Si pudiéramos condensar la vida del Universo en la de un ser humano, toda la historia de la Humanidad cabría en su primer hálito o en su último estertor. Somos la miserable porción infinitesimal de un instante. Aceptémoslo. Estaremos muertos toda la eternidad. Nadie se lleva nada. Todo se queda en la vida. Eso explica por qué la historia de la Humanidad es una tragedia cíclica sobre el culto al presente y el desprecio a la memoria y al porvenir. Una fosa común de culturas. Un palimpsesto de civilizaciones. Muertas y vivas. De entre todas ellas, sólo una civilización ha alcanzado rango planetario: la primera globalización. Precisamente, la civilización más instalada en el ahora de la Historia; la más amnésica de la Historia con el ayer; y la más nociva de la Historia con el mañana. Me refiero al modelo capitalista de crecimiento infinito a costa de la desigualdad social, la homogenización cultural y la depredación ecológica. Y agoniza.
Suelo escribir junto al atril que utilicé durante la carrera. Lo coloco a mi izquierda. Su ubicación me orienta las ideas. Su presencia me recuerda permanentemente la necesidad vital de aprender. Sobre sus aspas, la copia de un inédito infantiano como un faro en mitad de la tormenta: Unidad de Tiempo y Espacio. Otra más de sus incontables intuiciones, incomprendidas en España y vanguardistas en el extranjero. Como Blas Infante, Arnold J. Toynbee dedicó su vida intelectual a proporcionar una visión integradora de la historia de la Humanidad, tomando como punto de partida y unidades de estudio a las civilizaciones y no a los Estados-Nación. A su juicio, la historia no es más que la sucesión reiterada de éxitos y fracasos de las culturas ante los desafíos que ponen en riesgo su existencia. Superarlos creativamente, aportando nuevas soluciones a viejos problemas, genera una civilización. A medida que ésta crece, la sociedad se hace más espiritual, compleja y diversa. Por el contrario, cuando no encuentra salida a los nuevos problemas, la sociedad automatiza las soluciones viejas, se vuelve más materialista, simple y uniforme, colapsándose hasta la desintegración.
No debe ser casualidad que la Historia con mayúsculas comience con la escritura en papel. La prehistoria está hecha de piedra, bronce, cobre e hierro. Y me temo que volvemos hacia allí. A la edad de los metales. Primero fueron el carbón, el petróleo, el silicio. Y ahora, el grafeno. Esta imparable evolución tecnológica es inversamente proporcional a la involución ética que trae consigo. La televisión, los móviles y las redes sociales confirman el imperio de la imagen, la oralidad y los mensajes breves, en detrimento de la reflexión escrita. Y mucho menos en papel. El futuro estará hecho de ese material infinitamente más plano, el más resistente del mundo, compuesto por átomos de carbono empaquetados en una red cristalina en forma de panal de abeja. De grafeno se harán los ordenadores, los móviles y la televisión. O las tres cosas en una. Y la llevaremos enrollada en el bolsillo como un paquete de pipas.
El grafeno simboliza esta postmodernidad acelerada que presagia el final de la primera era globalizadora. Cada vez más materialista, simple, uniforme y colapsada. Antes, el consumismo globalizado necesitaba buscar las semejanzas entre los diferentes para vender los mismos productos a cualquiera: Todos somos nosotros. Ahora, el sistema busca las diferencias entre los semejantes para excluirlos de los privilegios nacionales: Nosotros no somos todos. Como los átomos del grafeno. Todos iguales. Todos pegados. Y de esta manera resistir excluyendo. Hasta la desintegración. Aunque dure un suspiro.