Los pilares políticos de la Europa occidental fueron la democracia ateniense y el derecho romano. A ellos se unieron más tarde: el Republicanismo, entendido como implicación del ciudadano en la vida pública; el Estado del bienestar, entendido como una corrección social del capitalismo; y últimamente, el reconocimiento de la diversidad (cultural, política y religiosa) como única garantía para la igualdad efectiva entre hombres y mujeres de cualquier nacionalidad. Este sustrato común permitió el alumbramiento de una incipiente unión económica en el siglo XX, culminada en el XXI con una unión política semiconfederal europea.
En muy poco tiempo, sin embargo, este modelo artificioso modelado en torno a una moneda y un mercado único, ha estallado en el cielo como un cohete de colores. Hizo ruido. Deslumbró. Y ahora se apaga en silencio. Los cuatro pilares están amenazados de aluminosis. La democracia se ha transformado en un bipartidismo formal y paradójico, causante de unos males de los que se autoproclama único sanador, en un bucle demoníaco sin alternativas ni fisuras. El Derecho se ha convertido en un gas insaciable que no deja resquicio alguno, hasta confundir arteramente lo legal con lo legítimo. El ciudadano europeo hace tiempo que abdicó de su condición político-activa para metabolizarse en habitante-consumidor, carente de deberes públicos pero portador de todos los derechos exigibles frente a los políticos en los que ha delegado la gestión de sus problemas. Y lo de la diversidad, para qué engañarnos, siempre fue mentira. Quizá porque la misma Europa que enarbola esta bandera multicolor, inventó la Inquisición y los campos de exterminio para quemar y matar a todo aquel que pensara, hablara o rezara distinto.
La crisis económica de Grecia, madre de la democracia, obedece a la tiranía oligárquica de los que mercadearon y aseguraron en falso con dinero público. La crisis institucional de Italia, madre del Derecho, obedece a la dictadura de un mafioso que ha construido un traje jurídico a su medida para perpetuarse en el poder. La crisis política europea, madre del Republicanismo, obedece al consentimiento vergonzante de su ciudadanía inexistente. La crisis del Estado del bienestar trae causa de un capitalismo encubierto y sostenido con el dinero de unas clases medias cada vez más empobrecidas. Y la crisis moral de Europa, cuna de ninguna de las tres religiones monoteístas, obedece precisamente a eso: a su herejía consigo misma.
La nueva helenización y romanización de Europa se traducen hoy en una contaminación del cáncer económico y en el enquistamiento de una moral de ultraderecha y conservadora consentida e incluso alentada por algunos de sus miembros. Y para colmo, el corazón de Europa está enfermo. Bruselas, capital del Estado plurinacional y bilingüe por excelencia, modelo de la gestión política de la diversidad, está al borde de quedar encerrada entre flamencos y valones. Bélgica puede partirse en dos mitades irreconciliables. Un precedente que daría la razón, más que a los nacionalismos separatistas intraestatales, a los nacionalismos integristas que configuran el ideario excluyente de Estados plurinacionales como el español. Quienes apuestan porque en el Senado sólo se hable en castellano, por ejemplo, son los mismos que pitaban en sus coches celebrando la derrota del Barcelona y aplaudirían la inconstitucionalidad del Estatut. La España integrista y excluyente que no es España.