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Después de la utopía. Entrevista a T.Domenech

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La revista cuatrimestral del Círculo de Bellas Artes de Madrid, Minerva, entrevistó en mayo a Antoni Domènech y Daniel Raventós. Reproducimos esta entrevista, realizada por Esther Ramón y cuya redacción final hizo Carolina del Olmo, que se publicó en el número 15 de Minerva correspondiente al último cuatrimestre de 2010.

Antoni Domènech y Daniel Raventós, colaboradores habituales en distintos proyectos académicos, editoriales y políticos, son dos voces clave en la crítica de las ciencias sociales contemporáneas. Raventós –profesor titular en la Facultad de Economía de la Universidad de Barcelona, presidente de la Red Renta Básica y miembro del Consejo Asesor de ATTAC– es conocido particularmente por sus trabajos en torno a la renta ciudadana universal. Domènech, catedrático de Filosofía de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona, es uno de los más importantes filósofos políticos de nuestro país. Ambos son fundadores de la revista Sin Permiso.

Utopía y catástrofe

Domènech: La historia de las utopías modernas muestra que estas suelen aparecer en momentos catastróficos, de derrota. Sin ir más lejos, la Utopía de Tomás Moro es en buena medida una reacción al desastre de la conquista de América: Rafael Hytlodeo es un portugués que le cuenta a Moro lo felices que vivían los indios hasta la llegada de los invasores. Además, el primer libro de la Utopía de Moro analiza con mucho detalle la catástrofe que supuso la destrucción de los bienes comunes en la Inglaterra de comienzos del siglo XVI. Del mismo modo, el llamado «socialismo utópico» es una reacción a la contrarrevolución, a la catástrofe política que supuso para los movimientos populares la derrota de Robespierre. Precisamente, la eclosión del socialismo no utópico, el marxismo y el anarquismo, se produce cuando el movimiento obrero retoma la iniciativa. En ocasiones, las utopías pueden proponer reflexiones interesantes, críticas y lúcidas, como es el caso de William Morris o Diderot, pero a menudo resultan muy reaccionarias. Por supuesto, no hay nada más despótico que la República de Platón. Pero también, a pesar de lo que a menudo se dice, Tomás Moro era profundamente conservador. En Utopía había esclavos públicos, muchos de ellos emigrantes pobres que se esclavizan voluntariamente, un patrioterismo feroz… En general, la utopía se asocia a una derrota mal aceptada, a una huida de la realidad que tiene un componente autoritario. Las utopías suelen estar más preocupadas por la armonía y la felicidad que por la libertad, al contrario que los movimientos revolucionarios reales.

Neoliberalismo y utopía

Raventós: Si pervive una utopía particularmente poderosa, esa es la liberal. De todo el programa neoliberal que se puso en marcha hace unos treinta años no se ha cumplido prácticamente nada; por eso es, en sentido estricto, una utopía reaccionaria, que logró convencer en un momento determinado a buena parte de la sociedad gracias a un aparato de propaganda muy eficaz. ¿Cuánta izquierda no se ha dejado seducir por las grandes proclamas neoliberales? Por ejemplo, nunca se llevó a cabo ninguna reconversión industrial tan brutal como la que pusieron en marcha los gobiernos de Felipe González.

Es importante no subestimar la impresionante elocuencia y capacidad de militancia de algunos neoliberales para resucitar una teoría que después de la Segunda Guerra Mundial había quedado arrinconada por el keynesianismo. John Kenneth Galbraith en su Historia de la economía, que escribe en el momento en que Reagan gana sus primeras elecciones, se muestra perplejo del retorno de lo que él llama la «economía neoclásica». Pero también es cierto que este proceso implicó una estrategia deliberada de manipulación en la que desempeñaron un papel protagonista los medios de comunicación. La destrucción de los sindicatos y el tejido social en beneficio de la mercantilización generalizada requiere una intervención administrativa a enorme escala que, cuando la resistencia es muy fuerte, se convierte en una liberalización manu militari, como sucedió en Chile y en Argentina. Precisamente hace poco acaban de detener en Argentina por genocida a Martínez de la Hoz, el gran ministro neoliberal de economía de Videla, un auténtico «chico de Chicago». También existen procesos de influencia directa, por decirlo así. La cantidad de dinero que se mueve en el mercadeo político de Washington o Bruselas es impresionante. El Tribunal Constitucional norteamericano ha permitido recientemente que las empresas de ese país den todo el dinero que les de la gana a los candidatos electorales, una decisión que muchos, desde el presidente Obama a Noam Chomsky, han considerado un golpe mortal a la democracia.

Domènech: El neoliberalismo puede considerarse una utopía en el sentido de que constituye una auténtica huida de la realidad. La idea de que la expansión de los mercados financieros ha supuesto un retroceso del Estado es sencillamente imaginaria. A estas alturas debería ser obvio que la crisis económica actual es en buena medida el resultado de una política activa de inflación de activos financieros e inmobiliarios por parte de la reserva federal estadounidense y los bancos centrales de muchos países. Y, tras el estallido de la burbuja, la intervención ha sido de nuevo masiva: la inyección de dinero del gobierno de Estados Unidos en la economía real ronda los cuatro billones de dólares, casi cuatro veces el producto interior bruto de España y, en dólares constantes, el mismo coste de la intervención estadounidense en la Segunda Guerra Mundial.

La desregulación de los mercados es un mal chiste. Lo que tenemos son unos mercados profundamente intervenidos en favor de los intereses de rentistas financieros e inmobiliarios en guerra pugnaz con el movimiento obrero organizado y, de un modo más descuidado, con el capital productivo real. La globalización es la venganza de los rentistas, que habían sido contenidos por las políticas reformistas keynesianas de la coalición antifascista de la Segunda Guerra Mundial. El problema es que las élites que nos gobiernan se han creído sus propias mentiras hasta tal punto que han dejado de entender cómo funciona el capitalismo real. Las cuatro semanas agónicas que vivió Grecia hasta que intervino el Banco Central Europeo fueron descabelladas. Cualquier persona que tuviera unas mínimas nociones de macroeconomía sabía que la quiebra de Grecia era inadmisible y que la manera de rescatar su economía pasaba por comprar deuda pública griega. Se tardó tanto en tomar esta decisión no sólo por intereses electorales regionales de la señora Merkel, sino porque la Comisión Europea y los ministros de finanzas europeos no acaban de entender cómo funciona el mundo. Es para acordarse del rey Lear: «Sino de nuestros tiempos es que los ciegos guíen a los locos».

La utopización sobrevenida

Domènech: En las últimas décadas hemos asistido a un desplazamiento hacia la derecha del centro de gravedad del sentido común político. A finales de los años sesenta, cuando estaba estudiando en Alemania, presencié un debate en la televisión pública entre Kurt Kiesinger y Willy Brandt. En determinado momento, Brandt acusó a Kiesinger de querer autorizar las televisiones privadas. Este último puso el grito en el cielo: la democracia cristiana jamás permitiría la existencia de televisiones privadas, dijo, eso sería la muerte de la democracia de la República Federal… Imaginaos lo que pasaría si alguien dijera hoy que las televisiones privadas son problemáticas, como poco se le acusaría de autoritarismo terminal. En aquello años existía un consenso en torno a unos puntos mínimos que hoy se ha roto. En la televisión pública de Cataluña, donde hay un gobierno de coalición de izquierdas, los tertulianos invitados oscilan entre la extrema derecha y el centro, el centro izquierda está sencillamente excluido. Las reformas más elementales y factibles, realizadas mil veces entre 1937 y 1975, ahora parecerían utópicas, irrealizables o peligrosamente totalitarias. Esto ha destruido ideológicamente a la izquierda. La tasa de sindicalización en todo el mundo ha bajado a menos de la mitad en treinta años. El movimiento popular ha sido desvertebrado, desorganizado y eso explica que tengamos una izquierda que, por un lado, parece utópica (porque cualquier cosa parece utópica) y, por otro, reacciona enquistándose sectariamente. Como explicó Rosa Luxemburgo, sin reforma no hay revolución. Y viceversa: para hacer buena reforma necesitas amenazar con algo. Necesitamos recuperar ese tipo de dialéctica.

Raventós: No se trata sólo de cuestiones ideológicas. Las políticas públicas relacionadas con la redistribución de las rentas consideradas normales hace apenas tres décadas son hoy impensables. Durante los Treinta Gloriosos [1945-1973], los tipos impositivos para los más ricos llegaron a estar en el 91% en Estados Unidos. Las rentas superiores a los doscientos mil dólares tributaban –bajo un presidente de derechas como Eisenhower– al 93 %. Y eso ocurría en una época en la que no existían los instrumentos de evasión fiscal actuales. Estamos hablando de la época anterior a la ruptura de Nixon con Breton Woods en 1971, que desancló el dólar, levantó el control de los movimientos de capitales y permitió el retorno al capitalismo anterior a la Segunda Guerra Mundial. Hoy, a efectos prácticos, con los correspondientes y abundantes descuentos, la tributación de las grandes fortunas viene a rondar el 20% y, si son beneficios del capital, el 15%. Actualmente, en el Reino de España, las SICAV, cómodo y legalísimo refugio de las grandes fortunas, tributan al 1%. La normativa que permite semejante barbaridad se aprobó en España con todos los votos parlamentarios menos los de Izquierda Unida. Así que no es sólo que si hoy alguien propusiera recuperar las propuestas de la derecha norteamericana de los años sesenta sería tachado de demente bolchevique, sino que se oculta sistemáticamente esta realidad. Es impresionante el velo de silencio que ha cubierto este asunto.

Domènech: Hay que insistir en que la globalización no es un fenómeno nuevo relacionado con el multiculturalismo e Internet, sino el sistema social dominante hasta la Segunda Guerra Mundial. La reforma del capitalismo de Roosevelt y la izquierda burguesa consistió en una desmundialización de la economía que introdujo controles en los movimientos de capital, ese es el núcleo del keynesianismo. Sólo así fue posible la política socialdemócrata de la década de los cincuenta y sesenta, con unos sindicatos fuertes –capaces de obligar a la patronal a sentarse a negociar porque no podía mover los capitales a su antojo– y constituciones como la alemana o la italiana, que brindaron a los trabajadores derechos que hubieran parecido increíbles en los años veinte. Cuando desapareció la posibilidad de controlar los movimientos del capital se creó lo que Keynes llamaba un «parlamento virtual» donde los mercados financieros votan y su voto cuenta más que el de los parlamentos políticos. En ese contexto, que es el nuestro, el populismo de derechas puede arrasar, como está ocurriendo en Estados Unidos con el movimiento de los Tea Parties. El auge de esta nueva extrema derecha populista se explica por la impotencia de Obama frente a los mercados financieros. Y no hay que olvidar que los asesores económicos de Obama son el equipo de halcones que llevó a la destrucción la Rusia de Yeltsin.

No obstante, hay fenómenos que nos permiten no ser completamente pesimistas. Por ejemplo, tras la quiebra de la economía islandesa, el Fondo Monetario Internacional y la Unión Europea pusieron unas condiciones de rescate muy duras que el Parlamento de Islandia aceptó. Pero entonces hubo una gran manifestación de protesta exigiendo un referéndum. Se convocó el referéndum y las medidas fueron rechazadas por un 94% de los votantes. La sumisión al FMI no es la única opción. Por ejemplo, como ha propuesto Randall Wray, un país podría decir a sus deudores que les devolverá el dinero que les debe con títulos fiscales: no te puedo pagar lo que te debo, pero si inviertes en mi país, todos tus beneficios estarán exentos de impuestos. Lo impresionante es que estas medidas de sentido común quedan circunscritas a la discusión de pequeños círculos académicos. La vulgata es «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades», «hay que apretarse el cinturón»… Auténticas idioteces. Yo suspendo a los estudiantes que dicen estas cosas y, sin embargo, es lo que los grandes «expertos» cuentan en todos los periódicos.

Alternativas

Domènech: Hay fenómenos poco visibles pero importantes que permiten imaginar transformaciones profundas perfectamente factibles. Por ejemplo, un parte significativa de la economía mundial funciona cooperativamente. Hay 800 millones de trabajadores que trabajan directamente o indirectamente en cooperativa, más del 10% de la población mundial. El trabajo asalariado es la minoría mayoritaria en el mundo, pero hay 1.600 millones de trabajadores no asalariados –entre cooperativistas, personas que trabajan en bienes comunales o en propiedades fundadas en el trabajo personal y esclavos–, y 1.000 millones de personas que simplemente están fuera de la economía mundial. El capitalismo no es, como creen los estructuralistas, una gran unidad funcional, sino una realidad histórica muy compleja.

En España tenemos un ejemplo paradigmático, como es la cooperativa Mondragón, la mayor del mundo, con más de 90.000 empleados. Los propietarios de esta empresa son los trabajadores. Hay empleados que no son propietarios, pero todos tienen la posibilidad de llegar a serlo, para ello tienen un banco propio que concede los créditos necesarios para convertirse en copropietario. De este modo, reciben dividendos, tienen voto en las asambleas, que funcionan democráticamente… El abanico salarial es de 5 o 6 a 1, pero son ratios que se pueden revisar en las asambleas. Es una realidad social económica que abundaría mucho más en Europa si no estuviera durísimamente castigada por las políticas económicas de los gobiernos. En el programa de un gobierno de izquierdas podría figurar el fomento de las cooperativas de trabajadores. No todo tiene por qué ser ayudas a las multinacionales…

Raventós: Otra alternativa factible es la renta básica. La renta básica es posible dentro del marco capitalista, como lo fue en su momento la asistencia sanitaria universal. Los que creen que la renta básica es una medida que, de suyo, puede acabar con el capitalismo o bien no entienden cómo funciona el capitalismo o, en todo caso, dan una importancia a la renta básica que no tiene. Pero eso sí, con una renta básica el capitalismo sería muy diferente del que conocemos. No sólo porque cubriría las necesidades básicas y aseguraría el traspaso del umbral de la pobreza. Tan importante como la posible mejora en las condiciones materiales es el aumento del poder de negociación de los trabajadores que supondría. La renta básica, al menos en mi forma de entenderla, es una opción social y económica que supone la intervención del mercado. El mercado, contra lo que se acostumbra a suponer muy precipitadamente, siempre ha estado intervenido. La diferencia entre partidarios de los ricos y de los pobres, para decirlo de forma simplificada, no es que los primeros defiendan el mercado libre y los segundos quieran intervenirlo. La diferencia exacta es la siguiente: los primeros quieren intervenir el mercado para favorecer sus intereses y los segundos quieren intervenir el mercado para favorecer los suyos. Así que la renta básica, como decía, es una opción de política económica en defensa de la mayor parte de la población. No de la parte más rica. Exactamente lo contrario de lo que se ha venido haciendo a lo largo de los últimos treinta y cinco años, si atendemos a ingredientes centrales como la distribución de la renta que se ha producido en este tiempo. Un mero ejemplo, si en 1976 el 1% más rico de EE UU acaparaba el 9% de la renta nacional, en 2006 ya acumulaba el 20%. 2006 es justamente el año anterior a la crisis. Actualmente la desigualdad y la polarización son mayores. La crisis económica, provocada y ahora perfectamente aprovechada por los especuladores y banqueros, está haciendo estragos entre las clases populares.

Domenech: Soy bastante escéptico respecto a las políticas «alterglobalizadoras» que hoy ocupan a buena parte de la izquierda. Creo que, por lo pronto, hay que desandar buena parte de lo andado, enderezar la economía y recuperar la soberanía popular controlando los movimientos de capitales. Hay que hacer una amplia coalición que destruya la élite rentista que se ha apoderado de la dinámica económica del mundo y que nos ha llevado a la catástrofe. Porque, es importante que lo tengamos presente, lo que vemos es la punta de un iceberg que se ha consolidado a lo largo de los últimos treinta años y que incluye también un enorme aumento de la pobreza en todo el mundo o la destrucción masiva de los ecosistemas. La situación actual ya la conocemos, este es el capitalismo desbridado de la Belle Époque. Tenemos conocimientos muy elaborados para saber cómo se pueden hacer reformas, lo que falta es voluntad política para emprenderlas y, sobre todo, un gran movimiento social como el que sí existía en los años treinta.

Antoni Domènech y Daniel Raventós son miembros fundadores de Sin Permiso. El primero es el editor general y el segundo es miembro del Comité de Redacción de la revista.

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