Portada / Democracia / Cuando el coraje tiene nombre de mujer y el miedo nunca duerme

Cuando el coraje tiene nombre de mujer y el miedo nunca duerme

Rocío Cruz

Hay un miedo del que poco se habla. No es el miedo puntual a una amenaza concreta, sino ese que se instala en el cuerpo y ya no se va. El miedo a lo que puedan inventar sobre ti. A que un rumor, una mentira o una sospecha interesada crezcan hasta triturarte como persona, como profesional, como mujer. Un miedo que no descansa ni de noche, que se cuela en las conversaciones familiares, en los silencios, en las dudas más íntimas.

Ese miedo lo conocen bien muchas mujeres que han decidido dar un paso al frente en política. Mujeres que no llegaron para servirse, sino para servir. Mujeres que pusieron el alma y el cuerpo para intentar mejorar la vida de la gente. Y que, por ello mismo, pagaron —y pagan— un precio altísimo.

El caso de Mónica Oltra no es una excepción. Es un espejo incómodo. Un aviso. Un ejemplo de cómo el poder, cuando se siente amenazado, puede volverse cruel. De cómo la maquinaria puede activarse para desgastar, señalar, aislar y, si es posible, destruir. No solo políticamente, sino humanamente. Y como ella, tantas otras. Algunas conocidas. Otras anónimas. Todas atravesadas por la misma pregunta silenciosa: ¿merece la pena?

Porque la política, para muchas mujeres, no es solo debate de ideas o gestión pública. Es exposición constante. Es estar siempre bajo sospecha. Es sentir que no basta con hacerlo bien: hay que hacerlo perfecto. Y aun así, no hay garantías. Cualquier error —real o inventado— se amplifica. Cualquier gesto se interpreta. Cualquier debilidad se castiga.

A eso se suma el acoso. El explícito y el sutil. El que llega en forma de insultos, amenazas o campañas de descrédito. Y el que se disfraza de condescendencia, de desconfianza permanente, de cuestionamiento continuo. Abusos de poder que no siempre dejan huella visible, pero que van minando por dentro. Día tras día.

Entonces aparece el cansancio. Un cansancio profundo, moral. Ese que te hace preguntarte si no sería más fácil mirar solo por lo tuyo. Proteger a los tuyos. Bajarte del foco. Dejar de exponerte. Dejar de luchar. Porque luchar, a veces, duele demasiado.

Pero también aparece otra cosa. La memoria. La conciencia de por qué empezaste. La certeza de que, si quienes quieren cambiar las cosas se retiran por miedo, ganan los mismos de siempre. Que cada mujer que se va empujada por el acoso deja un vacío que no es personal, sino colectivo.

Y aun así, no debería exigirse heroísmo. No debería normalizarse el sufrimiento como peaje. No debería ser una prueba de resistencia emocional permanente. La democracia no puede sostenerse sobre el sacrificio silencioso de las mujeres valientes.

Hablar de esto no es victimismo. Es justicia. Es nombrar lo que pasa para que deje de pasar. Es recordar que detrás de cada cargo hay una persona. Con miedos. Con familia. Con límites. Con dignidad.

Quizá la pregunta no sea solo si merece la pena. Quizá la pregunta real sea qué estamos dispuestos, como sociedad, a tolerar. Y si vamos a seguir permitiendo que el miedo sea la herramienta para expulsar a quienes se atreven a hacer política desde el compromiso y la honestidad.

Porque cuando una mujer es triturada por atreverse, perdemos todas. Y perdemos todos.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *