Rafa Rodríguez (*)
La crisis de la globalización, esta policrisis en la que vivimos, implica que el capitalismo ha llegado a su límite ecológico en su capacidad para hacer compatible el poder de las oligarquías y la acumulación de capital con la democracia que se ha consolidado tras la II Guerra Mundial en amplias zonas del planeta, sobre todo en los Estados del centro del sistema.
Hoy la disyuntiva es democracia o barbarie, es decir democracia sin capitalismo o un capitalismo sin democracia sin garantías ni derechos para la “población sobrante”, como alternativas para reorganizar el mundo.
Por eso la izquierda transformadora debe caracterizarse no tanto por la confrontación con la socialdemocracia, que tiene una perspectiva anclada en el corto plazo, con la que tiene que convivir para gobernar (con las lógicas diferencias), sino sobre todo en impulsar dinámicas estratégicas de transición hacia una sociedad postcapitalista, conectando gobierno, movilización y sujetos políticos y electorales.
Los vectores básicos de esta transición son el Estado y la comunidad democrática que, en sus despliegues pluralistas, lejos de ser realidades políticas antagónicas, establecen entre sí una dinámica virtuosa de modo que sin Estado democrático no hay comunidad libre y sin comunidad democrática no hay Estado que pueda funcionar democráticamente.
Necesitamos Estados y comunidades democráticas fuertes y cohesionadas desde la pluralidad que puedan tener el poder necesario para subordinar a los poderes oligárquicos de la economía privada y liderar una transición social y ecológica hacia una sociedad global postcapitalista.
Un Estado democrático fuerte requiere profundizar en la democracia y extender su escala territorial, a través de dinámicas federales, para hacer frente a la escala global de los poderes oligárquicos. Una comunidad democrática cohesionada necesita profundizar en el autogobierno de forma que pueda ejercer un poder cercano, municipal y regional, desde ámbitos en los que se fundan lo social, cultural, ecológico y político. Ambas dinámicas constituyen la proyección federal, es decir la articulación democrática y popular de los territorios políticos.
La transición democrática exige pasar de sociedades “de mercado” a sociedades “con mercados”. Lo que hoy conocemos como mercado incorpora como (falsas) mercancías al dinero, el trabajo y la tierra (que no son mercancías u objetos producidos) y los gestiona a través de pseudomercados, provocando crisis financieras, desigualdad y degradación ambiental, al desinsertarlos de su realidad institucional, social y ecológica, tal como denunció Polanyi[1].
Hoy el verdadero núcleo del capitalismo es la zona del antimercado (capitalismo profundo o alto capitalismo) donde deambulan los grandes predadores e impera la ley de la selva (Braudel). Esta zona de antimercado se ha ido haciendo cada vez más extensa a medida que el capitalismo se expandía, concentraba y finaciarizaba con la globalización y luego, en la crisis de la globalización, siendo controlado por los grandes oligopolios digitales.
El proyecto de las oligarquías con base en Silicon Valley y en el actual gobierno de los EE.UU. pero con una amplia red formada que asocia a los dictadores y organizaciones de extrema derecha por todo el mundo, consiste en diseñar un capitalismo sin democracia. Ya lo están ensayando con la destrucción física y política de la “población sobrante” en Palestina o con las personas migrantes. Se sustenta por una parte en el enorme poder que han acumulado, económico, político, tecnológico, militar y de influencia en la opinión pública y por otro en la extraordinaria desigualdad social y territorial del mundo actual, que está destruyendo incluso a muchos Estados de la periferia del sistema (Libia, Haití, Líbano, Siria, República Democrática del Congo, Sudán, Yemen, etc.), con las consiguientes crisis humanitarias de sus poblaciones.
Por el contrario, el modelo de Estado y sociedad que defendemos tienen como prioridad satisfacer todas las necesidades básicas de la ciudadanía al margen del mercado en una perspectiva de transición democrática, social y ecológica, lo que hoy incluye el derecho a la vida amenazada por la policrisis, con servicios públicos universales y entornos humanos para la vida comunitaria, desde la vivienda, el barrio o el pueblo.
Hay una estrecha conexión entre la redistribución social y territorial de la riqueza, porque la desigualdad social viene determinada tanto por la clase, el género o la raza como por el territorio. Una sociedad postcapitalista implica la igualdad en cualquier ámbito social, eliminando todos los vestigios culturales patriarcales que oprimen y explotan a las mujeres, en particular la violencia machista, la discriminación laboral y familiar y la explotación sexual. Una sociedad que acabe con la discriminación basada en la nacionalidad de forma que todas las personas, incluidas las migrantes, gocen de los derechos humanos universales.
Una condición para ello es desactivar los mecanismos del poder global de la oligarquía basado en la hegemonía del dólar como moneda reserva internacional y en el oligopolio privado de las redes digitales. Necesitamos poderes públicos democráticos con la escala suficiente para contrarrestar el poder global de la oligarquía.
El proyecto de una Europa federal se presenta como la construcción política democrática más potente para defender el multilateralismo, la cooperación y el equilibrio monetario (democracia monetaria) basado en una unidad monetaria internacional con un mecanismo para equilibrar la balanza de pagos de los Estados[2], y una infraestructura pública para las redes digitales.
El reequilibrio entre el poder público democrático y el poder de las oligarquías de la economía privada es imprescindible para ganar la disputa por la opinión pública y los valores que la conforman. Defendemos la cooperación en la diversidad, frente a la competencia, el individualismo y la homogenización, para generar empatía social de forma que resulte incuestionable que no se puede dejar a nadie atrás en este camino de transición hacia una nueva relación con la naturaleza. Valores que no solo vale con predicarlos, sino que la izquierda transformadora debe dar ejemplo construyendo estructuras de cooperación política democráticas y participativas que gestionen la diversidad ideológica dentro de este espacio político.
Frente a la crisis ecológica, necesitamos llevar a la práctica los objetivos del Acuerdo de París para que a más tardar en 2050 haya cero emisiones netas mundiales de gases de efecto invernadero (GEI), mediante la completa sustitución de los combustibles fósiles por energías renovables y una nueva articulación territorial de las cadenas de producción y distribución globales sobre una escala distinta, cuyo principio general debe ser el de la cercanía, su conexión con las estructuras públicas y con una comunidad social en la que se produzcan bienes culturales que puedan ser ampliamente compartidos.
Para llevar adelante esta transición desde la justicia social liderada por los poderes públicos democráticos se necesita una inversión de una magnitud extraordinaria. En concreto, para lograr la transformación ecológica de la economía en la Unión Europea, la Comisión calcula que requiere movilizar alrededor de 500.000 millones de euros adicionales cada año hasta 2050, solo en energía limpia, transporte sostenible e innovación industrial, lo que requiere una nueva fiscalidad que haga efectivo el principio de progresividad, acabe con los paraísos fiscales y obliguen a las entidades financieras, públicas y privadas, a canalizar el ahorro hacia inversiones productivas que sirvan a los grandes objetivos estratégicos de la transición social y ecológica, entre ellos, la neutralidad climática.
La profundización democrática implica llevar la democracia a las empresas. La participación y la capacidad de decisión de los trabajadores en sus centros de trabajo a través de los sindicatos es un objetivo estratégico que asegura además salarios justos y condiciones de trabajo adecuadas.
En esta encrucijada histórica le corresponde a la izquierda transformadora liderar la transición para evitar que las distopías se conviertan en realidades. Necesitamos cambios radicales en las estructuras económicas para combatir la crisis ambiental, la desigualdad o el deterioro de las relaciones laborales. Para ello tiene que enarbolar, sin ambigüedad alguna, la defensa de la democracia, del Estado de derecho, de la legalidad internacional y del federalismo.
Hay que construir mayorías sociales progresistas para gobernar y poder liderar el cambio porque solo la izquierda transformadora tiene la autonomía necesaria para ofrecer orden y seguridad frente al desorden y la inseguridad global que están provocando las oligarquías tecnofascistas.
Se trata de ganar localmente para tener fuerza global y reconstruir la esperanza colectiva en un futuro posible para toda la humanidad. Una esperanza colectiva que trasmita una moral de victoria para ganar los gobiernos y para ganar la transición, frente a la incertidumbre, el miedo al futuro y el catastrofismo con los que contamina el neofascismo.
Una esperanza que es distinta del optimismo, un pensar fácil y a menudo irracional de que todo irá bien. La esperanza, que surge precisamente en las situaciones difíciles, requiere reflexión y compromiso para ofrecer una salida colectiva porque se niega a capitular ante el fracaso o la derrota[3].
La relación con el futuro no puede ser el fatalismo de lo inevitable, ni el optimismo de un asegurado progreso indefinido. La política no es ni todopoderosa ni irrelevante, por eso tiene que ser responsable. Nuestras dificultades para anticipar el futuro hacen más necesaria la política[4], con hechos y mensajes para incentivar la participación como la mejor forma de cerrar la brecha entre la ciudadanía y la política democrática.
NOTAS
[1] Karl Polanyi. La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. Fondo de Cultura Económica (México).
[2] Ya Keynes diseñó esta posibilidad en la Conferencia de Bretton Wood (julio de 1944), pero el representante de EE.UU., Harry D. White, logró imponer al dólar como eje del nuevo sistema monetario.
[3] Terry Eagleton. Esperanza sin optimismo. Taurus. 2016. El principio esperanza, de Ernst Bloch
[4] Daniel Innerarity. El futuro y sus enemigos. Una defensa de la esperanza política. Paidós. 2009.
(*) La imagen representa a Harry D. White (izquierda) y John M. Keynes (derecha) durante la conferencia de Bretton Wood.