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Tu espera sentado

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 Javier Gomá.Babelia.17/07/2011.Como suele decirse, no te casas sólo con la persona amada sino con su familia y al conocer ésta conoces también, por vía refleja, la tuya propia: aquí el conocimiento redunda en autoconocimiento porque el contraste ilumina la esencia. En mi caso, al intimar con mi familia política, tan activa, dinámica y servicial, comprendí hasta qué punto la que formábamos mis padres y hermanos era, en comparación, de costumbres excéntricas. Por ejemplo, en mi casa era normal, después de comer, que cada uno se llevara un libro al salón de estar y que permaneciéramos todos sentados en muelles sofás y sillones leyendo horas y horas a pesar del ruido que producía el televisor encendido al que nadie prestaba atención. Pasado mucho tiempo, quizá toda la tarde, uno de nosotros, cansado, se levantaba para desentumecerse los músculos y en ese minuto le llovían al desprevenido encargos de todos los demás: «Ya que te has levantado…» (y seguían solicitudes de la cocina, el dormitorio o el garaje). Eran los tiempos felices en que nos dejaban ser la perfecta encarnación del Dios aristotélico: ese «motor inmóvil» que, sin moverse, moviliza a todos los entes a su alrededor. En suma, descubrí que mi familia es decididamente sedentaria. Y a mucha honra.

Estar sentado. Sentarse, sentirse. Me siento y al punto se abre la flor flagrante de mi intimidad, de la que gozosamente tomo posesión. Comparece ante mí el mundo entero y me embriaga una pasión poética y abstracta que no remite a un objeto concreto sino a esa totalidad en presencia. Cuando somos jóvenes creemos que podemos apresar el mundo en una única imagen o plan de acción, mientras que, después, la experiencia nos enseña que la realidad se compone de fragmentos que no se dejan ensamblar y vemos las cosas separadas donde antes las veíamos juntas. La juventud es, pues, sintética, y la madurez analítica: de ahí el placer de sentarse y tratar de recomponer esos trozos sueltos de lo real para, como hace el arte, restituirlos a su unidad originaria, donde son eternamente jóvenes. A veces me siento junto a la ventana y contemplo en la calle peatones y coches en agitación incesante, desplazándose sin parar. Mientras me arrellano en mi amena poltrona el espectáculo urbano me inspira una meditación filosófica: «¿Adónde irá toda esta gente? ¿No eran felices donde estaban? ¿Están seguros de estar mejor en el lugar de destino?». Y me acuerdo del inicio del libro II de De rerum natura, cuando Lucrecio contempla desde la altura, sin inquietarse, cómo se afanan los mortales «buscando un camino a su vida sin rumbo». Su maestro, Epicuro, que hizo del placer -en el sentido de gozo o alegría de vivir- el meollo de su ética y recomendaba no tanto vivir muchos días sino vivirlos buenos y placenteros, distinguía entre dos clases de placeres, los cinéticos (movimientos del alma como el amor o el deseo) y los catasténicos, inmóviles o pasivos, y recomendaba intensamente cultivar los segundos.

Entre ellos, el placer de sentarse a la mesa. Junto al recogimiento de quien se halla sentado en soledad hay que poner el goce de compartir comida y bebida con amigos. En la comensalidad está el origen de la sociabilidad humana. Entre los más grandes progresos de la humanidad se halla la decisión de determinados pueblos, hace casi 10.000 años, de hacerse sedentarios para dedicarse a la agricultura. Esos pueblos nómadas, guerreros y bárbaros, cambiaron las armas por el arado y así nacieron las ciudades y, con la urbanización de la tierra, la urbanidad, la cultura y la civilización occidental. Desde entonces los hombres gustan de reunirse en torno a una mesa bien servida porque ese placer de estar sentados juntos es una forma de celebración de la vida. El simposio griego es sólo una de sus más nobles manifestaciones.

Hoy se nos exhorta por todas partes a que seamos dinámicos y «energéticos» y a tener el mayor número posible de experiencias: amar muchas mujeres, viajar por muchos países, probar paraísos artificiales, atreverse con excesos nocturnos y en general mudar, anhelar novedades y sorpresas, romper rutinas. Ahora bien, una cosa es acumular experiencias (en plural) y otra tener auténtica experiencia de la vida (en singular) y esto último no depende de entregarse a una trepidación vital más o menos atolondrada. Hombres de rutinas, que apenas salieron de su pequeña población natal, fueron Sócrates, Tintoretto y Kant, y pese a ello, nadie negará que los tres conocieron hondamente lo esencial humano, aunque hay que decir que el primero fue culo de mal asiento. Muchas veces las rutinas son las precondiciones del gozo. No hay viaje semejante al de autopertenecerse ni experiencia más profunda que la de vivir y envejecer con plena consciencia de hacerlo, y esto es privilegio del homo sedens. Goethe escribió: «En el principio era la acción» para contradecir el evangelio de san Juan, que empieza diciendo: «En el principio era el logos». Yo pienso que está sobrevalorado el ciego activismo y sin duda prefiero Patmos a Weimar. Porque cuando me siento exclamo: «Et in Arcadia ego» y me figuro que pocos son los males que hay que temer estando en esa deliciosa posición.

Envejecer es un inconveniente, pero, entre tantos aspectos negativos, hay uno muy esperanzador: la perspectiva de volver a ser motor inmóvil como en mi infancia. Afortunadamente, nadie pretende que los viejos sean hiperactivos. Tantos años afectando un activismo dinámico que en realidad no poseo, aprovecharé mi ancianidad para sentarme a mi sabor, sin reproches. Y cuando trate de imaginarme cómo sería una vida eterna, recordaré la imagen que una vez evocó el olvidado Eugenio D’Ors, quien confiaba verse a sí mismo algún día «sentado en una nube haciendo dulces objeciones al creador», siendo, por supuesto, lo más interesante de esta bienaventuranza la expectativa de permanecer sentado por los siglos de los siglos.

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