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¿Hacia el fin de la soberanía nacional?

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Ruben Pérez Trujillano.El anuncio de un acuerdo entre el partido gobernante y el principal partido de la oposición ha actuado como un jarro de agua fría en los círculos más críticos de la prensa. Pocos han sido, sin embargo, los que han ido con sus escritos más allá del ataque al Estado del bienestar y sus consiguientes efectos en la vida de la población. A este respecto, como dice Ernesto Ekaizer, “el acuerdo es el preámbulo de lo que vendrá” en la próxima legislatura (Público, 27/08/2011), pero no menos cierto resulta, a mi juicio, que subyace en el pacto una tórrida metáfora de lo que viene sucediéndole al sistema democrático español. Me refiero a la cuestión de la titularidad de la soberanía.

            Entendiendo que el actual es un contexto de crisis, y que bajo ese parapeto se fundamentan decisiones unilaterales como ésta (que la portavoz del PP en el Congreso, Sáenz de Santamaría, se afana en tildar de “técnica”), cabe establecer una fórmula muy sencilla. A saber: si en una coyuntura excepcional son dos partidos monolíticos los que toman tan cruciales decisiones y los que se conceden en bloque la voluntad soberana que toda reforma de la Constitución requiere, se deduce entonces que son esos dos mismos partidos políticos los titulares de la soberanía nacional el resto del tiempo. Podemos hallar una imagen que refleja nítidamente esta tesis en la última reforma de  la Ley Orgánica de Régimen Electoral General, aprobada mediante la Ley Orgánica 2/2011, de 28 de enero, con el respaldo del PSOE, PP, CiU y PNV. Los ciudadanos y ciudadanas tomando las plazas, reclamando mayores cuotas de participación directa en la toma de decisiones, mientras que el bipartidismo (y su apéndice nacionalista conservador) se fortalecía silenciosamente.

            Esta situación, en la que la soberanía política y jurídica (no la económica, como sabemos) está enajenada permanentemente por el poder político y por dos partidos tan hegemónicos que se antojan órganos del Estado, se debe sobre todo a la configuración actual del arco parlamentario (PSOE y PP acaparan más del 92% de los escaños del Congreso y un 87% en el Senado). Es cierto que los precursores de este hecho son los mismos electores, pero no son los únicos responsables en el marco de una sociedad crecientemente despolitizada y manipulada, con el añadido de un sistema electoral injusto.

            Esto nos lleva a otras consideraciones. Se planteó hace cuestión de días la modernización de nuestro entramado administrativo, concretamente en lo referente a las diputaciones provinciales. Aunque existía cierta voluntad política por parte del PSOE y otras fuerzas de la oposición, tocar el texto constitucional parecía cosa de locos. Lo mismo sucede con la ley electoral, cuya modificación forma parte de las promesas electorales del candidato Rubalcaba. Sin embargo, hoy nos vienen con un acuerdo insólito acerca de la economía española y la Administración pública. Su expresión, el nuevo art. 135, no será sometida a referéndum según las últimas declaraciones de PSOE y PP. La Constitución no lo exige, pero son muchos los que creen que una situación de crisis requiere la participación de la población en los resortes del poder, máxime cuando –y esto es lo que también muchos temen- el nuevo precepto constitucional va a tener preferencia frente al derecho al trabajo (art. 35) o el derecho a una vivienda digna (art. 47). Estos últimos días han quedado de manifiesto entonces algunas ideas clave.

            En primer lugar, que en el PSOE lo único que cuenta de cara a una posible debacle electoral es el hecho de que el denostado Zapatero, en fusión con el candidato Rubalcaba –o al revés-, tomen una decisión grave, histórica, independientemente de la orientación ideológica, las consecuencias negativas que sufrirán las capas medias y bajas de la sociedad y, por supuesto, al margen también del compromiso adquirido con sus electores en 2004. En segundo término, ha quedado claro que el PP es capaz de responder a las expectativas de sus electores, toda vez que éstas se centren precisamente en el acatamiento con resignación ó normalidad –aún no lo sé- de la quiebra existente entre Estado y sociedad.

            Tercera puntualización. La trayectoria del PSOE nos demuestra, asimismo, que si bien es sabido por todos que los partidos nunca han cumplido sus programas, pocos son los que comprenden una metamorfosis de tan inesperadas dimensiones. Y es que el PSOE de hoy se comporta caníbalmente con el PSOE de ayer. Un precepto constitucional en los términos que fija el nuevo art. 135 supone el desplazamiento definitivo del art. 1 (párrafo 2º: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”) a la esfera de las metafísicas jurídicas y la retórica normativa. En otras palabras, parece que la Constitución no ha resistido el envite que el siglo XXI le ha deparado tan tempranamente. Amenaza con dejar de ser nuestra Ley primera y fundamental, discutida, consensuada y aprobada, para convertirse sustancialmente en una decisión política a cargo del titular del poder constituyente (el bloque PSOE-PP), a la sazón más sensible a las directrices del neoliberalismo europeo (Merkel, Sarkozy, etc.) que a la voluntad del pueblo (15-M, 19-J, etc.). Nuestro Estado de partidos ha dejado la democracia en suspenso con la finalidad de protegerse al tiempo que los movimientos ciudadanos exigen un nuevo modelo de Estado.

            Salvando las distancias, parece que, como en 1808 y en 1835, las masas populares hayan reaccionado espontáneamente reclamando para sí su función prístina e inalienable, que no es otra que la de ejercer el poder constituyente. La soberanía, efectivamente, se puede delegar en unos representantes democráticamente elegidos, pero en ningún caso puede ser transferida como un cheque en blanco. ¿Por qué no afrontar seriamente la necesidad del mandato imperativo, que permita al electorado revocar el poder delegado en sus representantes, o una alternativa análoga que torne los programas electorales en elementos jurídicamente vinculantes? En este sentido, parece que existe una voluntad cívica dispuesta a recomponer el Estado desde abajo. ¿Será suficiente la máxima pacifista con que se presentó el movimiento 15-M para que no estalle el odio con formas violentas, como ha sucedido en Francia, Grecia, Chile ó, más recientemente, en Gran Bretaña? Espero que la racionalidad y la coherencia del proyecto político del 15-M no salte por los aires, pero: ¿podemos confiar en que el bipartidismo dispondrá de los medios para que todas estas demandas, alumbradas en el vientre de la dignidad que conlleva el estatus de ciudadano, cristalicen en un sistema democrático verdaderamente nuevo, inédito en este Estado? De momento está claro que no, aunque el modelo de Islandia sigue en pie.

            En definitiva, estamos ante una reforma constitucional que se nos cuela por la puerta de atrás y que por eso mismo puede suponer el fin evidente de toda posibilidad democrática radical dentro de las administraciones y autoridades públicas. Esta maniobra gestada por el bipartidismo implica a su vez el alejamiento de las élites políticas y el pueblo. El abismo entre representantes y representados, cuya distancia comienza a ser la misma que media entre la hipótesis y la realidad, puede llevarnos a desagradables experimentos autoritarios, algo de lo que desafortunadamente Europa aporta algunos ejemplos. A esta situación, que no distingue entre normalidad y excepcionalidad –quizás porque la crisis enmascare el inicio de una nueva etapa que altere los roles- nos ha conducido un bipartidismo al que habíamos otorgado patente de corso. Por eso creo que en las próximas elecciones generales y autonómicas el comportamiento más digno pasa por votar a partidos de tercera o cuarta fila. Porque muchos somos, de hecho, ciudadanos de tercera.

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