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Democracia y ámbitos territoriales.(I. La crisis política del modelo desarrollista)

participacion-ciudadanaLa crisis que padecemos es en primer lugar una crisis de naturaleza política porque ha demostrado su ineficiencia para evitarla, predecirla o superarla. La falta de funcionalidad del actual modelo ha sido un requisito imprescindible para el despliegue de la crisis económica que, en estos momentos, parece anclada en una fase de turbulencias al encontrarse la economía atenazada entre el estancamiento de la demanda o la subida de los precios de los productos no renovables, en particular del petróleo, y el agravamiento de las consecuencias económicas del cambio climático, una vez que la acción conjunta del aporte del dinero público y el drástico ajuste del valor de los activos financieros e inmobiliarios (efecto pobreza) han compensado en parte la creación ficticia de dinero financiero (por parte de los circuitos privados del sistema bancario y financiero globalizado).

 

Por eso parece clave centrar nuestra atención en reflexionar sobre el modelo de democracia que necesitamos para alcanzar una salida estable y sostenible de la crisis ya que la ausencia de perspectiva para una solución nítida y rápida puede activar la tensión entre opciones autoritarias, vía vaciar aún más de contenido el actual modelo, como empieza a vislumbrase en Italia o en determinados Estados del Este de Europa, u opciones democráticas en las que las personas y los Pueblos puedan ocupar una posición real de centralidad. Hay que tener en cuenta que las previsibles restricciones al consumo pueden sacar a la superficie las profundas desigualdades existentes y sólo mediante un modelo de democracia “fuerte” que “obligue” a una mayor igualdad en la distribución de la riqueza será posible asumir civilizadamente un cambio en los marcos de deseabilidad social, sustituyendo determinados niveles de consumo de mercancías por el disfrute de bienes de carácter inmaterial.

 

Durante los últimos cuarenta años se ha ido perfilando en Europa occidental un modelo de democracia, en consonancia con el modelo económico desarrollista, en el que contrasta su alto grado de formalización con su bajo contenido real. La ilusión generada sobre el crecimiento ilimitado y los marcos inducidos de felicidad consumistas e individualistas han provocado que los gobiernos elegidos se hayan, en la práctica, desentendido de la dirección de la economía, incluso dotando de estatuto independiente a las instituciones económicas más relevantes como los bancos centrales, que se han convertido en una especie de organismos ademocráticos, al margen de la división de poderes. La actividad de los gobiernos se ha centrado en políticas a muy corto plazo y en la teatralización de los enfrentamientos entre equipos gestores rivales, fundamentalmente entre liberales conservadores y socialdemócratas, que constituyen el mínimo imprescindible para turnarse en la gestión de un sistema que aparecía ante el “sentido común” como el único posible. Los gobiernos, después de la crisis de comienzo de los ochenta, tenían presupuestos saneados y su acción se ha centrado en la política presupuestaria, sobre todo en la gestión del gasto: gobernar era gastar y no liderar porque todo parecía controlado.

 

Por su parte, el electorado ha acudido fielmente a las citas electorales, con participaciones elevadas y crecientes en las grandes elecciones, movilizado puntualmente por mecanismos de márketing muy sofisticados que provocan una alta tensión mediante la creación de un clima superficial de polarización social, que se alimentaba con más o menos intensidad a lo largo de las legislaturas con polémicas de gran contenido simbólico. Al mismo tiempo, se ha ido despolitizando y descohesionando de tal forma que se ha desinteresado por la política activa hasta el punto de perder los elementos de comprensión imprescindible para participar en asuntos que implican cualquier grado de complejidad. La cultura política, como cultura ciudadana, se ha deteriorado por completo. Los electores se han volcado en sus vidas privadas y se han desentendido de la política delegando “estas tareas complejas y sobre todo aburridas” en los equipos gestores de gobierno a los que mantenían o retiraban su confianza cada cuatro años en función de campañas electorales basadas en el mensaje implícito de que era posible el milagro de vivir por encima de nuestras posibilidades reales, tanto individuales, mediante el crédito, como colectivas, al ignorar los límites biofísicos y culturales. En el fondo, todas las ofertas electorales venían ha ofrecer lo mismo: menos impuesto y más consumo.

 

Los líderes de la economía capitalista globalizada habían adquirido un margen de libertad casi absoluta: dominan el espacio global mientras que los poderes públicos están restringido a las fronteras estatales; incluso dentro de éstas gozan de una amplísima autonomía frente a gobiernos desentendidos de la economía; los valores individualistas y consumistas que fabrican has destruido, en gran parte, los mecanismos de cohesión social e identificación colectiva y esquilman la riqueza biofísica común sin pagar ningún precio, creando “un imaginario sin imaginación”. La ilusión de un mundo infinito.

 

Las consecuencias de este modelo, tremendamente cómodo para los hacedores de un sistema que necesita poner a todos los ciudadanos al servicio del productivismo y del consumismo en una espiral sin fin, están siendo nefastas, sobre todo en España, y en particular en Andalucía, cuyo modelo de democracia se ha forjado precisamente en el período hegemónico del desarrollismo, en el contexto de un fuerte desencanto por la acción política después de la gran politización que generó el tardo franquismo y la transición.

 

En Andalucía empezamos a ver la dura realidad después de años de espejismos medidos en términos de crecimiento del PIB. La democracia, la autonomía y el ingreso en la Unión Europea no han servido para sacarnos de la dependencia, entre otros factores porque los recursos públicos necesarios para la reforma que requería nuestra economía escasamente cualificada pero altamente impactante, especulativa y consumista, se han dedicado, conforme a las pautas del modelo, a actuaciones de cara a la galería, con efectos visibles a corto plazo y para satisfacer a determinados poderes fácticos. Con una tasa de paro superior al 25% de la población activa parece evidente que el gran crecimiento de los últimos treinta años escondía una realidad efímera.

 

Además, el sistema político español ni siquiera ha reaccionado, con excepción de las actuaciones en materia de gasto que ha decidido el Consejo de Ministros. En particular, el sistema político andaluz, reducido en la práctica a un régimen bipartidista, está ausente frente a la crisis, pudiendo ser, sin embargo, un actor imprescindible para afrontarla. El Gobierno continua en la política (o ausencia de ella) de evitar realizar las reformas estructurales necesarias para no generar conflictos, practicando una política de subvenciones con efectos muy superficiales y emitiendo un doble discurso: nominalmente un discurso de izquierda, de logros y de sostenibilidad, frente a una práctica hiperliberal y desarrollista. Por otro, la oposición, que sigue representando la derecha tradicional, centralista, desarrollista y defensora de los privilegios de unos pocos, no aporta ninguna perspectiva de cambio, sino en todo caso de retroceso.

 

Los ciudadanos están paralizados ante el panorama político actual: frente a una crisis que está arrasando sus empleo y sus ahorros, los partidos siguen escenificando sus enfrentamientos tradicionales, envueltos en escándalos de corrupción y espionaje, aparcando no ya las alternativas de cambio frente a la crisis sino incluso las reformas institucionales básicas como la renovación del Tribunal Constitucional, precisamente cuando están pendientes sentencias tan importantes como las que tienen que resolver los recursos de inconstitucionalidad sobre las normas estatutarias andaluza y catalana. Sin embargo, a pesar de la fuerte pérdida de poder adquisitivo que han experimentado de forma súbita las clases medias y populares apenas si ha habido reacción política o social alguna, aferrados a la fe en que esta situación de crisis va a ser coyuntural, como siempre ha ocurrido, y que pronto volveremos a los niveles de riqueza y consumo anteriores, aunque, paradójicamente ha caído en picado la confianza en las instituciones políticas, sobre todo en los partidos.

 

Para construir un nuevo modelo de democracia alternativo al modelo de democracia generado por el productivismo es importante interrogarnos por aspectos que han pasado en parte desapercibidos como por ejemplo la relación entre los marcos de felicidad colectivo o los propios ámbitos territoriales de la participación política. Precisamente en los siguientes artículos pretendemos centrarnos en esta última cuestión.

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