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La crueldad como estrategia política es un arma de (auto) destrucción masiva (primera parte)

Rafa Rodríguez

Es incomprensible que una fuerza política, o un gobierno, adopte la crueldad como estrategia política, pero no solo es una realidad sino que empieza a ser una realidad que brota desde muchas partes.

 

Hemos visto las atrocidades del ISIS y otros grupos en la órbita salafista y hemos tenido que encerrarlas en el cajón de los comportamientos irracionales, de la locura colectiva, de lo inexplicable.

 

Pero la utilización de la crueldad como arma política no es solo patrimonio de grupos terroristas, muchos Estados la han convertido en el su principal recurso para sostener una estructura de dominación como Israel, Rusia, Turquí, Arabia Saudí, Yemen, Filipinas, Birmania, el Congo, Eritrea, Siria, Somalia, Sudán, Barhein, Libia, China, Emiratos Árabes Unidos, Irán, Venezuela, Nicaragua, Corea del Norte, Honduras, Guatemala, Sudán del Sur, Turkemenistan, Somalia, Cuba, República Centroafricana, Guinea, Uzbekistan, sin que esta lista tenga pretensiones de agotar su enumeración.

 

Ahora vemos cómo en la propia Unión Europea, la única organización internacional que ha hecho de la democracia su seña de identidad, algunos gobiernos actúan haciendo ostensible estrategias de crueldad. Aún no damos crédito a la actuación del ministro del interior de Italia, Salvini, condenado a una muerte probable a los refugiados del Acuarius o anunciando un censo para expulsar a los gitanos; el presidente de Hungría ha promovido una ley para criminalizar la ayuda a los migrantes o el ministro del interior de Alemania de la CDU bávara quiere imponer al gobierno alemán una política migratoria xenófoba. El propio Consejo Europeo tiene en la agenda de su próxima reunión en Bruselas, la propuesta de creación de campos de internamiento para refugiados y migrantes fuera de la UE, mostrando una total indiferencia por la defensa de los derechos humanos. Los gobiernos progresistas de la UE (Portugal, España, Suecia, Grecia, etc) no pueden bajo ningún concepto aprobarla.

 

Las ONG que realizan informe sobre las libertades en el mundo están alertando de la rapidez con la que en los últimos años se está produciendo un retroceso en las libertades en general y de los Estados que pueden calificarse de democráticos. En 2017 la democracia ha sufrido una de sus mayores crisis en décadas y sus estructuras básicas (elecciones libres, derechos de las minorías, libertad de prensa y opinión, garantías procesales y administrativas, etc.) han sido atacadas con más o menos intensidad en casi todo el mundo.

 

Tal vez la mayor amenaza a las libertades viene de quien precisamente está utilizando la crueldad como arma electoral, el presidente de EEUU, Trump. Niños migrantes encerrados en jaulas llorando y separados de sus padres, ha sido una imagen brutal, acompañada del anuncio de la retirada de EE.U. del Comité de la ONU sobre Derechos Humanos.

 

EEUU no es un Estado más. Si definimos al capitalismo en sentido amplio como el un sistema que es producto de la relación de equilibrio conflictivo entre la economía privada (capitalismo en sentido restringido) con cada uno de los Estados y con el débil sistema público internacional, en EEUU es en donde se produce la conexión esencial que determina la estructura global del sistema. Tanto el subsistema público estatal como el subsistema económico privado son sistemas jerarquizados que, a pesar de tener una relación autonomía en los espacios estatales, están condicionados por la conexión que se produce en la cúspide de la pirámide, en particular entre el gobierno y la FED por un lado y los lobbys de multinacionales y Wall Street por otro.

 

Un requisito básico para el funcionamiento del sistema global es la naturaleza democrática de EE.UU. Y esto es lo que resulta incompatible ahora con la estrategia de utilizar la crueldad como arma política porque es incompatible con los valores más elementales que dan vida a cualquier régimen democrático.

 

El fascismo, como explicó Hannah Arendt, intentó normalizar la crueldad, banalizarla, para hacer cómplice a la ciudadanía. Si una parte importante de la ciudadanía excluye de la consideración de humanos a grupos por razón étnica, la opinión pública en su conjunto, en un efecto espejo, se deshumaniza, acepta regímenes totalitarios y aísla a la resistencia, hasta el punto que el suicidio se convierte en una forma desesperada de protesta que convierte al dolor en algo colectivo y la muerte voluntaria en el crimen de otro, tal como ha escrito recientemente Éric Vuillard (El orden del día).

 

La normalización de la crueldad, ese oxímoron que nos resulta imposible de conjugar, necesita una lenta cocción política. Trata de conseguir una trasmutación, de convertir lo subjetivo en objetivo. Las identidades políticas son imprescindibles porque convierten lo individual en colectivo y la política en un equilibrio entre conflicto y consenso de sujetos colectivos. Pero estas identidades tienen una naturaleza subjetiva y ahí radica no solo su compatibilidad con la democracia sino que constituyen precisamente el sostén de la misma.

 

El fascismo necesita, para normalizar la crueldad, convertir lo subjetivo en objetivo. El nosotros subjetivo que es poroso, inestable y flexible lo convierte en un nosotros objetivo, lo cosifica, le injerta una sustantividad ontológica, mediante la apelación a la etnicidad que está fuera de lo voluntario (la política democrática) para convertirlo en la dado, en lo que es en sí, al margen de cualquier margen de voluntariedad. Es el nosotros de la raza aria y en menor medida pero apuntando en esa dirección del “América first and only America first”. Al mismo tiempo al otro también se le objetiviza para convertirlo en un grupo infrahumano. Pasó con los judíos, con los gitanos y ahora pasa son los migrantes, con los palestinos, con los kurdos, los chechenos, los negros, los magrebíes o los árabes en general y, desde luego, también con los gitanos.

 

Cuando gobiernos o grupos apoyados por poderes económicos consiguen romper cualquier lazo de humanidad entre el nosotros y los otros, la crueldad para con ellos se normaliza pero entonces es el nosotros el que se reduce a una dimensión inhumana donde ya la democracia no es imprescindible para la convivencia y el totalitarismo puede organizar la vida social desde la injusticia, la desigualdad y la opresión.

 

Esto, que nos resulta hoy inconcebible, ocurrió en el siglo pasado en Alemania, la cuna de gran filosofía contemporánea, y en la URSS o en China, patria de la revolución socialista, y es la cotidianidad actualmente para más del 60% de la población mundial y su macabra música está sonando ya por la cima del sistema capitalista, por muchos Estados de la UE y en el Capitolio.

 

Pero ¿por qué, después de estas terribles experiencias colectivas que han traído las mayores calamidades humanas de la historia y que han destruido a decenas de millones de personas inocentes y también a los propios verdugos, volvemos a ver que de nuevo el recurso a la crueldad como estrategia política resurge en una y otra parte?

 

(*) Imagen de la pintora nicaragüense Berta Marenco

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