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Resentidos, sociedad anónima

inquietante

Concha Caballero 

El País . 08/02/2010.

 Hace tiempo me contaron un chiste que dice así: «¿Sabes cuál es la diferencia entre un esquizofrénico y un neurótico? Pues que un esquizofrénico está convencido de que dos y dos son cinco. Sin embargo, un neurótico sabe que dos y dos son cuatro… pero le molesta». El valor científico de esta afirmación es escaso, pero puede servirnos para entender algunas expresiones de malestar social.

La crisis económica ha dado carta de naturaleza a la expresión de todo tipo de irritaciones. Vivimos en una especie de panmalestar colectivo en el que se mezclan los problemas reales con viejas rencillas o debates sin asimilar. Así ha asomado con inusitada virulencia un malestar ante la igualdad de las mujeres que antes había permanecido convenientemente oculto.  Al parecer, los vapores tóxicos contra los cambios igualitarios no se habían disuelto en la atmósfera sino que estaban contenidos en la olla exprés del inconsciente a la espera de una oportunidad para emerger en rápidas turbulencias que se expresan de forma airada y concitan el aplauso o la comprensión de los que han estado cobardemente agazapados. Hay todo un ejército de damnificados por la igualdad de las mujeres que ríen bobaliconamente cuando un juez, un intelectual o un académico pone el marchamo de solvencia profesional a sus neurosis.

Sólo así se explica que hayan tardado 20 años en despotricar contra el intento de feminizar un poco el lenguaje, fundamentalmente en aquellos vocablos referidos a la dedicación profesional. La pequeña rebelión de disputar un espacio de visibilidad en el inmenso océano de la lengua les ofende. No es que discrepen, ni que propongan otras soluciones gramaticales o semánticas, sino que les saca de quicio este debate y expresan con él otros malestares más profundos. Dicen -y es verdad- que simplificación y economía son normas básicas del uso de la lengua, que puede resultar reiterativo, pesado y contrario a la comunicación el hecho de incluir el femenino y el masculino en cada frase, pero hacen una caricatura de todo ello y acaban por sacar la pancarta de que el masculino es el genérico inmutable y absoluto de la lengua. Lo razonable es buscar términos neutros, crear y acostumbrarse al femenino en las distintas profesiones sin forzar excesivamente el lenguaje. Hasta hace apenas 15 años, centenares de palabras como «jueza», «diputada», «presidenta» o «arquitecta» eran anomalías gramaticales y hoy son términos habituales porque resultan útiles para designar nuevas realidades sociales. Un criterio, el de la utilidad, tan básico en la lengua como la simplicidad que alegan sus detractores. Sin embargo, más que los comentarios presuntamente académicos, destaca esa carga de profundidad contra el feminismo repleta de soberbia y de superioridad histórica.

Están hartos de algo que todavía no ha empezado. «Y somos muchos», advierten. Se adivinan sus caras de fastidio, la turbia irritación que les recorre, en el silencio hostil con que reciben las noticias relacionadas con la igualdad de las mujeres y su alegría ante cualquier contradicción, error o exceso. Llaman sexismo a la igualdad y ecuanimidad a su machismo. Se encogen de hombros ante la discriminación laboral pero tildan de sexista cualquier propuesta para abordarla. Piensan, en suma, que cualquier mujer que aparece en la escena pública, es un patito sujeto al pim-pam-pum de sus frustraciones.

Es mejor responderles con humor y calma, como el que tiene la partida ganada porque, en realidad, no dejan de ser perdedores incluso entre su propio sexo. Son ya muchos los hombres que han hecho suya la causa de la igualdad, que disfrutan del aire más limpio de los nuevos tiempos, que han sabido darle un nuevo sentido al amor, a las relaciones y que han ganado todo un mundo de afectos, de compromisos, de sinceridad que nunca conocerán los que permanecen con el ceño fruncido, como niños que han perdido su juguete favorito.

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