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Literatura política

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Ignacio Sánchez-Cuenca.El País. 11/01/2012.

Ustedes entienden por qué en España los escritores escriben tanto sobre política? Abran cualquier periódico, incluyendo el que ahora tienen en sus manos o en su pantalla, y encontrarán a famosos novelistas, poetas, ensayistas y críticos literarios opinando sobre temas de política nacional e internacional. Pueden incluso explicarnos su voto en las elecciones del 20-N, como hizo antes de los comicios Mario Vargas Llosa y después Félix de Azúa. Bueno, en realidad Azúa solo nos informaba de que no había votado a los malvados socialistas, dejándonos a sus seguidores en ascuas acerca de la papeleta que metió en el sobre. Para mí que no fue la de IU.

El escritor prototípico, como cualquier otro ciudadano, no suele tener un especial conocimiento de la política. La mayoría de las veces sus tesis no son resultado de una reflexión informada. Ojalá se apoyara el literato en datos: sí, datos, esa clase de información grosera, positivista y tecnocrática que algunos consultan. Pero ante un adjetivo florido y eficaz que se retiren los datos. El literato se siente más a gusto con la retórica y se deja llevar por esa querencia tan latina y tan viril hacia la afirmación contundente, tajante y tronante. Vargas Llosa, en Una rosa para Rosa, afirmaba que la causa del elevado paro en España «es una política económica errática, imprudente, y la obstinación del Gobierno socialista en negar la existencia de la crisis a lo largo de más de un año». Y añadía que «el Partido Popular cuenta con el mejor equipo de economistas y las ideas más claras para enfrentar el difícil y sacrificado reto que será llevar a cabo las reformas radicales necesarias». Ahí queda eso. Podía haber dicho esto mismo o lo contrario, que tanto da, pues semejante afirmación no era la conclusión de un argumento, no respondía a ningún análisis, no se basaba en ningún dato. De hecho, el resto de los votantes no conocíamos esas ideas que defendía el PP, pues Rajoy había tenido buen cuidado en ocultarlas. A Vargas Llosa, en el fondo, le daba igual el diagnóstico de la situación económica: lo que buscaba no era más que ensalzar a Rosa Díez, la de «ojos efervescentes», «un político de convicción» (en sentido weberiano, entiéndase).

A veces el escritor se desliza hacia el registro más castizo del «energumenismo». Adopta el espíritu de los comentarios brutales que abundan en los medios digitales, solo que con prosa elegante. Desde estas páginas, Félix de Azúa se despachó a gusto hace poco. Hablando del «descalabro» socialista, describía a Jesús Egiguren como «un melifluo valedor de quienes han defendido el asesinato como arma política». Este tipo de matonismo verbal está muy extendido cuando se trata de la cuestión vasca. Si no aceptas ciertos dogmas sobre cómo acabar con ETA, pasas a ser tonto útil y cómplice del terrorismo. Jorge Martínez Reverte arremetía también contra Egiguren en otro artículo reciente. Insultar a Egiguren (o a Aizpeolea) se ha convertido en uno de los pasatiempos favoritos entre quienes andan mitad desconcertados, mitad cabreados por el fin de ETA.

Pero no nos desviemos. El artículo de Azúa no sobresalía por su avinagramiento (tenía la dosis habitual), sino por la tesis fantástica de que la caída del PSOE se debe a la política de los socialistas hacia el nacionalismo. En todo el artículo no se mencionaba ni una sola vez la crisis económica como un factor posible de desgaste del partido socialista. Si los socialistas se han hundido electoralmente es por no combatir el nacionalismo como se debe, es decir, mediante insultos. Hay que aclarar que Azúa estaba explicando sobre todo su decisión personal de no votar al PSOE, si bien tenía la presunción de que sus «razones» personales iluminaran lo sucedido el 20-N. Mucha presunción parece.

Es verdad que los literatos no son los únicos en confundir el análisis con la ocurrencia. Sin embargo, son especialmente habilidosos en ese ejercicio y sirven de inspiración a muchos otros que, sin tener talento literario, ocupan columnas y tribunas. Porque el talento literario de Vargas Llosa o de Azúa no está en cuestión. Lo que me pregunto más bien es si ese talento es condición suficiente para el análisis político. Este requiere algo de destreza literaria, pero exige sobre todo unas ciertas capacidades que no guardan necesariamente relación con el mundo de la ficción: entender los intereses en juego, las limitaciones con las que operan los actores políticos, las estrategias, los valores ideológicos, saber lo que se ha hecho en otros países, confiar en los hechos y no en las percepciones, etcétera. Rara es la ocasión en que ambos talentos se dan conjuntamente, de forma que el autor combine la buena prosa con la profundidad. En este sentido, Javier Pradera era sin duda un ejemplo sobresaliente.

En otros países no es tan habitual encontrarse con las opiniones políticas de los escritores en las páginas de los diarios. Basta con echar una mirada a los medios anglosajones serios, en los que el nivel de exigencia del análisis es mayor. ¿Es una aspiración desmedida acabar con la retórica de la contundencia, eliminar el matonismo verbal y reclamar argumentos y datos como materiales básicos del debate político?

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología en la Universidad Complutense y autor de Más democracia, menos liberalismo (Katz).

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