Lluís Bassets.El País. 23/01/2011.La hora de la democracia ha sonado en el mundo árabe, pero los europeos apenas nos hemos enterado. Ahí están los comunicados, huecos como sonajeros, con las alharacas de rigor de Gobiernos e instituciones europeas por la revolución democrática que ha echado del poder al sátrapa y ladrón Ben Alí, debidamente refugiado bajo las chilabas de los déspotas saudíes. Mientras están en el poder, todos son amigos e incluso hermanos y primos de nuestros presidentes de repúblicas y nuestros monarcas constitucionales. El caso es especialmente vergonzoso para los tres países más imbricados e implicados en el norte de África, pero es una responsabilidad que a todos alcanza, empezando por el gran patrono de esta política que ha sido Estados Unidos, con su estrecha relación estratégica con Arabia Saudí, el país que por su riqueza, su actitud proselitista y su poder militar más se aproxima al papel que la Unión Soviética realizaba en relación al bloque comunista.
Nada se ha hecho históricamente para ayudar a estos países a alcanzar la libertad. Menos todavía las últimas semanas de revuelta popular, con la excepción honorable de la diplomacia de Hillary Clinton y Barack Obama, a la que cabe atribuir además el mérito de los despachos de Wikileaks en la denuncia de la cleptocracia derrocada. Pero lo peor es la actitud de los países vecinos y de la Unión Europea, una vez expulsado el dictador y su familia, empezando por la Francia de Sarkozy, ejemplo ignominioso de hipocresía en las relaciones internacionales, que ha venido apoyando al dictador hasta última hora. A los europeos no parece importarnos en absoluto la libertad de los países árabes, y nos estamos hundiendo en la indiferencia y el escepticismo en vez de volcarnos, Gobiernos, instituciones y sociedades civiles, en la solidaridad y la ayuda a los tunecinos, en la vigilancia a las provocaciones de los regímenes vecinos y en la movilización de nuestra diplomacia para favorecer esta primavera árabe.
La revolución tunecina interpela directamente a la inexistente política exterior de la Unión Europea y, sobre todo, a su política mediterránea. Todo lo que se ha hecho desde que terminó la guerra fría se ha revelado insuficiente o directamente erróneo, guiado por un afán de estabilidad al que todo se ha sacrificado. Basta recordar las estrategias desplegadas frente a la Unión Soviética hasta que prendió la revolución democrática de 1989 para percibirnos de los errores cometidos voluntariamente con los árabes. El mérito es ahora entero de los tunecinos. Nada nos deben a los europeos. Pero los europeos estamos en deuda con los pueblos árabes, que merecen la libertad como todos los pueblos. De la revolución tunecina debiera salir, al menos, una nueva exigencia a los Gobiernos para que levanten el listón de los derechos humanos en sus relaciones con el resto del mundo.