde en menos de dos horas pasa revista a la sociedad colombiana, con sus violencias, sus narcos, sus guerrilleros, sus políticos, y sus pobres y pacientes aldeanos. Todo a partir del atentado que sufrió Óscar Gutiérrez, hermano del realizador y único diputado de izquierda en la zona cafetera de Caldas. Unos sicarios le atravesaron la cara a balazos y sobrevivió, y allí sigue, dispuesto a demostrar que aún cabe la esperanza, o que quizá no cabe nada, salvo el coraje. Desconozco si en España se ha pasado alguna vez el filme ¿Quién disparó a mi hermano?, pero cuando tengan el privilegio de verlo, entenderán quizá por qué.

Ocurre y en mayor medida con El Affaire Coca-Cola. No conozco a nadie que haya visto este documental y no quede impresionado. Se proyectó en el Festival de Documentales de Barcelona y obtuvo el premio de TV3, que incluso lo compró para emitirlo. Aún nadie parece saber cuándo lo harán, por más que al premiarlo ya iba subtitulado en catalán. Sentiría que no fuera pronto porque esas cosas ganan en caliente. TV3, junto a la TV australiana, fueron las únicas que osaron adquirir este filme boicoteado por la más importante fábrica de publicidad del mundo. Me aseguran que lo emitirán en mayo en un festival de Málaga, y en octubre, en otro de Madrid, pero no es cuestión, creo yo, de montar viajes como cuando se iba a Perpiñán.

Los buenos documentales tienen algo que los convierte en pedagogía viva, por eso yo propondría que se proyectara en los colegios; sería bueno para la formación de los muchachos, porque oirían cosas que jamás han escuchado, ni siquiera imaginado. El pasado lunes se vio en la Universidad de Nueva York, aunque en este caso no tanto por cuestiones pedagógicas como porque probablemente sea la única sala capaz de proyectarlo. ¿Acaso hay mejor día que hoy, Primero de Mayo, símbolo ajado de la lucha obrera, para hablar de unos sindicalistas colombianos que negocian con los grandes abogados gringos, con ayuda del traductor, por supuesto? La colisión de dos mundos, un nuevo encuentro en la tercera fase en el que los caballeros del Imperio de la Coca-Cola no logran entender que unos pringados, que ni siquiera hablan su idioma, coloquen la memoria de sus luchadores muertos y de sus deudos, por encima de la plata que les ofrecen, y las becas, y el futuro garantizado para ellos y sus hijos… No lo pueden entender, y a nosotros mismos nos cuesta trabajo, porque hay algo de provocador, casi obsceno para los tiempos que corren, en esa honestidad sindicalista explicada como la mayor de las obviedades.

Si la pedagogía consiste en enseñarnos a vivir con dignidad, se dan en el documental varios cursos intensivos. Uno se reduce a la sesión informativa en la Cámara de los Representantes, Washington DF, del bisoño abogado de los sindicalistas, un joven gringo, gordito y voluntarioso, que ha de enfrentarse a los curtidos letrados lobbistas. Le descolocan hasta la humillación y el ensañamiento. “¿Es verdad que tiene usted un cartel del Che Guevara en su despacho?”. Un abogado así no es de fiar.

Otro es el debate entre los estudiantes de Economía de la Universidad de Chicago. La futura flor y la nata del mundo financiero. Chicos con acné y niñas pecosas convencidos de que el capitalismo es maravilloso porque da a cada uno la oportunidad que busca, y luego está el azar, la suerte de cada cual. ¡Qué nivel, qué cinismo del bueno! Porque hay cinismo con pedigrí y cinismo de alcalde en campaña electoral, hay clases.

Y qué decir del diálogo, digno de Beckett en Esperando a Godot,entre dos repartidores colombianos, con sus uniformes de la empresa y el logo bien visible, respondiendo a las preguntas de un entrevistador que parece bajado de la luna: ¿Quién pone los uniformes? Nosotros. ¿Quién paga el camión del reparto? Nosotros. ¿Quién abona las botellas que se reparten antes de venderlas? Nosotros. ¿Entonces qué pone la Coca Cola? Y ellos ríen, con esa risa de gente hecha a todo y un poco hartita de que le pregunten lo evidente. Pues, nada. La empresa no pone nada.

Dentro de las sugerencias, ya sé que escasamente probables, yo animaría a las prestigiosas escuelas de Formación de Futuros Empresarios que hay en Barcelona a que dedicaran unos minutos a las secuencias de la Asamblea de Accionistas de la gran Coca Cola. No sólo porque allí hay inversores que dicen cosas insólitas, por su sensibilidad y buen juicio, chocantes quizá para un accionista de este lado del océano, sino también por ese momento genial, sublime, merecedor por sí solo de ser resaltado y oscarizado como el premio al más desvergonzado de los instantes fílmicos. El presidente del Consejo, Mr. Isdell, un serio y locuaz caballero, responde a las responsabilidades de la empresa en los crímenes y amenazas a líderes sindicales. “Como antiguo líder estudiantil no consentiría algo así…”. Memorable.

Si excluimos un plano final que me parece no sé si fuera de lugar pero, al menos, innecesario –y el cine tiene eso, que todo lo que es innecesario puede ser demagógico—,fuera de eso, no hay un ápice de demagogia. Nunca la verdad es demagógica, sólo si se instrumentaliza; por eso el comparativo entre los sueldos del presidente de la compañía y el de los distribuidores de botellas me parece un error, porque hace a los espectadores gentes que necesitan que les expliquen lo evidente para que alcancen a entender lo obvio: la lucha de clases en su estado más enfebrecido, allí donde se incorpora al sicario y al crimen.

Busquen, insistan, pregunten a TV3 cuándo podrán ver El Affaire Coca-Cola. Es tal la fuerza de las imágenes que ni siquiera la chispa de la vida se les resiste. No hay nada inocente, y lo menos cándido de todo es la inocencia embotellada. Todo lo que va en botella, desde el alcohol hasta los mensajes de los náufragos, oculta una historia ácida, y para endulzarla siempre está por el medio alguien que sufre. Por eso el sudor es agrio y la saliva dulce; esa definitiva diferencia entre el trabajo y la palabra. La publicidad busca eso; si diluimos el esfuerzo en palabras, parece que lo endulzamos.

Publicado en La Vanguardia. 30/04/2010.

Para  ver un resumen del documental Affaire Coca-Cola:

 http://www.youtube.com/watch?v=bY5mmIujGBA

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