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Las consecuencias económicas de la corrupción política: costes de transacción y aversión a la deuda

camps

 

Francisco Garrido.

Camps ha dimitido. Los ERE siguen en portada. El PSOE acusa al PP de corrupto y, a su vez, es acusado de lo mismo por aquel. Ya nadie aspira, en la ruleta bipartidista, a demostrar que está limpio sino  que se da por satisfecho si se evidencia que el otro también está sucio. La corrupción política tiene, nadie lo duda, unas consecuencias  demoledoras para la democracia y para la ética pública. Pero económicamente ¿qué consecuencias tiene? Hubo un tiempo, no hace mucho,  en que la corrupción parecía el precio inevitable, algún consejero lo sugirió,  que había que pagar  por el desarrollo económico. ¿Esto realmente así?

Bastaría mirar el ranking de corrupción que publica la ONG Transparency International para  desterrar esta peregrina asociación  entre corrupción y desarrollo. Los Estados con más corrupción tienen niveles muy bajos de desarrollo económico y de bienestar social. Somalia, Irak o Afganistán están entre los países  con más corrupción  y Dinamarca, Indonesia y Finlandia entre los tres menos. Luego la asociación es exactamente la inversa; la correlación significativa  es entre subdesarrollo y corrupción. Lo que ya no resulta tan fácil es saber si es la corrupción la que causa la pobreza o al contrario. Posiblemente se trate de una relación causal bidireccional, como en tanto otros casos.

Una segunda asociación que  podemos establecer es  entre corrupción y costes de transacción.  Los “costes de transacción”  son los costes  necesarios para operar las instituciones y garantizar la obediencia de las reglas. Las economías que tienen un mayor nivel de costes de transacción tienen también un mayor nivel de  corrupción.

Parece indudable pues que la corrupción no sólo tiene efectos políticos sino también económicos. ¿Cómo interaccionan corrupción,  desarrollo económico y costes de transacción?. El incremento espurio de los cotes de transacción en países de baja renta y productividad es una forma perversa de reparto improductivo de la renta. El incremento de los costes de transacción implica, a su vez,  un aumento de la complejidad y la burocratización de la actividad económica. Este aumento de la complejidad en las transacciones económicas permite mayores oportunidades para el fraude, las ilegalidades y la falta de control y transparencia. De esta manera los agentes económicos pueden encontrar unas expectativas de beneficios mayores invirtiendo en actividades vinculadas a los cotes de transacción  (intermediación  representación, consultorías, tramitación jurídica, accesoria, burocracia pública, etc)   incluida las  actividades corruptas,  que en actividades productivas.

He aquí el escenario de aparición de la corrupción `política.  Pero la corrupción a su vez contribuye al aumento de los costes de transacción (incremento  de los controles legales e institucionales  para el cumplimiento de las reglas) y a la reducción de la economía productiva (entendemos  aquí por economía, y sólo a estos efectos,  productiva  a aquella que crea valor y no solo renta). La  corrupción  genera su propio mercado criminal donde la ilegalidad  es  la principal fuente de plusvalía  y de renta (el mercado de la droga es un caso muy claro de este tipo de estímulos  a la criminalidad).

La corrupción provoca  que   en el mercado público tenga un fuerte sesgo orientado hacia la ineficiencia: no se impone  la oferta mas eficiente sino las que mejor está instalada en la estructuras  burocráticas o ilegales de selección.Los empresarios que trabajan en la obra pública aprenden que es mucho más rentable invertir en corruptelas (en trajes de regalo, por ejemplo) que en mejorar la oferta tecnológica y económica. El resultado es que la carretera no esta hecha por quien mejor y más económicamente sabe hacerla sino por el que más sobornos paga.

 

Quiere el azar que  el debate social de la corrupción coincida temporalmente con otro factor económico que esta, en estos momentos, muy vinculado a la crisis: el aumento de la aversión   a la deuda   de los Estados periféricos de la  Unión Europea (Grecia, Portugal, Irlanda, España, Italia). El fenómeno de “aversión a la deuda”  consiste en la debilidad estructural de los Estados para responder (pagar) la deuda pública externa  que emiten. Esta debilidad institucional es lo que convierte en especialmente  vulnerable a estos Estados frente a los ataques especulativos del los mercados financieros (dirigidos por las agencias de calificación). La aversión a la deuda explica, teóricamente, por que hay Estados cuya deuda externa es inferior   a la de otros  Estados y sin embargo están mucho más penalizados por los mercados que  otros que tienen un volumen de deuda externa muy  superior. Así las cosas, resulta que uno de los indicadores más importantes para medir la “debilidad  o vulnerabilidad institucional” de un Estado ante la deuda,  es su índice de  percepción  de la corrupción. O sea que Grecia,  Portugal  o España son más vulnerables ante la deuda porque, entre otros factores,  tienen índices peores de percepción de la corrupción.

Vemos por tanto que factores como  baja cualificaron tecnológica, baja productividad, índices altos  de paro, elevados costes  de transacción  y  fuerte aversión a la deuda correlacionan  significativamente con los índices de percepción de la corrupción es una de las causas de  de todo estos factores? Plantearlo así sería demasiado simplista. La corrupción política tiene graves consecuencias económicas pero es también, a su vez,  una consecuencia política  de un modelo social determinado. Que Grecia,  España o Italia tengan altos índices de corrupción y al  mismo tiempo  tengan lastos costes de transacción o una fuerte aversión a la deuda son elementos de su posición dentro de la división internacional del trabajo y de la producción. La corrupción o los costes de transacción elevados son  el producto  de estrategias adaptativas del capitalismo español, griego, portugués en el marco de un proceso histórico  especifico durante el siglo XIX y XX .

Una visión sistémica, como la que propone la ecología política, debe descartar una explicación monocausal y unidireccional de la correlación entre corrupción e indicadores económicos. La corrupción, como los otros indicadores económicos, ha de ser vista como  una propiedad emergente del sistema social que  a su vez tienen funciones, como los otros indicadores, de control, reproducción  y autodiferenciación del sistema con respecto al ambiente. La corrupción no obedece a un “fallo moral” o a un “defecto del sistema político”  que pueda ser remediado con “más ética“,  o con cambios  en los sistemas  electorales (aunque ambas cosas deben ocurrir sin queremos que haya cambios reales). Ni es tampoco un simple efecto político de las condiciones económicas (costes de transacción, escaso peso  del I+D,  aversión a la deuda). Para matar el virus de la corrupción es necesario cambiar las codicotes ambientales donde este cree.  Las políticas del despilfarro, la ineficiencia, la burocratización y el endeudamiento son cultivos objetivos para los corruptos. Por el contrario la apuesta a todos los niveles por la austeridad y la eficiencia no premite la fecundación del viejo huevo de la serpiente.

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