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ARRASTRARSE TAMBIÉN ES PRODUCTIVIDAD (SEGÚN EL SISTEMA)

Rocío Cruz

La gripe no avisa. Llega como un golpe bajo y se instala en el cuerpo con la arrogancia de quien sabe que no será invitada a marcharse pronto. Te despiertas con la garganta en llamas, la cabeza pesada como una culpa heredada y el cuerpo convertido en un campo de batalla. Y aun así, te levantas. No porque puedas, sino porque debes.

No hay cita médica. No hay tiempo. No hay hueco en la agenda del sistema para tu fiebre de 38, para tus huesos rotos por dentro, para esa tos que parece arrancarte los pulmones a tiras. Hay trabajo. Hay horarios. Hay responsabilidades que no entienden de virus, ni de mareos, ni de ese cansancio profundo que no se quita durmiendo.

Te arrastras por la vida. Literalmente. Te duchas apoyándote en la pared, te vistes como puedes, te tomas un ibuprofeno con café porque no hay otra cosa, y sales a la calle con la sensación de estar haciendo algo profundamente injusto contigo mismo. Pero lo haces. Porque faltar es un lujo. Porque cuidarte es, muchas veces, un privilegio que no te puedes permitir.

En el trabajo sonríes —o lo intentas—. Cumples. Respondes correos con la cabeza nublada, atiendes a personas mientras el cuerpo te suplica tregua, produces mientras la fiebre sube. Nadie quiere contagiarse, pero todos esperan que estés. Presente. Disponible. Funcional. Aunque por dentro estés roto.

Y entonces llega el hartazgo. Ese cansancio que ya no es físico, sino moral. La rabia de vivir en un mundo donde enfermar es casi un acto de rebeldía, donde cuidarse parece una falta, donde el cuerpo solo importa cuando rinde. Donde se aplaude la “responsabilidad” de ir a trabajar enfermo, pero no se cuestiona el sistema que te empuja a hacerlo.

Porque no, esto no va solo de una gripe. Va de un modelo que no cuida. De unos cuidados que siempre recaen en los mismos y que, paradójicamente, no entienden de enfermedad. Va de la normalización del dolor, del aguantar como valor supremo, del “ya descansarás cuando puedas”.

Y no. No deberíamos tener que arrastrarnos para demostrar compromiso. No deberíamos elegir entre salud y sueldo. No deberíamos sentir culpa por parar cuando el cuerpo grita basta.

Reivindico el derecho a caer enfermo sin miedo. A quedarse en casa sin justificarse. A que el cuidado sea real, estructural, colectivo. Reivindico el hartazgo de quienes, con fiebre y mocos, siguen sosteniendo un mundo que no se detiene ni un segundo para preguntar:

¿estás bien?

Porque a veces no lo estamos.

Y aun así, seguimos.

Y eso, lejos de ser admirable, debería avergonzarnos como sociedad.

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