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Elogio del disidente

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Soledad Gallego-díaz.El País. 11809/2011.Hace pocas semanas, el secretario general de la ONU hizo un llamamiento, que pasó desapercibido, como casi todas las actividades del invisible Ban Ki-moon, urgiendo a los «académicos de todo el mundo» a que dirijan su atención y sus investigaciones a los grandes problemas globales que aquejan a nuestras sociedades. «Compartir ideas y resultados de investigaciones puede ayudar a mejorar la situación», aseguró, dirigiéndose a una asociación internacional de universidades.

Es posible, sin embargo, que lo que nuestras sociedades necesiten con más urgencia sea algo distinto: intelectuales dispuestos a discrepar de la «academia», especialmente en el campo de la economía y de las ciencias sociales. Economistas menos asustados por la posibilidad de ser expulsados de la «norma» y más capaces de defender análisis discrepantes, lo que antes se llamaban «disidentes», una hermosa definición para intelectuales, que, por lo que se ve, solo se podía aplicar a quienes disentían, desde dentro de la Unión Soviética, del comunismo, pero que son absolutamente inexistentes en el campo del capitalismo.

Disentir, es decir, separarse de la comunidad de la que uno es miembro porque no se comparte su creencia o su doctrina, totalmente o en parte, es algo difícil que requiere coraje, pero, sobre todo, es algo extremadamente valioso cuando las sociedades atraviesan crisis con altísimos costes humanos. Son los disidentes los que ayudan a cambiar los enfoques de los problemas, los que analizan y experimentan nuevos caminos, y los que finalmente, aunque solo sea en algunas ocasiones, consiguen deshacer el engrudo académico que tiene paralizados a sus colegas.

El pensamiento ortodoxo parece tener atenazados a los académicos, a los intelectuales de buena parte del mundo occidental, aunque, afortunadamente, parece que en algunos puntos empiezan a intentar sacudirse ese cemento armado. El departamento de ciencias políticas del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), en colaboración con la Boston Review, mantiene un ciclo llamado Las ideas importan, para el que ha pedido a uno de esos pocos disidentes vivos, Noam Chomsky, que les refresque, con su habitual virulencia, la idea de cuál debe ser el papel de un intelectual en épocas de crisis (www.bostonreview.net/BR36.5/noam_chomsky_responsibility_of_intellectuals_redux.php).

Poco a poco, en muchos medios y en muchos países se abren algo puertas y ventanas, y se empieza a sacudir a los académicos para que despierten de su cómodo apalancamiento, y a escuchar a los nuevos y viejos disidentes, por si hay algo que atender de su mensaje o algo que aprender.

El filósofo británico John Gray, al que la estupenda BBC le deja todavía, de vez en cuando, impartir sugerentes y polémicas conferencias radiadas, animaba el otro día a sus colegas a despabilar. Estemos atentos, venía a decir, no vaya a ser que Marx estuviera completamente equivocado respecto al comunismo (funesto para quienes lo padecieron), pero que fuera mucho más perceptivo respecto al capitalismo y a su evolución. Quizá tuviera razón cuando pensó que, sin correcciones, llegaría un momento en el que el sistema que hizo a las clases medias más extensas y ricas de lo que nunca hubieran podido pensar terminaría por sumirlas, a ellas y a su agradable modo de vida, en una época de precariedad e incertidumbre. Y si así fuera, mejor que empiecen a surgir disidentes y discursos fuera de esa academia, aparentemente incapaz de reaccionar ante la realidad.

En España estamos ya en medio de una campaña electoral, aunque, por el momento, da la impresión de que no interesa ni lo más mínimo a los ciudadanos. Cualquiera que tenga un oído atento notará que, por primera vez en muchos años, lo que muchos quieren oír son ideas. Las ideas, lo dice el MIT y los muchachos y muchachas del 15-M, importan hoy como nunca. Sobre todo, las de los disidentes.

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