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La intervención en Libia

paolo de Arcais

 

Paolo D’Arcais.

Bengasi asediada y llena de angustia ha explotado de alegría tras la resolución de la ONU. Sería absurdo que la opinión pública democrática condenara ahora las intervenciones aéreas que en la martirizada población suenan como desesperada esperanza. El pacifismo “de principio” es taxativo: nunca ningún avión, nunca una bomba, jamás el envío de un soldado. El pacifismo “de principio” tiene su nobleza. Pero quien lo sostiene habría condenado a los voluntarios de las Brigadas Internacionales que acudieron a España para defender la República contra “los cuatro generales”. El pacifismo “de principio” no condena simplemente todo proyecto (casi siempre insensato y casi siempre hipócrita y lleno de doblez) de “exportar la democracia”, se priva también de la posibilidad de apoyar la democracia ya existente allá donde está amenazada o de sostener una revuelta que intente instaurarla.

El pacifismo “de principio” no se presta a discusiones precisamente por su carácter absoluto: o lo tomas o lo dejas. Me inclino a “dejarlo” porque nunca he creído –y no creo— que la paz sea un valor absoluto a costa de la libertad. No es casual que el tácito “hicieron un desierto y lo llamaron paz” fue –antes del 68– el slogan de una manifestación en solidaridad con Vietnam, organizada de manera autónoma con respecto al Partido Comunista Italiano.

Tanto si se es reformista o revolucionario, un demócrata debe tomar posición sobre hipótesis de intervenciones armadas sin apriorismos universales, analizando los valores e intereses que están en juego, asumiendo su relativa responsabilidad.

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Por eso, en Libia de monstruosa ferocidad, contra la que se ha sublevado una gran parte de la población, en el clima de revuelta que desde hace un par de meses están abriendo perspectivas de democracia, insospechadas en todo el norte de África. Son revueltas con una fortísima componente juvenil culta, laica todavía no influenciada por las influencias religiosas o por el poder organizado de los militares, y que por primera vez consienten en hablar de esperanzas democráticas en sentido propio. La salida de este choque con Libia tendrá una poderosa influencia sobre todo ello. En la revuelta libia el peso de los sectores que se han alejado de Gaddafi es, ahora, muy importante, y es indudable el carácter popular de la insurrección. Gaddafi lo ha aplastado con la lógica de la masacre, con ella está conquistando el país.

Los gobiernos occidentes tienen culpas tremendas, por decenios y decenios, de las sanguinarias dictaduras que los pueblos tunecino, egipcio y libio han tenido que soportar: unas culpas que nunca debemos olvidar. Con estas dictaduras han traficado, más allá de la “razón de Estado”, y de aprovisionamiento energético. Además de traficar han cubierto y “santificado” la cotidianeidad de la tortura y violencia de la opresión dictatorial. Pero nunca hicieron nada para defender, sostener y nutrir las fuerzas de una oposición laica y reformadora, occidental (en el mejor sentido del término) que existían y no sólo embrionariamente.

Por último, en Libia habría bastado reconocer, con rapidez, como gobierno legítimo la parte de la coordinación de la revuelta de Bengasi más laica y no comprometida con el viejo régimen. Habría bastado con bombardear la base aérea desde donde Gaddafi garantizaba el control del cielo, gracias al cual ha podido desencadenar su revancha de sangre. En suma, se habría podido ayudar a las fuerzas abandonadas y postergadas desde hace decenios nada más empezar el heroísmo de la revuelta. Se ha postergado porque los motivos del sí o del no occidental son el dinero y el poder, no la libertad y la democracia.

Ahora parece que los aviones franceses e ingleses, bombardeando las bases de Gaddafi devolverán en Libia la esperanza de la liberación. Un “vade retro” de las fuerzas democráticas serían campanas de muerto (y no metafóricamente) para los amotinados contra el Rais.

Conforme más se empeñen los demócratas europeos a estrechar relaciones con las fuerzas laicas y reformadoras del África mediterránea, poniendo fin a un culpable y engreído desinterés para que, tras la caída de Mubarak, Ben Alí y Gaddafi no sigan otras dictaduras: a éstas el establishment de Occidente no tardaría en brindar por ellas.

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