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IRENE MONTERO Y EL PERRO MARCHOSO

Laura Frost

Wag the dog es una expresión anglosajona que viene a decir, menea al perro para que no se vea que mueve el rabo. Aquí usamos la de la cortina de humo, lo mismo me da, pero la primera me resulta más molona. A lo largo de estos días he leído y escuchado numerosos comentarios sobre la intervención de Hernando en las Cortes el día de la moción de censura presentada por Unidos-Podemos, y principalmente, en relación al comentario que realizó sobre la relación afectivo-sexual existente entre Irene Montero y Pablo Iglesias. Dicen que son pareja, ¿no? Vamos, que ni lo sé, ni me importa, demasiado tengo yo en mis días como para estar atenta sobre quién se enamora o se relaciona con quién. Me cuesta entender hasta con quién me relaciono yo. Aun así, de todos esos comentarios e interpretaciones el que más me ha llamado la atención ha sido el de la cortina de humo. Que si Hernando lo tiene como estrategia infalible, siempre hace uso de desviaciones de ese tipo para que no nos centremos en lo importante: la corrupción. ¡Hombre, con la iglesia hemos topado!, que hubiera dicho mi padre, cuando se comunicaba medio qué.

No voy a ser yo la que diga que el enorme rosario de imputaciones en temas de corrupción que llevamos acumulados en este país no sea un tema trascendente, y de lo más importante, sobre todo, porque afecta en la vida diaria de la ciudadanía de a pie, donde me incluyo. Ni la evasión de impuestos, o esa especie de amnistía que todavía no entiendo, o los presupuesto generales sin perspectiva de género, o las puertas giratorias, o el bipartidismo anquilosado, o la corrupción de las instituciones públicas y también los cortijos, aquí en Andalucía sabemos tela de cortijos. Claro que no, hombre, eso es importante.

Pero hasta el extremo de argumentar que el comentario de Hernando es una agitación perrunil profundamente estudiada, creo que no. A mí me parece que obedece más a una normalización de las actitudes machistas que subvierten esta sociedad. No me lo imagino haciendo ese comentario sobre Ana Botella y José María Aznar, y fíjate que esos dos me importan un comino, pero no lo imagino. Claro que no, es que no se hace.

El uso que ha hecho este señor de un ataque vil y rastrero hacia una persona, que nos puede gustar más o menos en su capacidad de oratoria y en las zonas comunes que esgrime en sus discursos, o en la ideología que representa —personalmente me siento más cercana a ella que a otras tantas mujeres institucionalizadas y masculinizadas en el eje de la oligarquía política—, es puro heteropatriarcado en su forma más rastrera.

Sin embargo, esa colonización es de lo más común en nuestras vidas cotidianas, y en este fractal espacio-temporal en el que vivimos, lo podemos aplicar a cualquier ámbito. Ay ahí se queda, dicho está y hasta hay quien se ríe del asunto, hasta habrá quién lo considere un “zasca”.

Pero no, a mí no me parece nada de eso. Me parece una sintomatología clara de nuestra lógica social, cultural, política y económica. Un político en un discurso en plena moción de censura se puede permitir el lujo de intentar castigar la línea de flotación de una diputada, hasta de una coalición entera, haciendo uso de sus inclinaciones sexuales o de su vida afectivo-sexual, solo por hecho de ser mujer. Así de simple y de triste, al mismo tiempo. Y mira que yo soy de simplificar las cosas.

Francamente, me importa un soberano pimiento la vida sexual de la gente, pero, por el contrario, me importa muchísimo, el uso que se hace de eso cuando se trata de las mujeres y como es usado como agravante, mientras que en el caso de los hombres atenúa cualquier circunstancia. El comportamiento afectivo-sexual del hombre se entiende y se comprende, es una “fuga” en el mejor de los casos. Para nosotras, actúa como a una rémora y como un elemento de juicio que pone en entredicho nuestras habilidades en casi cualquier esfera.

Por favor, que no me vengan a decir que este señor es gilipollas, que tampoco soy yo de funcionar con ese tipo de descalificaciones, sobre todo porque no me conducen a nada, y nada transforman. Analicemos este asunto con detalle y mejor que nos hagamos unas cuantas de preguntas.

La sobreexposición en política es clara, pero cuando se trata de mujeres en mucho más. ¿Por qué? Ahí tenemos una pregunta. Hasta cuándo vamos a tener que estar defendiendo nuestra valía, nuestra capacidad de proyectarnos, de tener un discurso propio e integrado y de fortalecer ideas colectivas. ¿Acaso seguimos poniendo el foco en el ámbito de lo privado, es ahí donde residen nuestras auténticas potencialidades? Esto cansa, de verdad, cansa mogollón.

Así a bote pronto, cuando una lo escucha, le entran ganas de decir: “Métete tus comentarios sardónicos por donde te quepa, Hernando, mi alma toda (léase mi arma toa, que es lo que toca aquí en el sur)”. Pero eso solo es al principio, luego, al reposar la idea y la conducta se destapa el tsunami de reflexiones, o por lo menos a mí me ocurre. Y sobre todo porque lo llevo a mi terreno, a mis días, a la realidad que vivo, escucho, siento a diario. Este consentimiento heteropatriarcal de conductas y vicios es como una especie de neblina que lo inunda todo. No permite una redefinición de los roles, y mucho menos entrar en análisis profundos de la conducta y los privilegios, actúa como un mazo de madera sobre la institucionalización social de lo correcto y ese beneplácito que se otorga es casi una sentencia de muerte.

Muchos se habrán reído de ese “zasca”, hasta les habrá parecido ingenioso y sutil. A mí me parece una rueda de molino que nos aplasta desde la sutiliza más imperiosa para acabar con el poco oxígeno que nos queda. ¿No nos damos cuenta todavía de la infravaloración que soportamos? Fijaros, si una mujer tontea, liga o flirtea con un hombre aun siendo correspondida, siempre habrá quien diga: “Oye, ¿no te diste cuenta que fulanita te ronda?” Claro, porque fulanita de copas es muy de rondar por el hecho de ser mujer, y citanito de cual es su víctima, que para eso es medio tonto o un hombre hecho y derecho. Me van a disculpar, pero me parece un abuso en toda regla en este imaginario colectivo donde llevamos todas las de perder. O somos madres o somos unas díscolas, ¿no? A eso se reduce todo. Vaya a ser que se nos tenga en cuenta, que se nos respete, que se nos enjuicie en igualdad de condiciones (si lo de enjuiciar cabe, que lo dudo).

Hasta el moño estoy de Hernandos de la vida, que se sepa, que pueden ser tu vecino, un compañero de trabajo, un bancario del Banco de Santander o hasta un psicólogo.

Que nuestra vida sexual nos pertenece, que se sepa de una vez, y no es motivo ni de burla, ni de escarnio, ni mucho menos, de devastación de nuestra persona. Que el patriarcado os ha funcionado mucho tiempo queridos, y sobre todo aliado con el gran capital, menudos dos. Pero ya va siendo hora de que rompamos estas cadenas de cristal y os mostremos un poquito de qué va la cosa. Miedo, de eso se trata, acojonados es lo que estáis por lo que se viene encima. Pues esto es lo que hay, Hernando o lo que quiera que seas.

La mejor defensa siempre fue un buen ataque, dicen por ahí. Nosotras no vamos a atacar a nadie, que no está en nuestra naturaleza, ni en el proyecto feminista. Pero vamos a seguir peleando por aquellos lugares que nos fueron usurpados, por las vidas que nos arrebata este modelo y su lógica sanguinaria. Y llegará un día, que tú y los que son como tú no vais a saber ni por donde os vienen las bofetadas (en realidad me sale decir: hostias. Es que es más rústico).

Suerte que tiene el Iglesias de tener una Montero en su vida. Y que le dure, a lo mejor, aprende algo el buen hombre.

 

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