Rocío Cruz
Hay un brillo que cada diciembre se vuelve casi ineludible. Las calles se visten de colores, los escaparates prometen felicidad en cuotas y la sociedad nos recuerda, una y otra vez, que esta es la época para sonreír. Pero entre tanta luz también existen sombras profundas, realidades que no caben en los anuncios ni en los villancicos. Y es importante decirlo: las Navidades no son iguales para todo el mundo.
En estos días se nos impone una alegría uniforme, casi obligatoria, como si la felicidad fuera un traje que todos debiéramos ponernos sin importar si nos queda grande, si aprieta, o si simplemente no nos pertenece este año. Pero la vida no siempre acompaña esa expectativa. La enfermedad, la soledad, la pérdida, la incertidumbre económica, la desigualdad que cruza nuestras ciudades como una herida abierta… nada de eso desaparece porque el calendario marque diciembre.
Hay personas que viven estas fechas desde la intemperie emocional o literal. Personas que no pueden llenar la mesa porque apenas logran llenar la nevera; familias que sienten la presión del consumo mientras cuentan monedas; voces que se sienten pequeñas en un mundo que parece gritar felicidad a todo volumen. También están quienes cargan el duelo, quienes extrañan a alguien que ya no está, quienes luchan con su salud mental, quienes atraviesan silencios que la sociedad suele ignorar porque incomodan en medio del festejo.
Este escrito no es un reproche. No nace para señalar a quienes celebran, sino para abrir un espacio, un respiro, un reconocimiento. Para decir, con todas las letras, que quienes no lo pasan bien no están solos ni solas. Que su tristeza no es un fallo personal, ni una falta de espíritu navideño, ni un gesto de ingratitud. No tienen la culpa de sentir lo que sienten. Su dolor es humano, legítimo, digno de ser acompañado.
Ojalá estas palabras sean un pequeño refugio: una mano extendida para quienes caminan estas fechas con el corazón cansado. Que sepan que existe un lugar para ellos y ellas, incluso cuando el mundo parece correr en la dirección contraria. Que la Navidad pueda ser, al menos, la oportunidad de nombrar lo que duele sin vergüenza, de descansar en la verdad de lo que uno es, de encontrar una luz distinta —más suave, más real— que no exige nada, solo acompaña.
Porque al final, la auténtica luz de diciembre no es la que adorna las calles, sino la que sobrevive en cada persona incluso en medio de la oscuridad: esa chispa íntima que no necesita brillar fuerte, solo necesita no apagarse. Y a quienes hoy sienten que apenas sostiene una brasa, decirles: no están solos. La dignidad de su lucha también merece ser alumbrada.
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