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La Universidad que viene: profesores por puntos

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José Adolfo de Azcárraga.El País.02/03/2011.

Se conoce ya el Borrador ministerial del Estatuto del Personal Docente e Investigador (PDI) de las universidades públicas españolas, que pretende regular la llamada carrera docente. Esta tendría tres grados horizontales (una contradictio in terminis, por cierto) de profesores titulares y de catedráticos que se alcanzarían acumulando puntos según un baremo, en una especie de carnet por puntos del docente universitario. Uno pensaba, ingenuamente, que ya había reglamentación más que de sobra. Pero lo peor es que el Borrador es un ejemplo más de una perversidad a la que los legisladores educativos nos tienen acostumbrados: un preámbulo más o menos aceptable («el profesor ha sido, sigue siendo y debe seguir siendo un investigador, un generador de conocimiento y no un mero transmisor», declara enfáticamente), seguido de una insufrible normativa (¡46 páginas!) contraria a los elevados principios iniciales. Aunque el preámbulo también genera inquietud, pues habla de la «carrera funcionarial basada en la obtención de méritos docentes o investigadores», algo que redefiniría el actual personal docente (PD) e (no o) investigador (I). El resto confirma los presagios: la investigación sólo vale 50 puntos de un total de 200; 120 puntos acreditan como catedrático y 140 dan un cuarto grado «de excelencia». Todo baremo es malo, pero el del Borrador permite llegar a catedrático, incluso «excelente», con cero en investigación (o con cero en innovación y transferencia de conocimiento, importantes en áreas tecnológicas). ¿Es así como el Ministerio de Educación pretende mejorar nuestras universidades, que retroceden en las clasificaciones internacionales?

Por si lo dicho fuera poco, la aplicación de ese Estatuto generará una burocracia de proporciones siderales. Involucrará a todo el profesorado universitario, que entrará en trance preparando infinitos papeles para situarse donde horizontalmente proceda; a administrativos enloquecidos ante las súbitas necesidades que atender; a innumerables comisiones evaluando -horizontalmente- quizá a miles de profesores, desatendiendo otras obligaciones; a las autonomías terciando -cómo no- con reglamentación adicional, para no ser menos, y a las universidades generando la suya, que también es lo suyo; a cientos de mesas negociadoras negociando lo innegociable, etcétera. El colapso burocrático de las universidades españolas, que no preocupa a los redactores del Borrador, no es ficción. Claro está que, como «el dinero público no es de nadie», se puede comisionear ad nauseam y despilfarrar ad infinitum impunemente, pues las ingentes sumas de tiempo académicamente improductivo y de dinero perdido no aparecerán en el debe de ningún balance.

Ante la infinita casuística del Borrador no cabe sino sonreírse -llorar sería impropio, y más a ciertas edades- o pensar en hacer objeciones de detalle: insistir en lo esencial de la investigación, reiterar que la experiencia de muchos años de docencia no garantiza su excelencia, cacofónica obviedad que convendría repetir hasta que cale, etcétera. Pero entrar en ese juego sería pretender que el Borrador puede mejorase cuando no cabe más enmienda que a la totalidad, pues olvida que la universidad es un servicio público y que, por tanto, lo primero es garantizar su calidad. Hay un choque frontal entre la hiperburocrática universidad del Borrador y las que buscan de verdad la excelencia docente, investigadora y tecnológica, generadora de riqueza y progreso para sus países. El Borrador es ajeno a muchos de los principios que rigen las buenas universidades internacionales, cada vez más alejadas de la universidad autonómica de… pongamos Cantacucos de Abajo, para no señalar. Sí: hay excelentes universidades públicas en las que inspirarse, como Berkeley, the city of learning, que pertenece a la magnífica red californiana de universidades públicas y tiene 21 premios Nobel. Allí, el Borrador que nos ocupa produciría incredulidad y, después, un asombro sin límites. Pues el Borrador penalizará aún más la excelencia universitaria y, en especial, a los jóvenes PDI que más se esfuerzan. Ya no será posible -de hecho, no lo es desde la puesta en marcha del nefasto baremo de las acreditaciones para los cuerpos universitarios- que jóvenes brillantes puedan ser catedráticos con 40 años: tendrán que esperar y dedicarse también a la burocracia institucional que, según el Borrador, «debe tener en cuenta las actividades sindicales» (sic). Mejor, pues, ponerse en cola y calentar la silla que irse de post-doc a Estados Unidos, el Reino Unido o Alemania, que eso de irse al extranjero no es tan cómodo ni tan glamuroso como se cree. El esfuerzo y el mérito han muerto; viva la burocracia. Kafka ha llegado a nuestras universidades.

La Universidad española perdió, a la llegada de la democracia, una gran oportunidad para intentar parecerse a las mejores universidades europeas y de Estados Unidos. Su oscilación pendular fue, quizá, la inevitable consecuencia de muchos años de dictadura. Sin embargo, pese a que en pleno siglo XXI esa excusa carece ya de toda validez, aún se sigue en la misma línea. Estamos presenciando la toma final del poder por los burócratas gracias a entornos -como el que crearía el Borrador- que favorecen el triunfo de su especie (Darwin, otra vez) a expensas de la institucionalmente más débil, la de los PDI con verdadera vocación docente e investigadora. Es cierto que, en ocasiones, estos reciben apoyo; pero este suele proceder de programas y reductos (en el Ministerio de Ciencia e Innovación, por ejemplo) donde la calidad cuenta -mejor dicho, tiene necesariamente que con-tar- o de la UE; no, desde luego, de los despachos de donde emana el Borrador ministerial, ni de la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación, ni de ninguna «mesa negociadora» o comisión boloñesa de presunta «innovación educativa». Y, por cierto, ¿dónde están los rectores universitarios? ¿Carecen de opinión sobre algo que tanto afectará a sus universidades? ¿Acaso son todos miembros de la especie que critico? Me consta que no; pero, entonces, ¿por qué los rectores no levantan su voz? Cabe legítimamente preguntarse si habrán sufrido una curiosa metamorfosis: originalmente tribunos de la plebe (son elegidos por los miembros de sus universidades) quizá se hayan transformado, por su cercanía al poder gubernamental, en centuriones del César, correas de transmisión de los borradores ministeriales (hablo metafóricamente, claro está, just to make the point). Al fin y al cabo, también consintieron vacuidades boloñesas varias, o a desarrollar el postgrado antes que el grado ajenos a toda racionalidad. Por cierto, ¡qué excusa esta, los planes de Bolonia, para el triunfo de la langue de bois, que pretende convencernos de que el emperador está ricamente cubierto de «habilidades transversales», «estrategias», «competencias» y otras lindezas del mismo jaez!

Cuando la actividad sindical puntúe finalmente para ser catedrático de metafísica o de química orgánica (triunfo este de los sindicatos que -quién lo diría- aseguran defender la enseñanza pública de calidad); cuando domine la pretendida «innovación educativa»; cuando todo profesor «piense metacognitivamente» (sic) para «mejorar» sus clases; y cuando, finalmente, la hiperburocracia y el «carnet por puntos» (horizontales) del profesor universitario reinen indiscutidos, la universidad española habrá sufrido un daño tan grande como difícil de reparar, especialmente desde dentro. Pues el problema de nuestras universidades no es solo presupuestario: la insuficiente inversión no puede servir de coartada -como sirve- para ocultar carencias más fundamentales. El verdadero motor del progreso es la búsqueda de la calidad, vinculada al esfuerzo y al mérito, eje de toda verdadera política universitaria. Quizá se objete que, pese a todo, las universidades españolas han mejorado muchísimo en los últimos 30 años. Cierto. Pero legisladores y autoridades académicas han tenido poco que ver en ello; su progreso hubiera sido mucho mayor en otro entorno. Su avance se ha debido, primero, a la sociedad que paga sus impuestos y, después, al PDI que lo es de verdad.

Que no cunda el desánimo; quizá algunos rectores alcen su voz y/o el Ministerio retire el Borrador. Y siempre quedará el himno de los sesenta que popularizó Joan Baez: We shall overcome, we are not afraid. Oh, deep in my heart, I do believe, we shall overcome some day.

José Adolfo de Azcárraga es catedrático de Física Teórica.

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