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María, Mario y Adelaida: tres paisajes laborales de verano en un país en vías de subdesarrollo

@RaulSolisEU | María tiene 32 años, estudió Magisterio, luego hizo un máster y se preparó unas oposiciones que tuvo que dejar a medias porque su madre, que limpia casas por cuatro perras, no la podía mantener para que se sacara su plaza de funcionaria en la escuela pública. Sin su plaza y para no seguir agobiando a la exigua economía de su madre, se echó a la calle a echar curriculums como loca. Hubiera deseado ser llamada de una academia de esas de mala muerte en las que pagan a cinco euros la hora por dar clases particulares a estudiantes que suspenden. No hubo suerte.

Para desgracia de María, el único sitio del que la llamaron, de las más de 150 empresas donde envío su enumeración de méritos académicos, fue de unos multicines del extrarradio de Sevilla capital. Después de varios años, aún sigue en los cines vendiendo entradas en la taquilla y aguantando a los papás y mamás petardos que la usan los sábados y domingos por la tarde como pared de frontón de la ansiedad y rabia que a éstos y éstas les causa no poder disfrutar de sus hijos en toda la semana y de tener vidas comidas por un estrés crónico provocado, a su vez, por una condiciones laborales y salarios de subsistencia.

Tras siete años de trabajo, María se quedó hace tres meses embarazada del que podría haber sido su primer y deseado hijo. Podría porque el estrés que sufre por no parar de hacer cuentas, sortear los cambios de horarios de los que se entera horas antes de tener que ir a trabajar, pensar cómo hará frente este mes al pago del alquiler y aguantar a los clientes sin perder la sonrisa, le ha provocado un aborto en las diez semanas de gestación.

Como a todas las mujeres que sufren abortos involuntarios, le han tenido que hacer una intervención para limpiarle su sistema reproductor de las sustancias que se fabrican en el interior de una mujer cuando su organismo se prepara para gestar y partir a una criatura. María, entre unas cosas y otras y hasta que ha ‘quedado limpia’ completamente, se ha tirado una semana de baja. Mejor dicho, ha estado una semana sin trabajar. Y sin cobrar, porque, en su contrato de empresa de trabajo temporal, día que no trabaja, día que no cobra. Está contratada por horas y ni siquiera todos los meses gana lo mismo. Este mes, María, además de sufrir la desilusión y el disgusto por el aborto del bebé que tanto ha deseado y que esperaba junto a su novio, tendrá también que ver cómo a último de mes cobrará menos porque vive en un país donde la seguridad social ya sólo protege al empresario.

Mario trabaja de repartidor de pizzas en Barcelona capital, ciudad en la que he estado unos días hospedado en un hotel por motivos de trabajo. Cuando llegó a mi habitación con la pizza en la mano, Mario me dijo que mis dos euros de propina irían destinados a pagar la gasolina de la moto con la que reparte las pizzas a domicilio. ¿Y eso cómo va a ser?, le pregunté yo muy extrañado. “Sí. Ahora los repartidores tenemos que pagar la gasolina de la moto de reparto. La empresa me paga 375 euros al mes, por media jornada, y yo me tengo que buscar la vida”, me dijo en un diálogo breve, aguantando la pizza y la bebida en la puerta de la habitación y haciendo malabares para que no se le cayera el casco y la cara de pena que puso al relatarme sus duras condiciones laborales, que hablan de un país en vías de subdesarrollo y no de la cuarta economía de la Eurozona que es el club al que pertenece España en cifras macroeconómicas.

Al día siguiente de que Mario me contara que con la propina paga la gasolina de la moto, leí en la prensa que los beneficios turísticos han crecido en Cataluña un 15% en 2016 y cifras similares en el resto de España. Beneficios que se suman a los de años atrás. El sector turístico no ha conocido la crisis. Sin embargo, Adelaida, la señora que me ha limpiado la habitación en el hotel en el que he estado hospedado, en lugar de haber visto aumentados sus ingresos, ha visto cómo su salario ha bajado radicalmente, su jornada laboral ha aumentado y sus condiciones laborales se han situado más cerca de la esclavitud que lo que se espera en un país que en las primeras líneas de su Constitución dice es un “Estado social, democrático y de derecho”.

De los 98 euros que yo he pagado por mi habitación cada día en el hotel donde trabaja Adelaida, sólo ha cobrado 1,5 euros; el 0,91% del total del coste del alojamiento. Antes de la crisis, Adelaida tenía un contrato de ocho horas, le pagaban sus horas extras, tenía dos días libres a la semana, su mes de vacaciones, un sueldo digno con el que llegaba a final de mes y las tres pagas extras que fijaba el convenio de hostelería.

En 2012 la despidieron del hotel y la contrató una empresa llamada de “multiservicios”. Fue privatizada. Es decir, el dueño del hotel vio que podía ganar más todavía si se deshacía de Adelaida y sus compañeras, quienes se regían por el convenio de hostelería, y contrataba el servicio de limpieza de habitaciones con una empresa-explotadora que crea sus propios convenios y amenaza y extorsiona a las trabajadoras para que se presenten a las elecciones sindicales bajo las siglas de sindicatos creados por la empresa, para así negociar convenios de miseria legales gracias a las reformas laborales aprobadas en estos años de estafa en nombre de la crisis.

Desde entonces, Adelaida cobra un 40% menos que antes, tiene un contrato de cinco horas diarias que se convierten en siete horas de trabajo –por supuesto, sin cobrar las dos horas extras-, ha perdido sus pagas extraordinarias con las que podía ahorrar un poquito para preparar la vuelta al cole de su hijo, unos días de descanso en la playa o renovar algún electrodoméstico que siempre decide darse de baja sin pedir permiso. Adelaida no se puede quejar al encargado del hotel porque ya no es su jefe y ha tenido que cambiar de vivir sola con su hijo en un barrio periférico de Barcelona a compartir piso con otra madre en sus mismas circunstancias. Trabajar ya no permite vivir dignamente en España. Literalmente.

A Adelaida le duele todo su cuerpo, acude cada día empastillada. Sufre de fibromialgia, que es una enfermedad con la que te duele todo y que los médicos asocian directamente a procesos de depresiones crónicas y situaciones de dolor emocional y que terminan mostrando su cara en dolores físicos que son imperceptibles a pruebas médicas. Con un mano, Adelaida arrastra el carro con las toallas, las sábanas y los jabones del baño; con la otra, tira de la aspiradora; y con su alma, tira de ella misma cada mañana para llegar al hotel en el que limpia todos los días 17 habitaciones y, de cada 98 euros que se ingresa, recibe 1,5 euros por cada una de ellas; menos de lo que vale un billete sencillo de metro en Barcelona. Menos de lo que cuesta un café de los muchos que se sirven a diario en el hotel donde trabaja.

Mientras todo esto ocurre, los grandes medios de comunicación, los discursos grandilocuentes de políticos de orden con corbata o con faldas elegantes, los balances de las grandes empresas españolas y las cifras publicadas dicen que España ha salido oficialmente de la crisis, que es un país en recuperación y que se está creando empleo. Adelaida se pregunta cómo es posible que nos hayamos recuperado de la crisis si ella ahora, después de salir de trabajar, se tiene que pasar por los servicios sociales o por la Cruz Roja a pedir alimentos.

Bien sencillo, quienes publican esos datos y dan esos discursos necesitan con urgencia salir a la calle, destruir su power point y ponerle cara a la desesperación de la que se nutre el paisaje de la recuperación y asi entender hasta qué punto han destruido este país y llenado el paisaje de vidas que se arrastran para salir adelante dejándose la salud por el suelo. Se está normalizando que una mujer que trabaja siete horas al día cobre 550 euros y tenga que ir a pedir macarrones, aceite y leche para alimentar a su hijo a entidades de caridad. Estamos normalizando la estabilidad que le gusta a los grandes empresarios, a los banqueros, a Merkel, a Susana Díaz, a Mariano Rajoy y a todos los que se nutren de los dolores, depresiones, pobreza y sufrimiento de la gente sencilla a las que ya no dejan que se ganen la vida honradamente con su trabajo. Estamos normalizando vivir en un país en vías de subdesarrollo.

Raúl Solís 

 

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