Tomás Valencia
Los protocolos son conjuntos de reglas que indican cómo deben hacerse las cosas para lograr un resultado óptimo. Tras esta definición tenemos muchos ejemplos en nuestra vida diaria de protocolos que seguimos, muchos de ellos casi de forma inconsciente.
No todos los protocolos son beneficiosos por sí mismo, claro ejemplo de esto es el protocolo que la Comunidad de Madrid aplicó entre marzo y abril de 2020 que impedían enviar a muchos residentes de centros de mayores al hospital, y en ese contexto murieron en torno a siete mil personas mayores en residencias madrileñas durante la primera ola de la pandemia. Afortunadamente, estos casos son una excepción y por eso están siendo investigados y socialmente reprobados.
Todo esto lo escribo porque la noche del 3 de diciembre, Lucas, un niño de cuatro años, fue encontrado muerto en una zona de playa entre Garrucha y Mojácar. Horas antes, su familia había difundido mensajes desesperados buscando al pequeño y a su madre. Cuando apareció el cuerpo, la Guardia Civil activó inmediatamente una investigación por muerte violenta.
Pocos días después, la madre y su pareja ingresaban en prisión provisional, investigados por asesinato y maltrato habitual. La autopsia preliminar recogía signos claros de violencia física y posibles indicios de agresión sexual. El caso quedaba bajo secreto de sumario.
Pero, conforme avanzaban las informaciones, emergía una pregunta que pesa aún más que la crudeza del crimen: ¿cómo pudo morir un niño que llevaba meses siendo visto con golpes, hematomas y señales evidentes de desprotección?
Un sistema que llegó tarde: avisos sin activar, protocolos sin ejecutar
Lucas no era un niño invisible para la Administración. La Fiscalía de Menores y los servicios sociales habían abierto un expediente de protección meses antes de su muerte. Profesionales de los servicios sociales municipales llegaron incluso a visitarlo en su domicilio pocos días antes del crimen. Aun así, no se tomó la medida más estricta disponible: declarar el desamparo y separarlo de su entorno familiar.
El abogado del abuelo materno denuncia que había señales evidentes de violencia física, desatención y absentismo que no activaron plenamente los protocolos de protección infantil. Sostiene que el colegio vio al niño en varias ocasiones con hematomas visibles y hasta con un brazo en cabestrillo, sin que conste que se elevara un parte formal que desencadenara una intervención más contundente.
En paralelo, existía una orden de alejamiento vigente contra la pareja de la madre por violencia en el ámbito familiar, una medida que debía proteger también al menor. Sin embargo, según la investigación, el hombre seguía conviviendo o manteniendo contacto directo con la mujer y el niño. Un fallo de control que hoy se revisa con indignación.
El colegio, otro eslabón debilitado
La acusación particular sostiene que el centro escolar vio lesiones, golpes y señales de desatención sin elevar una alerta formal a Fiscalía o servicios sociales, tal y como exige el protocolo andaluz de detección de maltrato infantil.
Una concejala citada por Canal Sur lo resumió con claridad:
“Si los colegios no informan con el protocolo de maltrato, los servicios sociales llegan tarde.”
Hasta hoy, el centro no ha detallado qué actuaciones concretas realizó, lo que agrava la percepción de vacío institucional alrededor de Lucas.
Cuando la retórica política confunde y paraliza: el impacto del “falso concepto de violencia intrafamiliar”
La tragedia de Lucas estalla en un contexto político donde la Junta de Andalucía —influida por la agenda de la ultraderecha— ha impulsado reiteradamente el término “violencia intrafamiliar”, un concepto que diluye y desdibuja la violencia machista y la violencia contra menores en el seno del hogar.
Este marco ideológico no es inocuo. Tiene efectos reales: desresponsabiliza al estado, trasladando a las propias familias la vigilancia del riesgo, neutraliza la perspectiva de género y confunde a los profesionales al mezclar bajo una misma etiqueta realidades diferentes; desde un conflicto familiar sin violencia estructural hasta el abuso más grave.
En este caldo de cultivo discursivo, las señales de alarma se interpretan con menor claridad. Lo que debería ser identificado como violencia machista o maltrato infantil se reubica en una categoría borrosa donde “todo es familia”, rebajando el umbral de reacción institucional.
Lucas no solo murió en un entorno violento: murió en un entorno donde la violencia era normalizada y donde los mecanismos para detectarla estaban desorientados por políticas que minimizan la gravedad y especificidad de estos casos.
Formación, perspectiva de género y protocolos vivos: la urgencia que deja la muerte de Lucas
La muerte de Lucas no solo revela fallos concretos; señala una falla sistémica. Lo ocurrido no es un hecho aislado. Andalucía acumula precedentes recientes donde la no activación —o la activación insuficiente— de protocolos educativos o sanitarios derivó en tragedias o en daños graves, como en el caso reciente de Sandra, la chica de 14 años que se suicidó tras sufrir un presunto acoso escolar.
Los protocolos contra la violencia de género o maltrato infantil no deben hacerse para permanecer olvidados en un cajón; deben ser una guía viva que debemos tener siempre en mente en cualquier ámbito profesional y más cuando hablamos del ámbito educativo y sanitario.
Es imprescindible una formación periódica obligatoria y perder el miedo a activar dichos protocolos a pesar de la involución contra los servicios sociales orquestada por la sociedad más reaccionaria. Sin perspectiva de género ni reconocimiento explícito de la violencia contra menores, se seguirá confundiendo el riesgo. Nombrar correctamente lo que ocurre es el primer paso para actuar.
Los centros educativos y sanitarios deben entender que no están denunciando a una familia, sino protegiendo a un niño. Y que sus comunicaciones no son opcionales: son obligatorias.
El caso de Lucas es un recordatorio doloroso de que los protocolos no sirven si no se aplican, y de que la política no puede distorsionar la comprensión de la violencia en el hogar. Mientras la administración autonómica siga abrazando conceptos que diluyen la violencia machista y la infantil, y mientras los centros educativos o sanitarios teman “exagerar”, otros niños quedarán expuestos.
Lucas tenía cuatro años. No podía pedir ayuda.
Le correspondía al sistema protegerlo. Y el sistema falló.
(*) La imagen reproduce una de Getty Images
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