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El fracaso político de la Unión Europea ante la crisis global. Planteamiento del problema. (2)

Rafa Rodríguez

La Unión Europea (UE) ha pasado de ser nuestra gran esperanza (la de convertirse en una unión que permita una mayor autonomía a los ciudadanos y ciudadanas de Europa frente a los poderes económicos que (des) gobiernan la globalización) a convertirse en una losa que nos impide optar por alternativas propias y viables para salir de la crisis.

A pesar de las innumerables cumbres y acuerdos la sensación generalizada es que no se abordan las grandes cuestiones, que no hay un proyecto político global y que persiste la atonía general después de 5 años en los que todos los indicadores han caído estrepitosamente. Incluso las iniciativas más importantes que se han tomado vienen de organismos “técnicos” como el BCE (Banco Central Europeo) y no de los órganos políticos de la Unión. Estamos convencidos de que, ante esta crisis sistémica, es necesario adoptar decisiones que impliquen cambios radicales y que el inmovilismo es la peor de todas las opciones. Por eso es más importante que nunca tener un proyecto político global.

Lo más llamativo es que, al comienzo de la crisis, la Unión Europea aparecía como el espacio político y económico mejor situado para hacerle frente, en especial, la zona euro. En efecto, una de las consecuencias internacionales más profundas de la crisis ha sido la división del mundo entre estados “desarrollados” deudores (encabezados por EE.UU.) y estados emergentes acreedores (los BRICS). Sin embargo, la Unión Europea es un espacio político con una balanza de pagos (BP) equilibrada (no es ni deudora ni acreedora en sus intercambios con el exterior), apenas tiene deuda pública, agrupa estados democráticos muy sólidos y tiene una estructura social que presenta las menores desigualdades del planeta. ¿Cuáles han sido, entonces, la causa de este fracaso?

El desencadenante ha ido la falta de instituciones democráticas que impide el funcionamiento normal del euro como moneda internacional, sobre todo en un contexto de crisis financiera y monetaria. Al mismo tiempo, la existencia del euro, al sustituir las monedas propias de los estados, ha impedido que estos puedan adoptar decisiones monetarias para ajustar su realidad económica a las consecuencias de la crisis mediante, en su caso, la necesaria depreciación de su divisa.

La creación del euro ha dividido en la práctica a la Unión Europea en dos partes: los estados de la zona euro y los que no pertenecen a ella. Hay dos Uniones Europeas, la de los 17 estados que comparten la moneda común europea y la de los 27 (17 + 10) que no comparten moneda. Las instituciones europeas actuales existen sólo para los 27 y ni siquiera son democráticas ya que son “una especie en transición” que debe ir evolucionando hacia su normalización democrática a medida que se profundiza en la unión. El fracaso del proceso constitucional y la ruptura fáctica que la adopción del euro ha producido en la UE ha parado la evolución de las mismas.

Los 17 estados que forman la zona euro son un conglomerado dentro de la UE sin instituciones formales propias pero que se ven obligados a ejercer como si se tratase de un verdadero estado porque tienen la competencia soberana por excelencia: la creación y el control de los flujos de una moneda y además no de una cualquiera sino la que va unida a la ciudadanía de 330 millones de europeos, sirve de referencia a 150 millones de ciudadanos más y es la segunda moneda del mundo como moneda reserva internacional.

Así nos encontramos por una parte, una UE cuya democratización se ha frenado y una zona euro sin instituciones políticas y que por lo tanto no puede asumir las competencias monetarias y fiscales que le permitan ejercer una política económica coherente.

Antes de la crisis, los efectos desestructurantes de esta falta de control institucional sobre el euro ya existían lo que ocurre es que sus consecuencias eran muy distintas de las actuales aunque pusieron las bases para lo que luego ha ocurrido. Ante la seguridad que proporcionaba compartir moneda llegó una ilimitada oferta de crédito a bajo interés para las economías de los estados europeos con una débil base industrial (sobre todo los estados del sur) desde los estados muy industrializados como Alemania. Este crédito (que parecía infinito) se utilizó para el consumo (alentado como arma política) y para financiar sectores de rápido beneficio como el sector inmobiliario, sin las “demoras” que hubiese necesitado construir un sistema productivo adaptado los requerimientos tecnológicos y ambientales del siglo XXI. Al contrario consumían territorio, deterioraban el sistema productivo en sentido amplio (incentivaban el fracaso escolar por ejemplo) y convertían a la vivienda en un activo financiero (frente a su valor tradicional como bien de uso).

Con la crisis, el crédito se frenó bruscamente y ha dejado al descubierto una zona euro escindida, a su vez, en dos zonas: la de los estados con economías acreedoras y la de los estados con economías deudoras y desestructuradas que tienen una inmensa deuda privada que ha contagiado también al sector público generando una enorme deuda pública, un sistema de intermediación del crédito (bancos) lleno de activos “malos” (inmuebles y terrenos desvalorizados y créditos impagables) y una economía poco cualificada cuya crisis ha provocado un paro inmenso.

En este contexto, “los mercados financieros” vinculados al sistema dólar han lanzado una guerra total contra el euro retirándose de los mercados de deuda pública (y privada) de los estados deudores y provocando una subida especulativa de los tipos de interés de la deuda de estos estados que anula cualquier esfuerzo fiscal por parte de estos. Al mismo tiempo, la política de austeridad fiscal (aumento de impuestos y recorte de gastos) está siendo impulsada por parte de Alemania (cuyos electores ven en la “mano dura” la forma de defender sus intereses como acreedores frente a los deudores del sur) y por las derechas que gobiernan en estos estados (que sustituyeron a los socialdemócratas después de sus estrepitosos fracasos en la gestión de la crisis) que defienden la “austeridad” como una inercia ideológica. Así, la confluencia de “los mercados financieros”, de los estados acreedores y de la derecha nos está conduciendo a una espiral de destrucción social, económica y política de consecuencias incalculables.

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