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El silencio que duele: el cáncer de mama y la deuda con las mujeres andaluzas

Rocío Cruz

En Andalucía, octubre siempre se tiñe de rosa. Las calles, las instituciones, los escaparates se llenan de lazos que pretenden visibilizar el cáncer de mama, recordarnos que la detección precoz salva vidas. Pero este año, el color rosa ha estado manchado de una profunda tristeza y de una indignación que no se puede disfrazar con campañas ni con fotos oficiales.

Durante las últimas semanas hemos conocido que miles de mujeres andaluzas fueron víctimas de fallos en el sistema de cribado del cáncer de mama. Más de dos mil, según los datos de la Junta. Detrás de esa cifra hay nombres, cuerpos, esperas interminables y diagnósticos que llegaron tarde. Algunas de esas mujeres ya no están. No murieron por falta de avances médicos, sino por falta de cuidado institucional. Y eso, más que un fallo técnico, es un fracaso ético.

El cáncer de mama no es solo una enfermedad. Es una experiencia que atraviesa el cuerpo, las emociones, las relaciones, el trabajo, la maternidad. Es una palabra que cambia la vida de una mujer y de todo lo que la rodea. Por eso duele tanto que el sistema sanitario, el mismo que debería protegerla, le haya fallado. No hay consuelo posible para quien confió en la sanidad pública, se hizo su mamografía a tiempo y fue enviada a casa con un “todo está bien” que no era verdad.

Las asociaciones de mujeres, como AMAMA o ASAMMA, llevan años sosteniendo a quienes pasan por este proceso, muchas veces sin recursos suficientes. Ellas no solo acompañan el miedo o la quimioterapia: acompañan también la desinformación, la burocracia y el desamparo. Son un ejemplo de cómo el feminismo se encarna en la práctica, en ese tejido de cuidados que el sistema no siempre garantiza. En medio del ruido institucional, ellas escuchan, contienen y pelean.

La desigualdad también se cuela en la salud. Lo hace cuando las mujeres tienen que luchar para que las crean, cuando se normaliza el dolor, cuando el diagnóstico se retrasa porque “ya volveremos a llamar”. Lo hace cuando se espera que sigan siendo fuertes, incluso enfermas, porque el trabajo y los cuidados no se detienen. En esta crisis del cribado andaluz, la desigualdad ha quedado al descubierto con toda su crudeza: una muestra más de que el cuerpo de las mujeres no siempre es prioridad.

La respuesta política ha llegado tarde y con la frialdad de los informes. Se anuncia ahora la ampliación del programa de detección a mujeres entre 45 y 75 años, como si el gesto pudiera borrar la angustia de las que no fueron atendidas. No se trata solo de ampliar rangos de edad, sino de reparar la confianza perdida, de garantizar que nunca más una mujer quede atrapada en la espera o en la duda. La salud pública, cuando se trata de mujeres, necesita ser mirada con perspectiva de género, con empatía y con compromiso.

El cáncer de mama nos recuerda que la vida es frágil, pero también que la organización y la solidaridad pueden ser más fuertes que cualquier diagnóstico. Las mujeres andaluzas, una vez más, han transformado la herida en fuerza colectiva. Han salido a hablar, a denunciar, a exigir transparencia y justicia sanitaria. Porque la rabia también es una forma de amor cuando se pone al servicio de la vida.

No bastan los lazos rosas ni las declaraciones de buenas intenciones. Hace falta responsabilidad, inversión y respeto. Hace falta entender que cada mujer tiene derecho a una atención temprana, humana y digna. La salud no es un privilegio ni un favor: es un derecho. Y cuando ese derecho se vulnera, no estamos ante un error administrativo, sino ante una forma más de violencia institucional.

Andalucía merece un sistema sanitario que mire a las mujeres de frente, que no las silencie, que no las haga esperar. Que entienda que detrás de cada mamografía hay una historia que vale toda la atención del mundo.

Porque la igualdad también se construye en las salas de espera.

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