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Hacia una economía sostenible: dilemas del ecologismo actual

 Joan Martinez Alier.Ecopolíticas.

Voy a analizar las tendencias negativas de los impactos de la economía sobre el medio ambiente y los crecientes conflictos de distribución ecológica.

Muchas tendencias son negativas pero no todas. El primero dato positivo, en una perspectiva de 30 años, es el fin del crecimiento demográfico. Si en el siglo XX la población humana aumentó cuatro veces, en el siglo XXI seguramente alcanzará un pico de unos 8.500 millones en el 2045, y luego decrecerá algo lo cual planteará algunos problemas locales pero será excelente contra el cambio climático y para la conservación de la biodiversidad. Ya sabemos desde las discusiones entre Paul Ehrlich y Barry Commoner hace 40 años que el impacto ambiental depende no sólo de la densidad de población sino del ingreso per capita y de la tecnología. Los pobres del mundo deben mejorar su ingreso, y muchos (en la India, en China, en Indonesia) lo están consiguiendo pero las tecnologías que usan son por ahora nocivas al medio ambiente. La industrialización de China e India usa mucho carbón. Que la población se acerque a su pico y luego descienda, es pues una buena cosa.

 

Y segundo dato positivo, se dibuja una alianza entre los crecientes movimientos por la Justicia Ambiental en el Sur y el pequeño movimiento por el Decrecimiento de algunos países ricos, como Francia, Italia, también en Cataluña donde en marzo del 2010 organizamos el segundo congreso internacional sobre el Decrecimiento económico socialmente sostenible (www.degrowth.eu). Aunque el movimiento europeo por el Decrecimiento difícilmente va a ganar unas elecciones parlamentarias o va a conseguir convertirse en política oficial europea (donde el “desarrollo sostenible” es ahora sustituido en pleno desconcierto de la burocracia por el “crecimiento verde”), sin embargo, ese movimiento social del Decrecimiento refleja la inapetencia europea por un crecimiento que sabemos que desemboca en crisis económicas, que recurre a endeudamientos imposibles, que es insolidario, destructivo y no consigue aumentar la felicidad o la joie de vivre a partir de niveles de ingreso como los que ya tenemos en promedio ¿Para qué crecer y crecer, como ya decía el presidente de la Comisión Europea Sicco Mansholt en 1972, habiendo leído el Informe al Cub de Roma de Forrester y los Meadows de ese año?

Lo mismo ocurre en Japón, donde desde hace años se desvaneció la fiebre del crecimiento económico, en parte por el peso de la deuda (cuyo pago implica una gran presión fiscal) pero también porque el nivel de ingreso promedio es ya muy alto. La cuestión es entonces cómo se reparte ese ingreso, cómo lograr que el ligero decrecimiento económico necesario en los países ricos sea socialmente sostenible.

A pesar de la resistencia mental e institucional de los economistas que se defienden del ecologismo como gatos panza arriba, se abre camino la crítica iniciada en los años 1960 e inicios de los años 1970, con el Informe al Club de Roma de 1972, los grandes libros de Nicholas Georgescu-Roegen y de H.T. Odum de 1971 y otros aportes de esa época de escritores europeos como Jacques Ellul, Cornelius Castoriadis, Ivan Illich, André Gorz, Fritz Schumacher. Hay continuidad evidente desde las críticas en 1968-69 de los proto-economistas ecológicos Kenneth Boulding, Robert Ayres, Herman Daly a las actuales posiciones favorables a un suave decrecimiento económico de los países ricos.

También hay que mencionar la crítica a la propia noción de desarrollo, aunque se quiera llamar “desarrollo sostenible”, pues el concepto de desarrollo denota un proceso uniformizador al final del cual los “subdesarrollados” acceden gloriosamente a la categoría de “desarrollados”. Esos críticos de hace 30 años se llamaron Arturo Escobar, Gustavo Esteva, Ashish Nandy, Shiv Visvanathan, Wolfgang Sachs, precursores y algunos de ellos actores preeminentes (como Serge Latouche) del actual movimiento por el Decrecimiento en algunos países ricos. Estuvieron directa o indirectamente influidos por Gandhi (y por la economía gandhiana, tal como la explicó J. C. Kumarappa). Eran seguidores de la antropología económica de Karl Polanyi, quien a su vez tenía su raíces (al igual que el proto economista ecológico K. W. Kapp) en los debates de Otto Neurath contra Von Mises y Hayek sobre la incomensurabilidad de valores en la Viena de 1920-1930. Eran también lectores de la antropología de Marcel Mauss (de los años 1920) y de la de Marshall Sahlins (de los años 1960).

Así pues, dentro del pesimismo que las tendencias actuales justifican, a lo que se añade la incapacidad de lograr acuerdos internacionales eficaces sobre cambio climático y sobre conservación de la biodiversidad, creo que tanto la demografía como el pensamiento y activismo ecologista (y el creciente descrédito de la ciencia económica) nos permiten ver positivamente el horizonte en la perspectiva de algunas décadas.

 

Las tendencias

Como ha explicado recientemente James Gustave Speth (Towards a new economy and a new politics, Solutions, 2010, 1(5), 33-41), las razones para exigir un cambio fundamental en las tendencias actuales del uso de energía y materiales, y de destrucción de biodiversidad, es que si seguimos como vamos se asegura ya el cambio climático (pues añadimos 2 ppm de CO2 a la atmósfera por año), y desaparecen muchísimas especies. El business as usual garantiza la destrucción ambiental, con daños a las generaciones futuras.

Al ritmo actual estamos ya llegando al pico de la extracción de petróleo (con unos 88 mbd), lo que lleva por un lado a buscar petróleos pesados y arenas asfálticas como en Alberta, Canadá (lo que es perjudicial para el ambiente y con un bajo EROI), a buscar más gas con procedimientos de extracción que implican inyección de agua con químicos dañinos, a buscar petróleo en el fondo del mar con riesgos que están a la vista, a fomentar los agro-combustibles que tienen un EROI muy bajo, que aumentan la HANPP en detrimento de otras especies y que compiten por el agua contra los cultivos para la alimentación humana. También el pico del petróleo da una excusa para la expansión de la energía nuclear, y por tanto aumenta el riesgo de la proliferación militar nuclear y la posibilidad de guerras regionales nucleares en el siglo XXI.

Al ritmo actual estamos también llegando a un pico en la extracción de minerales de fósforo.

Al ritmo actual, como la energía de los combustibles fósiles se disipa al usarla y no se puede reciclar, y como los materiales se reciclan solamente en parte, hace falta ir a buscarlos a las fronteras de la extracción, destruyendo biodiversidad y vidas humanas. Allí, a veces, hay grupos tribales o campesinos que protestan, son los protagonistas de los movimientos de justicia ambiental que también existen aunque con menos fuerza en los países metropolitanos.

Dice Speth en este artículo en la revista Solutions y en otro que está por publicarse en un número especial de Ecological Economics sobre el Decrecimiento, editado desde el ICTA de la UAB, que (como ha mostrado el Millenium Ecosystem Assessment) la mitad de los humedales del mundo y un tercio de los manglares han desaparecido. La disponibilidad de muchas especies de peces disminuye. Una quinta parte de los corales se ha perdido. Aumentan las masas forestales en países europeos y Norteamérica (al haberse sustituido la leña por combustibles fósiles) pero continua la destrucción del bosque tropical húmedo a media hectárea por segundo. Las especies desaparecen a un ritmo que es tal vez mil veces más rápido que lo normal, sin dar tiempo a catalogarlas, sin saber lo que se pierde. Hay POPs (contaminantes orgánicos persistentes) dispersos por todo el mundo, hasta en los hielos polares, y cargamos en nuestra sangre químicos tóxicos aunque no hayamos trabajado en ninguna industria. La HANPP (la apropriación humana de la producción primaria neta de biomasa) alcanza tal vez el 40% y sigue creciendo por las plantaciones de árboles para papel, por los agro-combustibles, por la producción de alimento para el ganado arrinconando a otras especies. Casi no quedan ríos sin represar en el mundo.

 

La paradoja del optimista

Los economistas no entienden que todo esto representa costos que deberían ser restados del PIB (si supiéramos medirlos en dinero). Los economistas tienen fe que el crecimiento económico arreglará los daños. Incluso una persona tan inteligente como Andreu Mas-Colell, competente micro-economista, excelente ministro de ciencia en Cataluña en el último gobierno de Jordi Pujol, quien hasta el momento suele hablar poco de macroeconomía, se lanzó en una ocasión al menos a elogiar el crecimiento ante las críticas de la economía ecológica, asegurando además que se podía ser un buen economista e ignorar la segunda ley de la termodinámica lo que desgraciadamente es cierto. (Cf. A. Mas-Colell, Elogio del crecimiento económico, en J. Nadal, coord. El mundo que viene, Alianza, Madrid, 1994).

Los economistas están todavía metidos en sus doctrinas del crecimiento económico y esa hipótesis del crecimiento económico explica que usen tasas de descuento positivas en sus valoraciones. La fe metafísica en el crecimiento justifica a sus ojos la infravaloración del futuro. Los economistas infravaloran el futuro porque piensan que gracias a las inversiones actuales y al cambio tecnológico, nuestros descendientes serán más ricos y la satisfacción adicional que obtengan al aumentar el consumo será menor a la nuestra. La hipótesis de un crecimiento continuo justifica el uso actual de más recursos agotables y la producción de más contaminación ya que suponen que nuestros descendientes serán más ricos y podrán hacer frente fácilmente a esos inconvenientes. Ahora bien, de hecho, el crecimiento, si se produce con tecnologías similares a las actuales, lo que va a hacer es empobrecer a las futuras generaciones porque tendrán un medio ambiente degradado y una menor calidad de vida.

Vean el razonamiento de un economista no menos inteligente pero más fanáticamente anti-ecologista que Mas-Colell. Me refiero a Xavier Sala i Martin (cf. La Vanguardia, 10 abril 2007). Según él, el principio del descuento implica que propuestas como restringir actualmente las emisiones de dióxido de carbono, que comportan gastos elevados en el presente, no deberían adoptarse a no ser que los costes futuros del cambio climático sean descomunales. Esa es la conclusión a la que llegan la mayoría de estudios como los de William Nordhaus de la Universidad de Yale. Pero Nicholas Stern contradice esos trabajos y concluye que deberíamos gastar hasta un 15% de nuestro PIB para evitar el cambio climático. Las conclusiones de ambos economistas son diametralmente opuestas. ¿Cómo se explica la diferencia? (pregunta Sala i Martin). Cuando se usa una baja tasa de descuento (el caso de Nicholas Stern) se concluye que vale la pena gastar mucho hoy para evitar los daños futuros y cuando se utiliza el 6% (Nordhaus), no. Así de simple.

Tras esta introducción, Sala i Martin se pregunta temerariamente:

¿Qué tipo de interés deberíamos utilizar para tomar decisiones racionales sobre el cambio climático? Los ecologistas usan un argumento de tipo ético para defender la aplicación del 0%: descontar el futuro, dicen los ecologistas, es dar menos peso o menos valor, a generaciones futuras y eso es una injusticia. Este argumento es atractivo… aunque muy debatible. Por ejemplo, el principio de justicia de Rawls requiere dar más importancia a los grupos de personas más desfavorecidos. Stern acepta este criterio cuando compara regiones del mundo ya que da mayor peso a África porque es pobre. En una incomprensible pirueta intelectual, Stern no aplica la misma regla cuando compara generaciones. Al fin y al cabo, nuestros hijos no sólo van a heredar un planeta más caliente. También heredarán una tecnología y unas instituciones que les van a permitir ser mucho más ricos que nosotros. Si es de justicia Rawlsiana dar más peso a los africanos porqué son pobres, entonces uno tiene que dar más importancia a las generaciones presentes porque también son pobres en relación a las futuras. Es decir, es de justicia aplicar un tipo de interés o de descuento a la hora de evaluar costes intergeneracionales por lo que las conclusiones de Stern están equivocadas.

He subrayado las palabras que revelan una suerte de religión, una creencia que no hace falta razonar. Sala i Martin cree que nuestros descendientes serán más ricos, auto- engañado por los supuestos de los modelos que él construye. Habrá mejoras tecnológicas inducidas por el propio crecimiento que llevarán a más crecimiento. Los supuestos sustituyen a la investigación de los límites a los sumideros de residuos y a la disponibilidad de energía y materiales. La fe en el crecimiento económico lleva a infravalorar el futuro y lleva por tanto a una moralidad, por decir así, del carpe diem, Gocemos ahora aunque dejemos en herencia un mundo con menos biodiversidad, con residuos nucleares, con cambio climático; no importa, nuestros descendientes serán por hipótesis más ricos que nosotros y sabrán hacer frente a esos daños y los compensarán de alguna manera.

Los economistas infravaloran el futuro porque suponen que nuestros descendientes van a ser más ricos, y por tanto les vamos a dejar un mundo empobrecido y contaminado. La “paradoja del optimista”. De hecho, contra ese optimismo metafísico (que lleva a infravalorar el futuro), lo que simplemente hace falta para que nuestros descendientes estén peor que nosotros y para que otras especies desaparezcan es continuar como vamos. Ahora bien, no solo continuamos al mismo ritmo sino que queremos y hasta conseguimos aumentar el ritmo. La economía mundial, con China e India a la cabeza, pero también Alemania y otros países en el pelotón delantero, crecerá 4 por ciento en este año 2010 (sin restar los daños ambientales). Lo que es crecimiento del PIB se notará también en el aumento de indicadores como la “huella ecológica” (un índice que suma el uso del suelo y las emisiones de dióxido de carbono), tras una breve interrupción de su marcha creciente en la crisis del 2008-09.

 

De Copenhague a Cancún: Un acuerdo sin reducciones vinculantes no es un acuerdo

Desde hace tiempo se conoce el aumento del efecto invernadero como consecuencia principalmente de la quema de combustibles fósiles. En 1895, el químico Svante Arrhenius ya explicó cómo el incremento de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera debido a la quema de carbón aumentaría la temperatura y produciría el cambio climático. A partir de 1985 se formó el Panel Internacional de Cambio Climático de las Naciones Unidas tras una reunión en Villach, Austria. El IPCC estuvo bajo la dirección de Bert Bolin, quien fue a veces invitado a reuniones de la década de 1980 de donde saldría la Internacional Society of Ecological Economics (con la presencia decisiva de ecólogos suecos como Ann Mari Jansson). Que se pudiera negar la ciencia del efecto invernadero no nos pasaba por la cabeza.

Vean que lo que ha ocurrido en Cancún estos días pasados. Ha habido un acuerdo muy celebrado por la prensa donde nada se dice de cuál será el año en que se llegue a un pico de emisiones de dióxido de carbono. La concentración que era de 300 ppm hace cien años está llegando ahora a 400 ppm, y crece unas 2 ppm al año. En treinta años más estaremos en 450 ppm y creciendo. Los movimientos sociales que reclaman un límite de 350 ppm, son marginados y calificados de utópicos cuando son por el contrario bien razonables. La prensa es ignorante o está vendida. En Cancún no se ha dado objetivos de reducción obligatorios ni para el 2020 ni para el 2050. Es verdad que no han acabado a gritos y se reunirán en Durban en el 2011, un éxito de las formas de la diplomacia aunque un fracaso en el combate al cambio climático.

Al igual que en Copenhague en diciembre del 2009, la cumbre en Cancún debió terminar con un acuerdo internacional que reemplace al Protocolo de Kyoto, que vence en el 2012. La negación a reducir realmente las emisiones por parte de los países ricos del Norte hizo nuevamente que el foro no llegara a un acuerdo sólido. Estados Unidos (donde el presidente Obama carece de apoyo suficiente del Senado y de la Cámara de Representantes) promete como mucho una disminución del 17% para el 2020 con respecto al nivel de 2005, una promesa facilitada por la crisis económica del 2008-09 pero que no es un compromiso firmado. Hay una ola de irracionalismo en la sociedad de Estados Unidos donde muchos niegan la física del aumento del efecto invernadero como otros o los mismos oponen el creacionismo bíblico a Darwin. Aunque en comparación con el irracionalismo político europeo de los años 1930, lo del Tea Party y Sarah Palin sea más liviano.

Una reducción del 17% respecto al 2005 no es lo que hace falta. Se necesita una reducción mayor de Estados Unidos, por su importancia en las emisiones globales y además para convencer a China y otros países que argumentan que ellos están muy por debajo de Estados Unidos en términos per capita. El valiente embajador boliviano Pablo Solon se quedó solo el último día de la reunión de Cancún, teniendo la razón, frente a los representantes de más de 190 países, unos que se niegan a aceptar responsabilidades históricas, otros que quieren crecer quemando carbón sin preocuparse del clima, otros, en fin, claudicantes que no exigen justicia climática sino se conforman con limosnas.

En el año 2005, un habitante promedio norteamericano emitió 19,5 toneladas métricas de CO2, un chino, 4,3. Había unos 300 millones de norteamericanos en el planeta, 1.300 millones de chinos. En otras palabras, el cambio climático no se dispara ya de manera totalmente incontrolada en respuesta a concentraciones de 600 o 700 ppm porque China, la India y los países más pobres del mundo han emitido y emiten por persona mucho menos que los ricos. Históricamente, los países ricos tienen una gran deuda climática acumulada. Desde el 1990 han aumentado las emisiones en todo el mundo (EEUU, un 13%), excepto en algunos países europeos. Desde Kyoto en 1997 también han aumentado, excepto otra vez algunos países europeos. Hasta el 2007 las emisiones mundiales crecían al 3% al año, cuando deben disminuir cuanto antes en un 50% o 60%. La crisis de 2008-09 hizo frenar el aumento de emisiones un par de años, pero éstas continúan excediendo lo tolerable al menos en un 50 por ciento.

En Cancún, los países del Sur no tuvieron una postura fuerte de reclamo contra las excesivas emisiones per capita actuales e históricas de los países ricos. Eso es lástima, porque esos reclamos, además de ser justos, ayudan a quienes internamente en Europa, Japón, Estados Unidos, propugnan una disminución de las emisiones. Sabemos por el corte de ayuda económica de Estados Unidos a Ecuador y Bolivia tras Copenhague 2009 y por las revelaciones de Wiki-leaks que Todd Stern (que no tiene relación con Nicholas Stern, el economista británico), el negociador de los EEUU y sus colegas recurrieron a las amenazas y a las promesas de pequeñas donaciones monetarias (casos de Etiopía y las Maldivas) para lograr que los gobiernos del Sur renuncien a exigir la deuda ecológica y a pedir rápidas reducciones de emisiones.

La alegría de los delegados de la conferencia de Cancún fue por irse a casa aunque no hayan decidido otra cosa que encontrarse otra vez el año próximo. No hay compromisos vinculantes de reducción. En Kyoto, los países ricos (Europa, Japón) prometieron pequeñas reducciones, a cambio de convertir su desproporcionado acceso a la atmósfera para verter CO2 de una situación de facto a una legitimada por un tratado internacional. Ahora no hay ni esas pequeñas promesas de reducción legalmente incorporadas a un tratado internacional. ¿Por qué pues esa alegría irresponsable?

Más allá de la cumbre de Cancún, la tarea es reducir rápidamente las emisiones en un 50 o 60%. Por tanto hay que reducir la velocidad con que extraemos y quemamos los combustibles fósiles que son su fuente principal. En concreto se plantea la cuestión: ¿dónde dejar gas, petróleo o carbón en tierra? La respuesta es: allí donde el ambiente local es más sensible, tanto en términos sociales como ecológicos; allí donde la biodiversidad local vale más. Este es el caso del Parque Nacional Yasuní en Ecuador donde se ha propuesto dejar en tierra el petróleo en los campos ITT (850 millones de barriles) para preservar la biodiversidad, garantizar la vida de pueblos indígenas no contactados, y a mismo tiempo evitar la emisión de unos 410 millones de toneladas de dióxido de carbono que se producirían al quemar ese petróleo. Hay que apoyar esta iniciativa y otras similares.

El cambio climático genera transformaciones naturales irreversibles e irreparables. Se acidifican los océanos. En los países andinos centrales, desaparecen los glaciares bajo los 6000 metros. Los países ricos tienen una deuda ecológica o climática con los países del Sur. El reconocimiento de la deuda ecológica, por la acumulación de gases de efecto invernadero, es un tema que ha pasado de la sociedad civil a los discursos de algunos cancilleres y de presidentes (más en Copenhague que en Cancún), pero que no se hace operativo. Los fondos provenientes del pago de la deuda ecológica histórica podrían dirigirse a la conservación de los bosques, los manglares, las fuentes de agua y la biodiversidad; a la adaptación de ecosistemas y grupos humanos vulnerables, y a la transición hacia energías alternativas para evitar la emisión de gases de efecto invernadero. Los países del Sur son acreedores de la deuda ecológica. No se trata de que los países ricos del Norte den créditos de «adaptación» a los países que no tienen responsabilidad histórica, o tienen muy poca, por el cambio climático. Mucho menos, que esos créditos vehiculados por un Fondo Verde del Banco Mundial actúen como nuevos mecanismos de endeudamiento para los países del Sur. Es una cuestión ética: los países del Norte deberían reconocer su responsabilidad financiera y social con las generaciones actuales y futuras. Pagar la deuda histórica es como pagar una multa justa que se revertirá en el propio beneficio de los países ricos.

 

Elogio de Pablo Solon

La energía no puede reciclarse y por tanto, incluso una economía que no creciera y que use combustibles fósiles, necesitaría suministros “frescos” que vengan de las fronteras de la extracción. Lo mismo se aplica a los materiales (lo repito otra vez) que en la práctica se reciclan solamente en parte (como el cobre, el aluminio, el acero, el papel), no más del 40 o 60 por ciento. Si la economía crece, la búsqueda de fuentes de energía y materiales es mayor, la presión en las fronteras de la extracción es más intensa.

Hay una acumulación de beneficios y de capital mediante la desposesión o expropiación en esas fronteras (como escribió David Harvey en 2003) o una Raubwirtschaft (un término usado por geógrafos hace 100 años) y hay también una “acumulación mediante la contaminación” con lo que queremos decir que los beneficios aumentan por la posibilidad de echar a la atmósfera, al agua o a los suelos, sin pagar nada o pagando poco, los residuos producidos. Que el precio de la contaminación sea bajo o nulo no indica un “fallo del mercado” sino un éxito (provisional) en transferir los costos sociales a la gente pobre y a las futuras generaciones. Eso es evidente en el caso de los gases con efecto invernadero. Por eso hay protestas bajo el nombre de “justicia climática”.

No son solamente los activistas de la Justicia Climática tan visibles en Cancún sino también bastantes gobiernos de países relativamente pobres, quienes reclaman la deuda ecológica, una idea que nació en América Latina  en 1991. Los Estados Unidos, la Unión Europea, Japón no reconocen esta deuda pero en Copenhague en diciembre del 2009 por lo menos 20 presidentes  de estado o de gobierno mencionaron explícitamente la deuda ecológica  (o deuda climática). Algunos usaron la palabra “reparaciones”. En Cancún estuvieron más calmados pero también se habló de la deuda ecológica desde algunos púlpitos gubernamentales.

Pablo Solon, el embajador de Bolivia  en las NNUU, quien en Cancún se quedó solo en sus protestas, ya había dicho en Copenhague el año pasado que “admitir responsabilidad por el cambio climático sin tomar las acciones necesarias para hacerle frente, es como si alguien le pega fuego a tu casa y después se niega a pagarla. Aunque el fuego se hubiera iniciado sin querer, los países industrializados, con su inacción política, han seguido echando gasolina al fuego… No tiene justificación alguna que países como Bolivia tengan ahora que pagar esa crisis climática que implica una enorme carga sobre nuestros recursos limitados para proteger a nuestra gente de esta crisis causado por los ricos y por su sobreconsumo… Nuestros glaciares están en regresión, las fuentes de agua se secan. ¿Quién debe hacer frente a eso? A nosotros nos parece justo que el contaminador pague, y no los pobres. No estamos aquí asignando culpabilidad sino solamente responsabilidad. Como dicen en Estados Unidos, si lo rompes, lo pagas”.

El trasfondo al discurso de Pablo Solon en Copenhague fue la declaración de Todd Stern (como principal negociador de Estados Unidos) en una conferencia de prensa el 10 de diciembre del 2009. «Reconocemos absolutamente nuestro papel histórico en poner las emisiones en la atmósfera, allá arriba… Pero el sentido de culpa o el tener que pagar reparaciones, eso lo rechazo categóricamente”. (http://www.climate-justice-now.org/bolivia-responds-to-us-on-climate-debt-if-you-break-it-you-buy-it/).

A esta controversia se añadió inesperadamente el economista Jagdish Bhagwati, profesor de Columbia University en Nueva York, en un artículo en el Financial Times el 22 de febrero del 2010. Sin conocer aparentemente ni la literatura activista (www.deudaecologica.org) ni la académica sobre el tema desde 1991, Bhagwati escribió que los Estados Unidos al enfrentarse a problemas de contaminación tras el escándalo de Love Canal creó en 1980 la legislación llamada Superfondo (la ley se llama oficialmente CERCLA) que exige que la compañías responsables eliminen los residuos tóxicos e indemnicen los daños causados.

Añadía Bhagwati que esta legislación sobre daños y perjuicios implica una responsabilidad “estricta” en el sentido legal, de manera que la responsabilidad existe aunque no se supiera entonces que los materiales vertidos eran tóxicos, como en el caso de las emisiones de dióxido de carbono hasta hace relativamente poco tiempo. Además, las personas perjudicadas pueden presentar sus propias demandas. En  cambio, Todd Stern rechazaba esta tradición legal interna de Estados Unidos en lo que respecta a casos de contaminación en su propio territorio al rechazar cualquiera obligación legal y cualquier pago por las emisiones pasadas que afectaban otros territorios. Evidentemente, Estados Unidos debía dar marcha atrás en este punto, según Jagdissh Bhagwati. Todos los países ricos debían aceptar sus pasivos ambientales en proporción a su parte de emisiones históricas de dióxido de carbono como las contabiliza el Panel Internacional de Cambio Climático. El pago sería por daños y perjuicios, por tanto esos fondos de ninguna manera podían contarse como parte de la habitual ayuda al desarrollo, eso sería indignante. No le vas a quitar la pensión a un anciano que gana un pleito por daños y perjuicios a un vecino. Así escribió Jagdish Bhagwati.

En la Unión Europea, la Environmental Liability Directive (que se traduce propiamente como Directiva de Pasivos Ambientales, donde Pasivo Ambiental es sinónimo de Deuda Ecológica) fue promulgada en Abril del 2004 aunque no todos los miembros de la Unión la han transferido ya a su legislación interna. Esta legislación se supone que es para aplicación interna en la UE, no se aplica a la deuda climática (por lo menos mientras ningún juez diga lo contrario), y requiere que los estados exijan a las compañías que paguen los daños causados incluida la restauración del ambiente cuando sea factible. En el caso del derrame de barros rojos de la producción de alúmina en Hungría en octubre del 2010, un experto de una compañía de seguros declaró que “si por casualidad, extingues una oscura especie de mariposa que solo existía en ese lugar concreto, ¿cómo vas a decir lo que vale en dinero?” (Financial Times, 14 Oct. 2010, “Toxic slugde tests Brussels pollution law”).

Resulta difícil exigir la responsabilidad legal de las compañías europeas por sus pasivos socio-ambientales en el extranjero (aunque la Shell está ahora en juicio en Holanda por daños hechos en el Delta del Niger) y es también difícil cifrar los daños en dinero. Más difícil aun es conseguir que se reconozca la deuda ecológica de EEUU y de la UE por los daños causados y por los costos que hace falta pagar ahora para prevenir los efectos del cambio climático a causa de las desproporcionadas emisiones (históricas y actuales) desproporcionadas de esos países. Pero que sea difícil no es excusa para olvidar el reclamo.

Efectivamente, el reclamo de compensaciones por la deuda climática se hace sentir en la calle, en los foros alternativos, veinte años después de la conferencia de Rio de Janeiro de 1992. Y también se escucha a veces en las salas donde se reúnen las delegaciones oficiales. Así en Copenhague en diciembre del 2009, el entonces canciller de Ecuador, el Dr. Fánder Falconí, señaló que los países pobres eran como fumadores pasivos  y preguntó porqué no se aplicaba el principio del que el contaminador paga, reclamando la deuda histórica por cambio climático. (A Fánder Falconí debo agradecerle también algunas otras ideas en este texto).

Existen cálculos al respecto. La economista de la India, Jyoti Parikh, publicó un cálculo en 1995 en que cifraba la deuda climática en 75 mil millones de dólares al año de los países del Norte a los del Sur. Vean que el Fondo Verde prometido en Cancún tiene esa cuantía pero es un Fondo, no un pago anual. No es un pago de deuda que se remonte al 1992 o antes por 75 mil millones de dólares anuales, sino una contribución actual para adaptación incluso tal vez en forma de créditos. Parikh calculó el importe viendo lo que se ahorraban los países ricos cada año al no realizar las necesarias reducciones de las emisiones. Srinivasan y otros autores, incluido el economista ecológico de Berkeley, Richard Norgaard, cuantificaron en unos 2 millones de millones de dólares  (2008) la deuda ecológica acumulada del Norte al Sur, la mayor parte a cuenta de la deuda climática. Ese cálculo se publicó en los Proceedings of the National Academy of Sciences, indicando la credibilidad académica del concepto de deuda ecológica. Hay otros libros y artículos en revistas científicas sobre este tema.

La deuda ecológica es un concepto nacido entre activistas que ahora llega a las publicaciones académicas y tal vez llegue a las políticas públicas, sorteando amenazas y sobornos como los que los negociadores de Estados Unidos han prodigado, según explica Wiki-leaks.

 

En defensa de la ciencia

He mencionado antes la hola de irracionalismo anti-científico en Estados Unidos. Los ecologistas no deben simpatizar con esto. Es cierto que Descartes, al analizar el método de la incipiente ciencia moderna, decía que el hombre debe convertirse en dueño y poseedor de la Naturaleza. Pero eso no es motivo suficiente para desdeñar la ciencia.

La curiosidad por el funcionamiento de la Naturaleza, la ciencia de los eclipses y de los movimientos de los astros en las antiguas civilizaciones de Egipto y de Asia, el descubrimiento de la agricultura en diversos lugares del mundo hace ocho o diez mil años con complejos sistemas de cultivo que combinan muchas especies y variedades de plantas, muestran que la ciencia no es solo europea y occidental. Un ejemplo andino son los métodos pre-hispánicos para averiguar con varios meses de anticipación el fenómeno de El Niño por la observación del firmamento nocturno (como explicó Benjamín Orlove). Hay otros ejemplos de la historia americana.

No toda la ciencia es occidental ni toda ella puede explicarse por la avidez de explotar la Naturaleza. Si bien Darwin, en su narración del viaje en el Beagle, comentó a menudo sobre los recursos naturales de América incluido el uso del guano en el Perú, su motivación principal, como luego se vio, era estudiar el origen y la evolución de las especies. Hay algo bello y admirable en la lucha de la razón científica contra el dogma religioso, Galileo en su tiempo, Darwin 250 años después. Conocer los cambios desde la primera forma de vida en la Tierra a la especie humana, pasando por los monos, es un resultado de la ciencia occidental (en plena era imperialista inglesa) que irritaba e irrita a fundamentalistas religiosos, pero que no choca, sino que apoya, el sentimiento de reverencia y respeto por la Naturaleza.

Los países andinos no solo tuvieron la visita de Darwin, sino, antes que él, la de La Condamine midiendo con gran esfuerzo el meridiano, de Alejandro de Humboldt (a la vez ilustrado y romántico, enemigo de la corona borbónica y de la esclavitud), de Boussingault (enviado por Humboldt a Bolívar para estudiar los recursos naturales de América, y descubridor más tarde del ciclo de nitrógeno). Humboldt quería ver qué recursos había en América para exportar a Europa pero también quería hacer ciencia pura (subiendo al Chimborazo con sus guías, no sin esfuerzo, para medir la temperatura de ebullición del agua), y estaba maravillado por la naturaleza de América y por los conocimientos de los indígenas.

La química agraria de Liebig (quién inició el estudio de los grandes ciclos biogeoquímicos, y por tanto está en el origen de la ciencia de la Ecología) tiene también conexiones andinas, pues el estudio de las propiedades del guano, extraído por peones chinos endeudados y enviado a Europa en grandes cargamentos desde el Perú a partir de 1840, llevó a entender la ciencia de los nutrientes de la agricultura. Claro que el guano, como abono, era ya conocido como fertilizante desde antes de los Incas. ¿Qué añade o que pretende añadir la ciencia occidental? Explicaciones teóricas, elaboración de hipótesis, comprobaciones empíricas en laboratorios, con validez universal.

No se trata de renunciar a este legado científico ni mucho menos renunciar a la razón para refugiarnos, en nuestra angustia o perplejidad por la marcha del mundo, en misticismos antiguos o de nuevo cuño o en irracionalismos políticos. En Estados Unidos hay la derecha “creacionista” que reniega de Darwin como los hicieron los obispos victorianos. Y también niega la ciencia del efecto invernadero que es como negar el estudio del ciclo del carbono en la naturaleza.

Investigar la naturaleza, como lo han hecho los humanos desde un inicio, usar más recientemente los métodos de análisis de la ciencia occidental, es inevitable. Puede producir consecuencias negativas, en las aplicaciones tecnológicas. El estudio de la radioactividad llevó, entre otros resultados, a fabricar bárbaras bombas atómicas, introduciendo dudas y arrepentimiento en los propios físicos. Desde 1945, la ciencia y la tecnología no eran ya el “progreso”.

Las tecnologías agrarias basadas en la química de Liebig y en una visión reduccionista, han llevado a la pérdida de biodiversidad. La lista puede alargarse. Conocer a finales del siglo XIX la relación entre el clima y las concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera en las diversas glaciaciones, llevó a la actual y muy justificada alarma sobre el aumento del efecto invernadero causado por las tecnologías de la revolución industrial. El irracionalismo anticientífico y los intereses económicos de los capitalistas de los combustibles fósiles, dificultan la política internacional contra el cambio climático.

En la base del ecologismo actual hay una comprensión científica de la naturaleza (el DDT mata a los pájaros, explicó Rachel Carson en 1962) y al mismo tiempo una admiración, una reverencia, una identidad con la naturaleza, muy lejos de sentimientos de posesión y dominación, muy cerca de la curiosidad, de la reverencia y del amor. ¿No es este ecologismo a la vez racional y emotivo, a la vez romántico e ilustrado, a la vez occidental y respetuoso de la sabiduría indígena, el principal apoyo a la posición que, en lo jurídico, defiende los Derechos de la Naturaleza como los ha incluido la Constitución de Ecuador en el 2008?

 

El pico de la población: amaos más y no os multipliquéis tanto

Quisiera volver sobre el tema demográfico. Ha habido un error de apreciación en los representantes de la izquierda, en India, en América Latina, que piensan que la idea de controlar el crecimiento demográfico es una conspiración neomalthusiana del Norte contra el Sur. Se menciona a menudo algunos programas de esterilización de las mujeres de los países pobres. Por supuesto, eso existió en los años 1970, 80 y 90, y en China el neomalthusianismo es todavía una política de Estado. Pero si revisamos la historia de la baja de la natalidad europea constatamos otro fenómeno. Hubo un neomalthusianismo popular y progresista que se manifiesta desde inicios del siglo XX en Francia con el movimiento de la grève des ventres (la huelga de vientres), un movimiento de inspiración anarquista y radical que suscitó la oposición escandalizada no sólo de la Iglesia católica sino también de los capitalistas –que querían más trabajadores– y del Estado, que quería más soldados para luchar contra los alemanes y en sus guerras coloniales. Uno de los líderes de este movimiento era Paul Robin, un pedagogo libertario, antiguo miembro de la Primera Internacional, que fundó en 1896 la Liga por la Regeneración Humana. Decía que se definía como neo-malthusiano porque Malthus pensaba que no había remedio para la catástrofe demográfica, mientras que él pensaba que el remedio lo tenía el proletariado, en particular si las mujeres fueran libres de decidir cuantos hijos quieren tener. Sólo así la natalidad bajaría, lo que sería bueno para las mujeres, bueno para los salarios y bueno para el medio ambiente.

Estos activistas hacían cálculos y estaban preocupados por el nivel de población que podría soportar el planeta. Estoy hablando de los años 1880 a 1920, del grupo en Barcelona alrededor de Ferrer i Guàrdia, de Luis Bulffi. Autores como Gabriel Giroud, Sébastien Faure. Entonces, existe una tradición neomalthusiana popular de sensibilidad feminista, libertaria y protoecologista. También hay otro ejemplo en el sur de India, con E. K. Ramaswamy, “Periyar”, un activista tamil anti sistema, contra las castas, ateo y anticlerical, que defendía la liberación de las mujeres. De hecho, en esta región la transición demográfica ya está muy avanzada, mientras que las tasas de fecundidad no bajaron tanto en el norte de India. He aquí una tradición radical que tiene un siglo de existencia y que no ha sido tomada en cuenta por la izquierda marxista, con el pretexto de que Marx había criticado a Malthus. El desinterés de la mayoría de la izquierda por la demografía es un grave error, dejando el campo libre a las políticas de control de la natalidad desde el Estado o el Banco Mundial. A menudo, las mismas feministas no conocen la existencia de estas ideas en su propia tradición. Entre el feminismo y el ecologismo hay una alianza necesaria también desde este punto de vista como lo señaló Françoise d’Eaubonne en 1974 en un libro que introdujo la idea de “eco-feminismo”.

Ha habido distintos tipos de malthusianismo. Malthus era muy reaccionario pero el neo-malthusianismo europeo y americano de 1900 era feminista, radical, proto-ecologista,

como muestran los estudios de Francis Ronsin en Francia y Eduard Masjuan en España. Veamos esas variedades de maltusianismo.

  • El malthusianismo de Malthus. La población tendrá un crecimiento exponencial a menos que sea frenado por la guerra y las pestes, o por la castidad y los matrimonios tardíos. Los alimentos crecen en menor proporción que el trabajo disponible debido a los rendimientos decrecientes en la agricultura. Por tanto, habrá crisis de subsistencias.
  • El neo-malthusianismo de 1900. Las poblaciones humanas pueden regular su propio crecimiento mediante la contracepción. Para eso es necesaria la libertad de las mujeres para elegir el número de hijos. Esa libertad es deseable en sí misma. La pobreza tiene por causa la desigualdad más que la sobrepoblación, pero hace falta una «procreación consciente» para impedir los salarios bajos y la presión sobre los recursos naturales. Este movimiento de base tuvo éxito en Europa y América (Estados Unidos, Argentina…) contra los estados (que querían más soldados) y contra las iglesias.
  • El neo-malthusianismo tras 1970. Es una doctrina y una práctica impulsada por organizaciones internacionales y algunos gobiernos, que ven el crecimiento demográfico como causa principal de la pobreza y de la degradación ambiental. Por tanto, los estados deben imponer los métodos contraceptivos incluso sin el previo consentimiento de las mujeres.
  • El anti-malthusianismo. Existe todavía entre algunos economistas. Suponen que el crecimiento de la población no amenaza el ambiente natural, y que lleva al crecimiento económico, y piensan incuso que el crecimiento es bueno para el ambiente porque los ricos son más ecologistas que los pobres y tiene más dinero para cuidar del ambiente.

Estando por llegar ya (“solamente” en 30 años?) al pico de la población mundial, la población se estabiliza o empieza a bajar en algunos lugares, por tanto la proporción de gente mayor obviamente aumenta. De ahí que se exhorte a las mujeres en algunos países europeos a producir más infantes que con el tiempo se convertirán en trabajadores que cotizarán para pagar las pensiones de tantos ancianos. Esto es bastante ridículo, como señala Serge Latouche en su libro La apuesta por el decrecimiento ya que los trabajadores con el curso del tiempo también serán ancianos pensionistas. La pirámide de la población (que todavía se enseña irresponsablemente en las escuelas como algo deseable) debe dibujarse a lo mucho como un rectángulo (aunque ciertamente con una pequeña pirámide encima).

En resumen, los ataques de Marx contra Malthus, los ataques de otros economistas contra Malthus, continuan siendo relevantes como también lo es, más aun, las doctrina del Neo-Malthusianismo feminista de 1880-1930 (Emma Goldman, Madaleine Pelletier, Nelly Roussel, Marie Huot, Margaret Sanger, Maria Lacerda de Moura…) que triunfaron.

El metabolismo social y el sistema financiero

En el Informe al Club de Roma de 1972, y en  la economía ecológica y la ecología industrial, se presta más atención a los temas físicos que a los financieros. Está bien que sea así. Pero eso empieza a ser corregido con los tratados de macroeconomía ecológica de Herman Daly y Joshua Farley (Ecological Economics: Principles and Applications), de Peter Victor (Managing without Growth), de Tim Jackson (Prosperity without Growth). En este punto hay que recordar, como hemos dicho otras veces, los diversos textos y libros de Frederick Soddy, especialmente Wealth, Virtual Wealth and Debt (Riqueza, Riqueza Virtual y Deuda) publicado en 1926.

Para simplificar. La economía tiene tres grandes pisos. Arriba está el ático y sobre-ático, una lujosa penthouse bien amueblada y con abrigadas alfombras, con salones de ruleta y baccarat, donde se anotan y negocian las deudas que durante un tiempo pueden crecer exponencialmente. De la azotea llena de antenas y con un helipuerto, de vez en cuando salta un banquero suicida. En medio, está un enorme piso con mucha gente atareada, que parece ser el principal ya que contiene la economía productiva donde se producen y consumen bienes y servicios, una mezcla de gran fábrica de automóviles y enseres doméstico y de ruidosos grandes almacenes en época de rebajas. Por abajo está el sótano con la sala de máquinas, la entrada y el depósito del carbón y la sucia habitación de las basuras. Ese sótano proporciona energía al edificio y también sirve de sumidero, la porquería se filtra al acuífero. No importa, dicen, eso se soluciona añadiendo otro departamento a la economía productiva del primer piso: el de depuración de agua.

Antes de la crisis del 2008-09 no solo las finanzas se habían desbocado tirando de la economía productiva en direcciones equivocadas, inútiles, imposibles (en España, más de un millón de viviendas endeudadas y sin comprador, e infraestructuras excesivas), sino que los sectores productivos se olvidaron de las máquinas del sótano hasta que el aumento brutal de precios de materias primeras y del petróleo en la primera mitad del 2008 les despertó de su sueño metafísico. Pero es que además incluso esos altos precios del petróleo no señalan lo bastante la escasez y costos de largo plazo. El cuarto de las basuras se va llenando también.

Soddy tenía el premio Nobel de Química y era catedrático en Oxford. Resulta fácil, escribió, que el sistema financiero haga crecer las deudas (tanto del sector privado como del sector público), y es fácil sostener que esa expansión del crédito equivale a la creación de riqueza verdadera. Sin embargo, en el sistema económico industrial, el crecimiento de la producción y del consumo implica a la vez el crecimiento de la extracción y destrucción final de los combustibles fósiles. Esa energía se disipa, no puede ser reciclada. En cambio, la riqueza verdadera sería la que viene de la energía del sol (que también se disipa, pero cuyo flujo durará muchísimo tiempo). La contabilidad económica es por tanto falsa porque confunde el agotamiento de recursos y el aumento de entropía con la creación de riqueza.

La obligación de pagar deudas a interés compuesto se podía cumplir apretando a los deudores durante un tiempo, como vemos ahora tan claramente. Otra manera de pagar deudas es mediante la inflación que disminuye el valor del dinero. Una tercera vía era el crecimiento económico que, no obstante, está falsamente medido porque se basa en recursos agotables infravalorados y en una contaminación sin costo económico. Esa era la doctrina de Soddy, ciertamente aplicable a la situación actual.

Al llegar la crisis económica en el 2008, el precio del petróleo cayó a partir de junio pero se ha recuperado en parte, por el pico de extracción, por la acción de la OPEP, y por la demanda en los países cuya economía crece. La bajada de la curva de Hubbert será terrible política y ambientalmente. Hay ya grandes conflictos desde hace años en el Delta del Níger y en la Amazonía de Ecuador y Perú contra compañías como la Shell, la Chevron, la Repsol, la Oxy. Ante la escasez de energía barata para impulsar el crecimiento, hay quien quiere recurrir masivamente a otras fuentes de energía como la nuclear y los agro-combustibles, pero eso aumentará los problemas ambientales, sociales y políticos. Por suerte, la energía eólica y fotovoltaica está aumentando, y muchísimo más deberá aumentar simplemente para compensar el descenso de la oferta de petróleo en las próximas décadas. El gas natural también crece y llegará a su pico de extracción en un tiempo que no sabemos cuál es aun, tal vez 40 años. Los depósitos de carbón mineral son muy grandes (la extracción de carbón ya creció siete veces en el siglo XX) pero el carbón produce localmente daños ambientales y sociales, y también es dañino globalmente por las emisiones de dióxido de carbono. Hay problemas en la sala de máquinas y en el depósito de las basuras.

Sin embargo, 40 años después de los avisos de 1970, todavía hay que pelearse para que los hechos conocidos se vean reflejados en la prensa. Así, hace solamente un par de años, me sentí obligado a escribir la siguiente carta a La Vanguardia (2/7/08):

Andy Robinson explica en La Vanguardia (1/ VII/ 2008) que en Madrid se han reunido al margen del Congreso Mundial de Petróleo «unos cientos de activistas defensores de la tesis del peak-oil», quienes prevén el colapso de la civilización. El peak-oil, es decir, el punto más alto en la extracción de petróleo en la curva de Hubbert, no es un tema de activistas; hace más de treinta años que lo explico en clase y cincuenta que está en la literatura científica. Las emisiones de dióxido de carbono bajarán algo por la escasez del petróleo (como en el 2008 ocurrirá en España) aunque, por otro lado, el alza del precio del petróleo y el gas puede llevar a aumentar la quema de carbón mineral – o agrocombustibles- lo que es peor para el cambio climático. Otro lado malo es que la bajada de la curva de Hubbert (con rendimientos energéticos cada vez menores) puede ser muy dolorosa, al extraer petróleo en lugares muy inadecuados como el delta del Níger o el refugio de Vida Silvestre de Alaska o el parque nacional Yasuní en la Amazonia de Ecuador (como hace Repsol). En cualquier caso, llegar – ¿casi?- al pico de Hubbert obliga a plantear alternativas económicas y sociales.

El negacionismo de muchos economistas respecto al pico de Hubbert y el cambio climático debe acabar ya. Vean que en los libros de texto de economía que leen nuestros estudiantes (Samuelson y otros) no aparece el pico de Hubbert ni el cambio climático, son textos metafísicos. Ningún activista ni persona sensata desea un colapso de la civilización. También nos oponemos por tanto a la proliferación civil-militar de la industria nuclear. Lo que proponemos es que la economía se ajuste a las realidades físicas (como ya escribían Nicholas Georgescu-Roegen, Herman Daly, Robert U. Ayres hace cuarenta años). Eso es lo que propone también el nuevo movimiento del decrecimiento sostenible, es decir, un decrecimiento económico (y demográfico) que sea socialmente sostenible. Ningún colapso, por favor, sino una retirada justa y ordenada en los países ricos, para dar algo de espacio a un desarrollo que sea sostenible ecológicamente en el Sur.

El PIB de los pobres

La contabilidad económica convencional está equivocada. Lo hemos visto desde el lado de los recursos que se agotan y de las contaminaciones que se producen. En el Congreso Mundial de Conservación de la Biodiversidad en Barcelona en octubre del 2008, se presentó la experiencia que Pavan Sukhdev, Pushpam Kumar y Haripriya Gundimeda adquirieron en la India con un proyecto de investigación que intentó dar un valor económico a los productos no comerciales de los bosques (como la leña y alimentos para los grupos tribales o campesinos y su ganado, la retención de agua y de suelo, las hierbas medicinales de uso local, la absorción de dióxido de carbono). Esta investigación sirvió después en el proyecto TEEB (siglas en inglés de “La Economía de los Ecosistemas y de la Biodiversidad”) apoyado por la DG de Medio Ambiente de la Comisión Europea y la UNEP, presentado en Nagoya en octubre del 2010 en la COP del Tratado de Biodiversidad.

Supongamos que una compañía minera, como Vedanta, Tata o Birla, contamina el agua en una aldea de la India en la minería de bauxita, de hierro o de carbón. Las familias no tienen otro remedio que abastecerse del agua de los arroyos o de los pozos. El salario rural es algo más de un euro al día, un litro de agua en envase de plástico cuesta 10 céntimos de euro. Si los pobres han de comprar agua, todo su salario se iría simplemente en agua para beber para ellos y sus familias. Asimismo, si no hay leña o estiércol seco como combustibles, al comprar butano, como preferirían, gastarían el salario semanal de una persona para adquirir un cilindro de 14 kgs. La contribución de la naturaleza a la subsistencia humana de los pobres no queda pues bien representada en términos monetarios. El asunto no es crematístico sino de subsistencia. Sin agua, leña y estiércol, y pastos para el ganado, la gente empobrecida simplemente se muere. Las mujeres son las primeras que protestan. Precisamente la problemática ecológica no se manifiesta en los precios, pues los precios no incorporan costos ecológicos ni tampoco los trabajos necesarios para la reproducción social (lo que las economistas feministas como Cristina Carrasco llaman los “trabajos cuidativos”).

En la contabilidad macroeconómica se puede introducir la valoración de las pérdidas de ecosistemas y de biodiversidad ya sea en cuentas satélites (en especie o en dinero) ya sea modificando el PIB para llegar a un PIB “verde”. Pero en cualquier caso, la valoración económica de las pérdidas tal vez sea baja en comparación con los beneficios económicos de un proyecto que destruya un ecosistema local o que destruya la biodiversidad. Lo mismo se aplica a nivel macroeconómico: un aumento del PIB ¿compensa el daño ambiental? Sukhdev y sus colaboradores se preguntaron qué grupos de personas sufrirían más las pérdidas. En la India y en todo el mundo los beneficiarios más directos de la biodiversidad de los bosques y de sus servicios ambientales son los pobres y los indígenas empobrecidos, y su pérdida afecta sobre todo a su ya menguado bienestar. De ahí la idea del “PIB de los pobres”, sobre todo de las mujeres pobres. En otras palabras, si el agua de un arroyo o del acuífero local es contaminada por la minería, los pobres no pueden comprar agua en botella de plástico, por tanto, cuando la gente pobre del campo y especialmente las mujeres, ven que su propia subsistencia está amenazada por un proyecto minero o una represa o una plantación forestal o una gran área industrial, a menudo protestan no porque sean ecologistas sino porque necesitan inmediatamente los servicios de la naturaleza para su propia vida. Ese es el “ecologismo de los pobres”.

 

La alianza entre los movimientos por la justicia ambiental en el Sur  y el decrecimiento en el Norte

Ese “ecologismo de los pobres” ya lo entendió en 1991 el ex dirigente campesino peruano y senador entonces, Hugo Blanco, quien publicó un texto donde decía, con su lenguaje robusto, lo siguiente:

A primera vista los ecologistas o conservacionistas son unos tipos un poco locos que luchan porque los ositos panda o las ballenas azules no desaparezcan. Por muy simpáticos que le parezcan a la gente común, ésta considera que hay cosas más importantes por las cuales preocuparse, por ejemplo, cómo conseguir el pan de cada día. Algunos no los toman como tan locos sino como vivos que con el cuento de velar por la supervivencia de algunas especies han formado «organizaciones no gubernamentales» para recibir jugosas cantidades de dólares del exterior (…) Pueden ser verdaderas hasta cierto punto esas opiniones, sin embargo en el Perú existen grandes masas populares que son ecologistas activas (por supuesto si a esa gente le digo «eres ecologista» pueden contestarme «ecologista será tu madre» o algo por el estilo). Veamos: No es acaso ecologista muy antiguo el pueblo de Bambamarca que más de una vez luchó valientemente contra la contaminación de sus aguas producida por una mina? No son acaso ecologistas los pueblos de Ilo y de otros valles que están siendo afectados por la Southern? No es ecologista el pueblo de Tambo Grande que en Piura se levanta como un solo puño y está dispuesto a morir para impedir la apertura de una mina en su pueblo, en su valle? También es ecologista la gente del Valle del Mantaro que ha visto morir las ovejitas, las chacras, el suelo, envenenados por los relaves de las minas y el humo de la fundición de La Oroya. Son completamente ecologistas las poblaciones que habitan la selva amazónica y que mueren defendiéndola contra sus depredadores. Es ecologista la población pobre de Lima que protesta por estar obligada a bañarse en las playas contaminadas.

Varios de estos conflictos enumerados por Hugo Blanco siguieron vigentes muchos años y algunos aun lo están: Tambogrande, Bambamarca, la Southern Peru Copper Corporation (que ahora es del Grupo México) en Islay, la contaminación de La Oroya. La gente no quiere sacrificar la naturaleza y su propia vida a las exportaciones baratas de minerales. Este es el ecologismo de los pobres, una idea nacida en la India donde se ha usado ampliamente. El CSE publica cada dos semanas la revista Down to Earth y en el número del 15 agosto del 2008, Sunita Narain daba ejemplos actuales de lo que ella denomina learning from the environmentalism of the poor to build our common future, aprender del ecologismo de los pobres para edificar nuestro futuro común.

En Sikkim, el gobierno ha cancelado once proyectos hidroeléctricos atendiendo a las protestas locales. En Arunachal Pradesh, las represas están siendo aprobadas a toda velocidad y la resistencia está creciendo. En Uttarakhand en el último mes, dos proyectos en el Ganges han sido detenidos y hay mucha preocupación con el resto de proyectos mientras en Himachal Pradesh, las represas despiertan tanta oposición que las elecciones han sido ganadas por candidatos que dicen que están en contra de ellas. Muchos otros proyectos, desde centrales termo-eléctricas a minas en zonas agrícolas, tropiezan con resistencia. La mina de hierro, la fábrica de acero y el puerto propuestos por el gigante sur-coreano Posco son discutidos, aunque el primer ministro ha asegurado que tendrán luz verde este mismo mes de agosto. La gente local no quiere oír eso, no quiere perder sus tierras y su subsistencia, no confía en las promesas de compensación. En Maharashtra, los cultivadores de mangos se levantan contra la central térmica de Ratnagiri. En cualquier rincón donde la industria intenta conseguir tierra y agua, la gente protesta hasta la muerte. Hay heridos, hay violencia, hay desesperación, y nos guste o no, hay miles de motines en la India de hoy. Tras visitar Kalinganagar, donde hubo muertos en protesta contra el proyecto de las industrias Tata, escribí que el tema no era la competitividad de la economía de la India ni tampoco el Naxalismo. Los que protestaban eran aldeanos pobres sin la capacidad de sobrevivir en el mundo moderno si perdían la tierra. Habían visto como sus vecinos eran desplazados, como no se cumplían las promesas de dinero o empleo. Sabían que eran pobres y que el desarrollo económico moderno les empobrecería más. También es así en Goa, que es más próspera pero donde he visto que pueblo tras pueblo resiste contra el poderoso lobby minero….

El profesor Víctor Toledo de la UNAM, mi amigo desde hace años, usó el concepto del ecologismo de los pobres para caracterizar episodios de lucha contra la deforestación en un artículo en Ecología Política en 2000. El artículo se remonta al 22 de octubre de 1992 cuando la prensa publicó una pequeña nota que pasó como agua de río:

“Esta madrugada fue asesinado Julián Vergara, líder campesino y presidente del comisariado ejidal de El Tianguis, por un desconocido que le disparó en el pecho con una escopeta. El hoy occiso era un ecologista que se oponía a la tala inmoderada de los bosques en el municipio de Acapulco”.

Hasta donde se sabe nadie dio seguimiento legal o periodístico a esta infamia y, como suele suceder en el país del desamparo y la injusticia, el recuerdo del sacrificio de Julián Vergara quedó sepultado bajo las pesadas losas del tiempo, de un tiempo desmemoriado y cruel.

¿Cúantos Julianes Vergara habrán sucumbido en su heroica defensa de los bosques, los manantiales, las lagunas y los ríos de México? Yo sueño (escribía Victor Toledo) con el día en que podamos reconstruir esas historias de ignominia y logremos rescatar del gélido silencio a los cientos, quizás miles, de héroes campesinos, tan anónimos como silvestres, que han arriesgado su vida (como lo hace una hormiga dentro de su colonia) para preservar el habitat y los recursos naturales de la nación y del mundo, es decir, de todos los seres humanos. Con ello advertiríamos que esa conciencia de solidaridad con la naturaleza, con el prójimo y con las generaciones del futuro, que con tanto afán buscan hoy en día los ecologistas de todo el mundo, se encuentra presente en el inconsciente colectivo y en las culturas de innumerables pueblos rurales, ésos que han sabido mantenerse a salvo de la contaminación más peligrosa: la de un mundo empeñado en privilegiar los valores del individualismo y de la competencia. Con ello descubriríamos también que entre los antiguos mártires campesinos de las luchas agrarias y los nuevos defensores rurales de la naturaleza no hay más diferencia que la que nos dan nuestros aparatos conceptuales de moda. Los «zapatas» de hace un siglo hoy son, para utilizar el término cada vez más difundido, los nuevos «ecologistas de los pobres».

El artículo de Víctor Toledo a continuación comparaba la ignorancia y el olvido de tantos héroes campesinos de la defensa del ambiente con los merecidos honores que recientemente se le habían dado a Rodolfo Montiel, al recibir el Premio Goldman por su oposición a la empresa Bois Cascade en Guerrero.

En mi opinión, para concluir, lo que hace falta para conseguir una economía mundial más sostenible y más solidaria es una alianza entre esos movimientos del ecologismo popular (y las organizaciones y redes de justicia ambiental que ellos forman) y el pequeño movimiento en algunos países ricos por el Decrecimiento económico que sea socialmente sostenible, y que requiere nuevas instituciones (por ejemplo, una renta básica o de ciudadanía en vez de quitar el subsidio a los desempleados).

Conocemos ahora ( C. Levallois, “Can De-Growth be Considered a Policy Option? A Historical Note on Nicholas Georgescu-Roegen and the Club of Rome”, Ecological Economics, 69 (11), 2010), que el co-fundador de la economía ecológica Nicholas Georgescu-Roegen intercambió correspondencia con los Meadows dándoles apoyo tras la publicación del Informe al Club de Roma, advirtiéndoles que los economistas estarían unánimemente en su contra (excepto él y unos pocos). Los Meadows le agradecieron su buena disposición. Georgescu se hizo socio del Club de Roma pero el Club de Roma no estaba por el decrecimiento ni por el estado estacionario  – lean la interesante biografía de Alexander King, Let the cat turn around. Por tanto, Georgescu se dio de baja o dejó de pagar la cuota del Club de Roma. Ya entonces se habló pues del decrecimiento y en 1979 Georgescu publicó en francés una selección de artículos traducidos por Jacques Grinevald e Ivo Rens con el título Démain la Décroissance. Llegó el momento de decir aujourd’hui la décroissance, un pequeño decrecimiento (bajemos el uso de energía a 100 GJ por persona y año) en alianza con los movimientos del Sur que protestan contra el cambio climático, que reclaman la deuda ecológica acumulada pero no quieren que ésta aumente más todavía, que no desean continuar exportando materias primas baratas que implican costos socio-ecológicos que no están calculados, que prefieren el Buen Vivir al desarrollo uniformizador, que no confunden la verdadera oikonomia con la crematística.

 

Publicado en: http://www.ecopolitica.org/index.php?option=com_content&view=article&id=119%3Ahacia-una-economia-sostenible-dilemas-del-ecologismo-actual&catid=23%3Aeconom&Itemid=69

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