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Empujadas por el modelo desarrollista, las ciudades crecen, y en un proceso mimético, favorecido por la demanda de suelo urbano en sus proximidades, crecen también los pueblos de su entorno próximo. Así, lo que primero se llamó cinturón luego será área metropolitana y, pocos años más tarde tomará el nombre de metrópoli. En este proceso expansivo los diferentes precios del suelo, según las zonas, estratifican el mercado inmobiliario y compartimentan el espacio de las ciudades en función del nivel de renta de sus habitantes. Los barrios vívideros son, desde su origen, burbujas que agrupan franjas de nivel de renta.

Sobre la ciudad (3 de 4)

TarjetEn tanto las industrias manufactureras se deslocalizan, en la ciudad consumista en la que vivimos, la ciudadanía se transforma en masa consumidora. De ahí que las asociaciones de consumidores sean cada vez más influyentes, y que la legislación en materia de consumo sea cada vez más gruesa. No existe aún conciencia de la importancia de está transformación conceptual que afecta al residente de la ciudad. La disminución de la calidad democrática tiene que ver con un decremento de la participación política como ciudadanos y un incremento de nuestras intervenciones como demandantes de servicios y mercancías. El paso de ciudadano a consumidor es un nuevo triunfo del liberalismo económico. Frente a la defensa de la calidad de vida para todos y la igualdad social, aparece la defensa del acceso a las mercancías y la bajada de precios como propuestas indiscutidas por la práctica totalidad del espectro político. Una concepción integradora nunca antepondría la figura del consumidor a la del ciudadano. Los derechos de los consumidores no deberían ser más que derechos ciudadanos compatibles con el derecho a una vida digna del resto de la humanidad y del resto de la comunidad biótica en un medioambiente diverso, saludable y equilibrado. La ciudad de hoy es una entidad voraz. Su crecimiento se debe más al consumo que a la producción. Consumir es un acto inmediato, en esencia no contemplativo, mecánico, individualista. Quién consume no piensa. El consumidor es la antítesis del filósofo, se cree libre para elegir encerrado en los templos luminosos de los grandes centros comerciales. Exigir gasolina barata y «considerar el atiborrarse de langostinos en navidad como un derecho adquirido irrenunciable»[1] son posiciones antisociales, insostenibles y germinalmente totalitarias.

La planificación urbana pretende responder a la necesidad de crecimiento inducida por la fuerza atractiva gravitacional que ejerce la potencia comercial y consumista del mundo urbano. La ciudad siempre crece contra el campo. Así el campo deja de ser naturaleza indómita o lugar agrícola, para convertirse en espacio potencial de urbanización del territorio, un lugar, como si dijéramos, a medio camino entre la naturaleza no intervenida y el mundo del artificio que es hoy la gran ciudad. El soporte del crecimiento físico de las ciudades es el suelo. Durante muchos años no se ha visto el límite de crecimiento de la ciudad, no podíamos intuir, siquiera su existencia. La idea idílica de una naturaleza con abundantes recursos y la inconsciencia de que nuestras actuaciones en el medio natural podían tener efectos negativos en nuestra calidad de vida y en nuestra supervivencia como especie es relativamente reciente, a mediados del siglo pasado algunos pensadores comienzan a vislumbrar las consecuencias nefastas de un racionalismo económico que considera todo lo natural como si no tuviera valor de stock o coste de reposición, y que utiliza la tierra, el agua y el aire como infinitos vertederos de nuestros más variados desechos. Y aquí, en los efectos y la consideración del valor para la vida de la condición de posibilidad que es el medio en que nos desenvolvemos, no hubo distinción entre el racionalismo comunista y el mercantilista.

Empujadas por el modelo desarrollista, las ciudades crecen, y en un proceso mimético, favorecido por la demanda de suelo urbano en sus proximidades, crecen también los pueblos de su entorno próximo. Así, lo que primero se llamó cinturón luego será área metropolitana y, pocos años más tarde tomará el nombre de metrópoli. En este proceso expansivo los diferentes precios del suelo, según las zonas, estratifican el mercado inmobiliario y compartimentan el espacio de las ciudades en función del nivel de renta de sus habitantes. Los barrios vívideros son, desde su origen, burbujas que agrupan franjas de nivel de renta.

Hoy, la mayoría de nuestras ciudades no absorben población suficiente para justificar la enorme demanda de suelo urbano. Crecen por crecer. Se abandonan los centros históricos y se utiliza el bien inmobiliario como inversión segura de capital. La modificación del uso del suelo genera plusvalías que repercuten en los ingresos municipales, pero que requieren inversiones y estructuras de servicios cada vez más caras. La dependencia de los ayuntamientos del sector de la construcción antepone los intereses sectoriales a los intereses ciudadanos. Los centros históricos o tradicionales, deteriorados por la falta de respeto por el pasado y salpicados de aberraciones constructivas en aras de una modernidad de relumbrón, se rehabilitan, en el mejor de los casos, con políticas de recuperación y mantenimiento de fachadas y formas, en tanto sufren una compartimentación interior de las viviendas que, junto con su elevado precio, hacen imposible su ocupación por familias medias. Nuestras ciudades históricas convierten sus cascos antiguos en frenesíes turísticos, o en exclusivos centros comerciales abiertos. En centros hosteleros de día y centros hoteleros de noche. La ciudad pasa de ser un lugar de convivencia y diversidad social a un objeto dedicado exclusivamente a la oferta turística y al mercado. La ciudad en venta y para la venta.

Al mismo tiempo, la imitación del modelo de urbanismo difuso norteamericano, hace crecer las urbanizaciones deslavazadas de la trama urbana. Los promotores presionan sobre los territorios menos abruptos y sobre los más próximos a vías de comunicación; a veces, las tierras preferidas coinciden con las más fértiles. Es bien conocida la expresión “a cinco minutos del centro” o “a quince minutos…”, según el tamaño de la ciudad. En los últimos años, en España, la elevación del nivel medio de renta familiar, favorecido principalmente por la incorporación de la mujer al mercado de trabajo[2], y por la oferta de dinero a interés bajo, consecuencia de la convergencia con parámetros económicos fijados por la U.E., junto con la aceptación social de la propiedad inmobiliaria como un indicador de estatus (al igual que el modelo de vehículo) han actuado de fermentos para fomentar el mercado de la segunda residencia. Este mercado presiona básicamente sobre el litoral. La demanda se ha extendido allende nuestras fronteras, alentada, indudablemente, por la climatología y los eslóganes turístico-comerciales del tipo “Spain, a country under the sun” o “Urbanización con vistas al mar”. Las manchas de urbanizaciones en el territorio interior se corresponden con las franjas de urbanizaciones costeras, productos del mismo modelo destructivo. Pero hay más, no contentos con la destrucción de nuestro litoral en sus dos terceras partes, un nuevo fenómeno ha venido a agravar los problemas medioambientales derivados del uso urbanístico indiscriminado del territorio: las vistas al mar están siendo transformadas por vistas al campo de golf. Así, el uso mercantil y especulativo del suelo y de la propiedad inmobiliaria inunda el territorio de ladrillos, alquitrán y hormigón convirtiendo a las ciudades y pueblos en “no ciudades”, y al resto del territorio en una conurbación residencial llena de unifamiliares, pisos y apartamentos desocupados la mayor parte del año.

Todo crecimiento urbano va obligatoriamente acompañado del crecimiento de las redes. Entre ellas, las redes energéticas, de agua y viarias son las imprescindibles para soportar al resto del entramado de servicios. La dispersión de la población en las conurbaciones dificulta y encarece la implantación de los servicios públicos. La educación, la sanidad, la movilidad, la seguridad públicas se ven dañadas o impedidas. Por otro lado, la descontextualización de las actividades humanas y ciudadanas obstruye la percepción de la comunidad e induce al incremento de comportamientos grupales antisociales (los efectos del botellón son un buen ejemplo de ello). El modelo de ciudad dispersa no tiene en cuenta la necesidad de servicios públicos gratuitos y universales. La ciudad se deshumaniza pasando de ser el centro de la vida en comunidad, la vida humana por excelencia, a ser un lugar en el que se habita y, muchas veces, se sobrevive.

 


[1] Jorge Riechman: Un adiós para los astronautas. Sobre ecología, límites y la conquista del espacio exterior. Lanzarote-Islas Canarias 2004, Fundación César Manrique, p. 86.

[2] Es como sí el sector financiero y el de la construcción, en un cálculo preciso, hubieran decidido apropiarse, como mínimo, de uno de los sueldos de la pareja durante varios decenios. El trabajo de los dos miembros de la pareja no ha repercutido sobre la mejora de la educación y las relaciones familiares. El tiempo libre, el de fin de semana y vacaciones, queda obligado para el consumo y las compras necesarias.

Viene de “Sobre la ciudad (1 de 4)»   y «Sobre la ciudad (2 de 4)» publicados el 30 de diciembre de 2009 y 7 de enero de 2010 respectivamente.

Continuará jueves 21 de enero de 2010 (4 de 4) .

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