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La polis griega y la creación de la democracia

CASTORIADIS 3
Cornelius Castoriadis.

¿Cómo puede uno orientarse en la historia y en la política? ¿Cómo juzgar y decidir? Parto de esta cuestión política y me interrogo: ¿Qué interés político tiene para nosotros la democracia griega antigua?

En cierto sentido, Grecia es evidentemente un supuesto de esta discusión. En Grecia nació la interrogación razonada sobre lo bueno y lo malo, sobre los principios mismos en vinud de los cuales nos es posible afirmar, más allá de las fruslerías y de los prejuicios tradicionales, que una cosa es buena o mala. Nuestro cuestionamiento político es, ipso facto, una continuación de la misma posición griega aunque, en más de un punto de vista importante, la hemos sobrepasado e intentarnos aun sobrepasarla.

Las discusiones modernas sobre Grecia estuvieron envenenadas por dos preconcepciones opuestas y simétricas y, en consecuencia y en cierto sentido, equivalentes. La primera, que encontramos más frecuentemente desde hace cuatro o cinco siglos, consiste en presentar a Grecia como un modelo, como un prototipo, como un paradigma eterno.1 (Y una de las modas actuales es la inversión exacta de esta estimación: Grecia sería el antimodelo, el modelo negativo.) La segunda concepción, más reciente, se resume en una «sociologización» o en una etnologIzación completas del estudio de Grecia. Las diferencias entre los griegos, los nambikwaras y los bamilekes son puramente descriptivas. En un plano formal, esta segunda actitud es sin duda correcta. No sólo (y esto es evidente) no podría haber la menor diferencia de «valor humano», de «mérito» o de «dignidad» entre pueblos y culturas diferentes, sino que tampoco se podría oponer la menor objeción al procedimiento de aplicar al mundo griego métodos aplicados a los aruntas o a los babilonios.

Y, con todo eso, este segundo enfoque deja de lado un punto ínfimo pero al mismo tiempo decisivo. La interrogación razonada sobre las otras culturas y la reflexión acerca de ellas no comenzaron ni con los aruntas ni con los babilonios. Y en verdad se podría demostrar que dicha interrogación y dicha reflexión eran allí imposibles. Hasta Grecia y fuera de la tradición grecooccidental las sociedades están instituidas según el principio de un estricto cerco; ese punto de vista declara: nuestra visión del mundo es la única que tiene sentido y que es verdadera, las «demás» son extrañas, inferiores, perversas, malas, desleales, etc. Como observaba Hannah Arendt, la imparcialidad llegó al mundo con Homero2, y esa imparcialidad no es sencillamente «afectiva» sino que interesa también al conocimiento y a la comprensión. El verdadero interés por los otros pueblos nació con los griegos, y ese interés es solamente otro aspecto de la mirada crítica e interrogadora que los, griegos dirigían a sus propias instituciones. En otras palabras, ese interés esta dentro del movimiento democrático y filosófico creado por los griegos.

Que el etnólogo, el historiador o el filósofo estén en condiciones de reflexionar sobre sociedades que no son la suya propia o hasta sobre su propia sociedad se hizo posible y se convirtió en una realidad sólo dentro del marco de esta tradición histórica particular: la tradición grecooccidental. Y de dos cosas una: o bien ninguna de esas actividades tiene un privilegio particular respecto de la otra, por ejemplo, la adivinación por el veneno en los azandes en ese caso el psicoanalista, por ejemplo, no es más que la variante occidental del chamán como decía Lévi-Strauss; y el propio Lévi-Strauss, así como toda la cofradía de los etnólogos, no sería más que una variedad local de hechiceros que se ponen (dentro de ese grupo de tribus particular que es el nuestro) a exorcizar a tribus extranjeras o a someterlas a algún otro tratamiento, y aquí la única diferencia está en que en lugar de aniquilarlas por fumigación, se las aniquila por estructuralización; o bIen aceptamos, postulamos en principio una diferencia cualitativa entre nuestro enfoque teórico y las demás sociedades y los enfoques de los «salvajes» y. asignamos a esta diferencia un valor bien preciso, limitado, pero sólido y positivo3. Entonces comienza una discusión filosófica. Solamente entonces y no antes, porque entablar una discusión filosófica supone afirmar previamente que pensar sin restricciones es la única manera de abordar los problemas y las tareas. Y, puesto que sabemos que esta actitud no es en modo alguno universal, sino que es enteramente excepcional en la historia de las sociedades humanas4, debemos preguntarnos cómo, en qué condiciones, por qué caminos la sociedad humana fue capaz, en un caso particular, de romper el cerco por obra del cual ella existe por regla general .

En este sentido, si es equivalente describir y analizar a Grecia y describir y analizar a cualquier otra cultura tomada al azar, meditar y reflexionar sobre Grecia no es equivalente ni podría serlo. Pues en este caso meditamos y reflexionamos sobre las condiciones sociales e históricas del pensamiento mismo, por lo menos tal como lo conocemos y lo practicamos. Debemos desembarazamos de estas dos actitudes gemelas: o bien habría habido antes una sociedad que es para nosotros el modelo inaccesible, o bien la historia sería fundamentalmente chata y uniforme y no habría más que diferencias descriptivas significativas entre diversas culturas. Grecia es ellocus historicosocial donde se creó la democracia y la filosofía y donde, por consiguiente, están nuestros propios orígenes. En la medida en que el sentido y el vigor de esta creación no están agotados -y yo estoy profundamente convencido de que no lo están-, Grecia es para nosotros un germen, no un «modelo» ni un ejemplo entre otros, sino un germen.

La historia es creación: creación de formas totales de vida humana. Las formas historicosociales no están «determinadas» por «leyes» naturales o históricas.

La sociedad es autocreación. La sociedad y la historia crean la sociedad instituyente por oposición a la sociedad instituida, sociedad instituyente, es decir, imaginaria social en el sentido radical de la expresión.

La autoinstitución de la sociedad es la creación de un mundo humano, un mundo de cosas, de lenguaje, de normas, de valores, de modos de vida y de muerte, de objetos por los que vivimos y de objetos por los que morimos … y, desde luego, la creación del individuo humano en quien está masivamente incorporada la institución de la sociedad.

En esta creación general de la sociedad, cada institución particular e históricamente dada de la sociedad representa una creación particular. La creación, en el sentido en que yo entiendo el término, significa el establecimiento de un nuevo eidos, de una nueva esencia, de una nueva forma en el sentido pleno y fuerte de ese término: nuevas determinaciones, nuevas formas, nuevas leyes. Ya se trate de los chinos, ya se trate de los hebreos clásicos o de la Grecia antigua, ya se trate del capitalismo moderno, la institución de la sociedad implica establecer determinaciones y leyes diferentes, no sólo leyes «jurídicas», sino maneras obligatorias de percibir y concebir el mundo social y «físico» y maneras obligatorias de actuar en él. En el seno de esta institución global de la sociedad aparecen creaciones específicas; por ejemplo, la ciencia tal como la conocemos y concebimos es una creación particular del mundo grecooccidental.

Aquí surge toda una serie de cuestiones decisivas sobre las cuales debo contentarme con esbozar sólo algunas reflexiones. Ante lado, ¿cómo podemos comprender las instituciones de sociedades pasadas y/o «extranjeras»? (Y, en definitiva, ¿cómo y en qué sentido podemos pretender comprender nuestra propia sociedad?)

En el dominio historicosocial, no tenemos «explicaciones» en el sentido de las ciencias físicas. Toda «explicación» de esta clase será trivial, fragmentaria o condicional. Las innumerables regularidades de la vida social -sin las cuales, por supuesto, esta vida no existiría- son lo que son porque la institución de esa sociedad particular ha establecido ese complejo particular de reglas, de leyes, de significaciones. de valores, de instrumentos, de motivaciones. etc. Y esa institución es el magma socialmente sancionado (de manera formal o informal) de las significaciones imaginarias sociales creadas por esa sociedad particular. De manera que comprender una sociedad significa primero y sobre todo penetrar las significaciones imaginarias sociales (o adueñarse de ellas) que mantienen unida a dicha sociedad. ¿Es ello posible? Debemos tener en cuenta dos hechos.

El primer hecho es indiscutible: la casi totalidad de los miembros de una sociedad dada no comprenden ni podrían comprender una sociedad «extranjera». (Por supuesto, no hablo de los obstáculos superficiales). Esto es lo que he llamado el cerco cognitivo de la institución.

El segundo hecho (que puede discutirse y que se discute aunque yo lo tengo por aceptado) consiste en que en ciertas precondiciones sociales, históricas y personales bien precisas, algunas personas pueden comprender algo de una sociedad extranjera, lo que hace suponer cierta «universalidad potencial» de todo lo que es humano para los seres humanos. Contrariamente a los lugares comunes heredados, la raíz de esta universalidad no es la «racionalidad» humana (si en este dominio se tratara de racionalidad nadie ajeno a él habría comprendido nunca algo del Dios hebreo o de cualquier otra religión), sino que esa raíz está en la imaginación creadora como componente nuclear del pensamiento no trivial5. Todo cuanto fue imaginado por alguien con suficiente fuerza para modelar el comportamiento, el discurso o los objetos puede en principio ser reimaginado (representado de nuevo, wiedervorgeslellt) por algún otro.

Conviene insistir aquí en dos polaridades significativas.

En esta comprensión historicosocial, se impone la distinción entre «verdadero» y «falso», y no sencillamente en un sentido superficial. Uno puede decir cosas sensatas sobre las sociedades «extranjeras» así como puede decir absurdos (los ejemplos abundan).

Lo «verdadero» no podría estar sometido en este caso (como ocurre toda vez que se trata de pensamiento) a los procedimientos corrientes de «verificación» o de «refutación» que, según se piensa hoy (sin razón y sin temor a los lugares comunes), permiten trazar una línea de demarcación entre «ciencia» y «no ciencia». La idea de Burckhardt sobre la importancia del elemento agonístico (agon: lucha, combate, rivalidad, competencia) en el mundo griego (concepto que ocupa un lugar de primer plano en las reflexiones de Hannah Arendt sobre Grecia), por ejemplo, es verdadera, pero no en el mismo sentido en que E=mc2: ¿Qué quiere decir verdadero en este caso? Que esta idea agrupa una clase indefinida de fenómenos histórico sociales en Grecia, fenómenos que de otra manera estarían sin conexión, no necesariamente en su relación «causal» o «estructurar’, sino en su significación y quiere decir que su pretensión de poseer un referente real o efectivo (es decir que no sea sencillamente imaginario, ni una ficción cómoda ni siquiera un ldealtypus, una construcción racional límite6 del observador) puede ser el objeto de una discusión fecunda por más que tal discusión quizá sea (y en casos decisivos debe serlo) interminable. En suma, esa idea dilucida e inicia un proceso de dilucidación.

A primera vista la situación asume un aspecto diferente cuando hablamos de nuestra historia o de nuestra tradición o cuando hablamos de sociedades que aunque son «otras» no son «extranjeras», en el sentido de que existen vínculos genealógicos estrechos entre sus significaciones imaginarias y las nuestras, en el sentido de que de un modo u otro continuamos «compartiendo» el mismo mundo y que subsiste alguna relación activa intrínseca entre la institución de esas sociedades y la nuestra. Puesto que nosotros venimos después de esa creación aunque estamos en la misma concatenación, puesto que nos encontramos, por así decirlo, aguas abajo y vivimos, por lo menos parcialmente, en el marco mental y en el universo de seres que dichas sociedades han establecido, parecería que nuestra comprensión de nuestras sociedades «atávicas» no presentara ningún misterio. Pero evidentemente surgen otros problemas. Por la fuerza de las cosas, esta «pertenencia común» es en parte ilusoria por más que a menudo se dé la tendencia a considerarla como plenamente real. Aquí los «juicios de valor» proyectados asumen una gran importancia e interfieren en nuestra comprensión. Es extremadamente difícil de establecer la conveniente distancia entre nosotros mismos y «nuestro propio pasado»; las actitudes frente a Grecia que mencioné antes dan adecuado testimonio de ello. La ilusión de la Selbstverstiindlichkeit puede ser catastrófica: por ejemplo, hay quienes piensan hoy que la democracia o la indagación racional son cosas obvias al proyectar ingenuamente sobre toda la historia la situación excepcional de su propia sociedad… y al hacerlo se colocan en la imposibilidad de comprender lo que la democracia y la indagación racional podían significar para la sociedad en que ellas fueron creadas por primera vez.

La segunda cuestión se presenta de la manera siguiente: si la historia es creación, ¿cómo podemos juzgar y decidir? Esta cuestión (conviene subrayarlo) no se formularía si la historia fuera simple y estrictamente una concatenación causal o si comprendiera su phüsis y su telos. Precisamente porque la historia es creación, la cuestión del juicio y de la elección o decisión se presenta como una cuestión radical y no superficial.

La radicalidad de la cuestión se debe a que, a pesar de una ilusión ingenua y muy difundida, no hay ni podría haber fundamento riguroso y último de cualquier cosa que sea, ni siquiera del conocimiento y ni siquiera de la matemática. Recordemos que esta ilusión de los fundamentos nunca fue alimentada por los grandes filósofos, ni por Platón ni por Aristóteles, ni por Kant ni por Hegel. Descartes fue el primer filósofo importante que sucumbió a la ilusión del «fundamento”…y es éste uno de los terrenos en que su influencia resultó catastrófica. Se sabe que desde Platón toda demostración presupone algo que no es demostrable. Quisiera insistir aquí sobre otro aspecto de la cuestión: los juicios que formulamos y las decisiones que efectuamos pertenecen a la historia de la sociedad en que vivimos y dependen de ella. No quiere decir esto que esos juicios y decisiones sean tributarios de «contenido» historicosociales particulares (aunque esto también es exacto). Quiero decir más precisamente que el simple hecho de juzgar y decidir o elegir, en un sentido profundo, presupone no sólo que formamos parte de esta historia particular, de esta tradición particular en la que por primera vez se hizo efectivamente posible juzgar y decidir, sino que antes de todo juicio y decisión de «contenidos» nosotros ya hemos juzgado afirmativamente y elegido esta tradición y esta historia. Pues tal actividad y la idea misma de juzgar y decidir son grecooccidentales, fueron creadas en ese mundo y en ninguna otra parte. La idea no se le habría ocurrido ni podría habérsele ocurrido a un hindú, a un hebreo clásico, a un auténtico cristiano o musulmán. Un hebreo no tiene nada que decidir o elegir; recibió de una vez por toda la verdad y la ley de manos de Dios; si se pusiera a juzgar y a decidir sobre esto ya no sería un hebreo. Tampoco un cristiano tiene nada que juzgar ni decidir: sólo tiene que creer y amar pues está escrito «no juzgues y no serás juzgado» (San Mateo VII, 1). Por otra parte, un grecooccidental, un («europeo») que presenta argumentos racionales para rechazar la tradición europea confirma eo ipso esa tradición así como el hecho de pertenecer permanentemente a ella.

Con todo, esta tradición no nos permite tampoco descansar pues engendró la democracia y la filosofía, las revoluciones norteamericana y francesa, la comuna de París y los consejos obreros húngaros, el Partenón y Macbeth; pero esa tradición produjo también la matanza de los melianos por parte de los atenienses, la inquisición, Auschwitz, el Gulag y la bomba H. Creó la razón, la libertad y la belleza, pero también la monstruosidad a raudales. Ninguna especie animal habría podido crear Auschwitz o el Gulag: hay que ser un ser humano para mostrarse capaz de ello. Y en nuestra tradición se han realizado por excelencia estas posibilidades extremas de la humanidad en el dominio de lo monstruoso. El problema del juzgar y del decidir surge pues en esta tradición que no podríamos validar en bloque, ni siquiera por un instante. Y, claro está, este problema no se plantea como una simple posibilidad intelectual. La historia misma del mundo grecoocidental puede interpretarse como la historia de la lucha entre la autonomía y la heteronomia.

Como se sabe, el problema del juicio y de la elección es objeto de la tercera Crítica de Kant y se sabe que Hannah Arendten sus últimos años se volvió hacia esa tercera Crítica en su intento de hallar un fundamento para esas actividades del espíritu. Tengo la impresión de que hoy se difunde una especie de ilusión entre los discípulos y los comentaristas de Hannah Arendt, ilusión que consiste en pensar a) que, de una manera u otra, Kant «resolvió» este problema en la tercera Critica y b) que su «solución» podría transponerse al problema político o por lo menos facilitar la elaboración de este último. Y, en efecto, la facilita, pero, como intentaré demostrarlo brevemente, de manera negativa.

Sostengo que toda esta cuestión es un extraño entrecruzamiento (frecuente en filosofía) de intuiciones justas a las que se llegó por razones erróneas. Esto comienza con el propio Kant. ¿Por qué, nueve años después de la primera edición de la Crítica de la razón pura, Kant se sintió impulsado a plantear la cuestión del Urteil y de la Urteilskraft?7 las respuestas aparentemente sólidas dadas a esta cuestión en el Prefacio y la Introducción a la tercera Crítica aparecen como reconstrucciones racionales o racionalizaciones, como una empresa de elaboración sistemática y sistematizante de motivaciones filosóficas más profundas y no siempre plenamente conscientes. La primera de esas motivaciones es sin duda el hecho de que Kant comprendió que lodo el edificio de la Crítica de la razón pura quedaba en el aire, que todo lo «dado» no bastaba para producir la Erahrung (experiencia), que la organización de un «mundo» partiendo de la Mannigfaltigkeit (diversidad, multiplicidad) de los datos supone que esa Mannigfaltigkeit posee ya un mínimo de organización intrínseca, puesto que por lo menos debe ser organizable. Ninguna categoría de causalidad podría legislar una Mannigfaltigkeit que se conformara con esta ley: si y sucedió antes a x, nunca una y sucederá de nuevo a una x8 Verdad es que en un mundo totalmente «caótico» de este tipo, sería imposible la existencia de un «sujeto cognoscente» real, efectivo, pero éste no es más que un segundo argumento, igualmente vigoroso contra la monocracia del trascendentalismo subjetivo. El objeto de la legislación debe aparecer como «legislable»; y el legislador debe «existir» realmente. Ambas condiciones implican un mundo que no sea totalmente caótico.

El «feliz azar» (glücklicher Zufall), el carácter «contingente» de la unidad sistemática de las leyes de la naturaleza y de su facultad de responder a los imperativos del Verstand -que en realidad y en cierto sentido es la verdad de la cuestión- no aporta una respuesta filosófica digna de este nombre a aquella problemática. De ahí el paso a una teleología (reflexiva y no constitutiva) de la naturaleza: aunque no podamos «probarlo» .la naturaleza funciona como si estuviera organizada de conformidad con ciertos fines. La obra de arte humana ofrece un análogo de este trabajo de la naturaleza, pues en ella podemos ver «la imaginación en su libertad misma como determinable de manera final para el entendimiento» (párrafo 59).

Y precisamente. la segunda motivación es el reconocimiento del carácter específico de una obra de arte9 Kant debe conciliar su deseo (o su necesidad) de presentar una «estética», una filosofía de lo bello y un locus filosófico para esa filosofía, y su vago sentimiento del carácter específico ontológico del arte como creación. Y. desde luego, en este punto Kant sobrepasa la tradición y la ontología clásica. La gran obra de arte no se atiene a reglas sino que establece nuevas reglas, la obra de arte es Muster y exemplarisch. El artista, el genio, no es capaz de describir o de explicar científicamente su obra, pero establece la norma como naturaleza (als Natur. párrafo 46). Claro está, aquí se trata de la natura naturans y no de la natura naturata, no de la naturaleza de La crítica de la razón pura, sino de una fuerza «viva» que reúne a la materia bajo la forma. El genio es Natur ¡y la Natur es genio! en cuanto libre imaginación determinable según la finalidad.

La tercera motivación es el creciente interés que sintió Kant por las cuestiones de la sociedad y la historia, interés manifiesto en sus numerosos escritos de la época sobre esos temas y expresado en la tercera Crítica a través de la idea de un sensus communis y de la distinción entre la validez universal (Allgmeingültigkeit) objetiva y subjetiva.

Antes de considerar las cuestiones que plantea el hecho de recurrir –frecuente hoy- a la tercera Crítica en lo relativo a las actividades de juzgar y decidir, es necesario que nos demoremos algún tanto en una paradoja de primera rnagnitud10 ¿Por qué habría que recurrir a la Crítica del juicio cuanto toda la filosofía práctica está explícitamente enderezada a la formulación de reglas y máximas de juicio y elección en las cuestiones «prácticas»? ¿Por qué, en las recientes discusiones, se pasan por alto las bases aparentemente sólidas ofrecidas por la filosofía práctica de Kant en materia de juicio político fundamental, siendo así que hace unos ochenta años dichas bases inspiraron copiosamente a los socialistas neokantianos, a los austromarxistas. Etc.? Si el imperativo categórico como tal es algo vacío, si no es más que la forma elemental de la universalidad abstracta, como lo vieron y dijeron justamente Schiller y Hegel, si los intentos de Kant para derivar exhortaciones positivas y prohibiciones partiendo del principio de contradicción dejan de desear, no se podría decir ciertamente lo mismo de sus «imperativos prácticos». Sé una persona y respeta a los demás como personas; respeta la humanidad en todo ser humano; trata a los demás como fines y nunca como simples medios…. si estos principios son válidos, ciertamente se sentirá uno chocado por un personaje como Eichmann y lo que éste representa. Pero no experimentará ninguna perplejidad en cuanto a la posibilidad de juzgarlo. Hans Jonas no habría ya tenido que preocuparse por ser capaz de decir a Hitler, «Lo mataré» y no decirle «Usted no tiene razón”11.

Pero evidentemente la cuestión no queda reglada de esta manera. En primer lugar. Hitler tendría razón al responder: «Usted no puede demostrarme la validez de sus máximas». En segundo lugar. Hitler no respondería nada parecido a eso, pues ni los nazis ni los stalinianos discuten, se limitan a sacar sus revólveres, y en tercer lugar, si las máximas escapan a la indeterminación, ello se debe únicamente a que hemos tomado la costumbre de dar un contenido más o menos determinado a las nociones de «persona», de «humanidad». etc. Esta no es porfía filosófica. No hace mucho tiempo que la Iglesia condenaba a hombres a la hoguera para salvarles su «humanidad», su alma. Las máximas (o todas las reglas similares) sólo tienen valor en una comunidad y para una comunidad en la que a) se acepte la discusión razonable (no «racional») como un medio de superar las diferencias. b) se admita que no todo puede ser «demostrado» y c) exista un grado de consenso suficiente (aunque sea sólo tácito) en cuanto a la significación, más allá de su definición lógica, de términos tales como «persona» o «humanidad» (o también «libertad», «igualdad». «justicia». etc.). Se observará que estos términos representan significaciones imaginarias sociales por excelencia.

Las similitudes que presentan estos supuestos previos con las de toda discusión sobre el arte son evidentes. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que los juicios políticos y estéticos procedan de un tronco común; quiere decir que, prima facie, no deja de ser razonable estudiar las condiciones en las que una comunidad puede discutir y entenderse sobre cuestiones que se salen del campo de los rigurosos procedimientos de la demostración.

Pero no es menos evidente que esas condiciones son tan restrictivas que pierden toda utilidad cuando encarnamos las cuestiones de fondo. La tercera Crítica de Kant representa en realidad una descripción, no una «solución», del problema del juicio. Por importante que ella sea no nos presta ninguna ayuda en la busca de los «fundamentos». Como «solución», no es más que una petición de principios desde un punto de vista estrictamente lógico, lo que equivale a decir, en mi propia terminología, que describe el círculo primario de la creación historicosocial sin saberlo. Esta es la cuestión que me propongo discutir brevemente ahora.

Hagamos notar desde el comienzo que, por lo menos que yo sepa, la invocación a la Critica del juicio tiene que ver aquí únicamente con las ideas de «gusto» y de «juicio reflectante», pero absolutamente nada con la idea de que la gran obra de arte es una creación. Quienes adoptan esta actitud ignoran o disimulan una aporía central (y fatal) de la obra de Kant.

Para Kant, el «juicio reflectante» estético posee una subjektive Allgemeingültigkeit (una validez universal subjetiva) por oposición a la validez universal objetiva de los juicios formulados, por ejemplo, en el campo teórico. Ese juicio reflectante se refiere al gusto y depende de la posibilidad que el sujeto tiene de colocarse «en el lugar de otro». Ninguna condición de esta naturaleza se requiere en los casos de los juicios de validez universal objetiva en los que el «otro» (desde el punto de vista del quidjuris) no presenta el menos interés.

¿De dónde procede esta validez universal (subjetiva) del juicio de gusto? Del hecho de que, en el juicio estético, yo no digo «esto me gusta» ni «esto me parece bello» sino que digo «esto es bello». Aquí reivindico la universalidad de mi juicio. Pero evidentemente esto no basta. Es perfectamente posible que yo dé (o que se estime que doy) la forma de la universalidad a una clase de mis juicios sin que el menor contenido de ellos corresponda de manera válida a esa forma. Es perfectamente posible que yo formule una pretensión a la universalidad y que esa pretensión permanezca siendo vana y vacía.

A velle ad esse non valet consequentia. Aquí la trampa logicotrascendental no funciona. Cuando digo, no «Creo que P es verdadero», sino «P es verdadero», la cuestión de la validez universal de mi juicio puede, en principio, ser zanjada mediante reglas y procedimientos. Y si alguien me dice que «nunca hay algo verdadero» o bien que «la verdad es una cuestión de capricho», ese alguien se sale de jure del campo de la discusión racional. En las cuestiones teóricas no tengo que preocuparme de esto, puedo prescindir del asentimiento de los «demás» y ya no tengo necesidad de observar las cosas desde «el punto de vista de lo otros».12 No ocurre esto con el juicio reflectante en el que es necesario que yo haga intervenir el punto de vista de otro. Ahora bien, si los demás tuvieran «gusto puro», si existiera algo así como un «gusto puro», aun «trascendentalmente», es decir, en el sentido en que el reiner Verstand debe «existir», todo esto no sería más que un simple juego de palabras. El otro sería sólo un ejemplo concreto más del mismo

«universal» (por más que ese universal no sea ciertamente ni lógico ni «discursivo») del cual yo mismo sería también un ejemplo. En efecto, si existiera el «gusto puro», ello supondría que ese gusto nada debe a las «particularidades empíricas» de los sujetos involucrados y que en modo alguno estaría afectado por dichas particularidades (lo mismo en el caso del conocimiento o de la ética). Pero, en el dominio del juicio estético, los demás deben precisamente tomarse en consideración como otros. El otro no difiere de mí «numéricamente» (como habrían dicho los escolásticos) sino sustantivamente. A pesar de las connotaciones del término reflectante, en el juicio reflectante el otro no es un espejo. El otro puede funcionar en el lugar que Kant le asigna porque es otro (diferente en un sentido no superficial). El juicio estético existe y es de una naturaleza diferente de la del juicio teórico o práctico puro (ético) porque personas diferentes pueden entenderse sobre cuestiones de belleza. En el caso del juicio teórico práctico el acuerdo es a la vez necesario y superfluo; aquí la universalidad es identidad de las «ejemplificaciones» numéricas indefinidas e indiferentes. La «validez universal subjetiva» del juicio estético es en cambio comunidad a través de la no identidad. Al otro debe parecerle -o le parece- bella La ronda nocturna, aunque sea diferente de mí en un sentido profundo.

Pero diferente ¿cómo, en qué medida, hasta qué punto? Sólo lo bastante, ni demasiado diferente ni demasiado poco diferente. El juicio que yo formulo sobre Edipo Rey, ¿podría quedar quebrantado si a un grupo de mandarines Tang, Song o Ming extremadamente refinados les pareciera repugnante esa tragedia? ¿Debería yo pensar desde el punto de vista de Hokusai cuando miro Las señoritas de Aviñon? Kant habla, claro está, en varias ocasiones de la «educación del gusto». Pero la educación del gusto suscita dos problemas filosóficos enormes (enormes en esta perspectiva). En primer lugar, la educación del gusto es imposible a menos a) que la belleza esté ya presente, y b) que la belleza sea reconocida justamente como tal. ¿A partir de qué? ¿Por quién? ¿Sobre qué base? ¿Quién educará a los educadores? O bien la educación del gusto es una expresión vacía de sentido, o bien la belleza es un Faktum histórico (como lo es también, en realidad, la Erfahrung) y su «reconocimiento» o su «recepción» no podría explicarse ni comprenderse (y aun menos ser «fundada») así como no podría comprenderse su creación (Kant dice Erzeugung, producción, engendramiento). Lo que de nuevo descubrimos aquí es ese círculo primario, originario, de la creación: la creación presupone la creación. En segundo lugar, si pensamos en una educación históricamente eficaz, llegaríamos (y en verdad llegamos) a la imposición de un «gusto» dado en una cultura particular. De manera que la uniformidad del gusto será más o menos «obligatoria»… y el juicio reflectante no dará nada más [como output] que los inputs ya inyectados en los sujetos históricos.

Además, si la belleza es un Faktum histórico, no hay una sola y única historia de ese Faktum, sino que hay una inmensa pluralidad de historias y, por tanto, también de gustos. Hemos sido educados -y nosotros continuamos educando a nuestros hijos- en y mediante las creaciones de nuestra propia historia. Y es asimismo nuestra propia historia -y solamente esta historia-la que nos educó, de manera tal que sabemos apreciar la belleza de las esculturas mayas, de las pinturas chinas o de la música y de la danza de Bali, en tanto que lo inverso no es cierto. Claro está que algunos de los mejores intérpretes contemporáneos de Mozart son japoneses. Pero lo son porque esos intérpretes se han «accidentalizado»: no tanto en el sentido ele que aprendieron a tocar el piano, a estudiar a Mozart, como en el sentido en que aceptaron esa apertura, ese movimiento de aculturación con su corolario: que la música de ciertos bárbaros no puede rechazarse de antemano sino que puede merecer la pena de que uno se adueñe de ella.13 Si el otro no es una sombra o un maniquí, pertenece a una comunidad hisroricosocial definida y concreta. Concreta quiere decir particular, una comunidad particular con su «educación’ particular, es decir, con su tradición. Pero entonces, remitirse a su punto de vista fluctúa peligrosamente entre la vacuidad y la tautología. Ese remitirse es vacío, si se considera que el otro en cuestión se halla en cualquier comunidad; y es tautológico, si apelamos a nuestra propia comunidad, pues entonces se trata siempre sólo de continuar juzgando bello lo que ya juzgábamos como tal.

Que ello deba ser así se debe ciertamente a lo que he llamado el cerco cognitivo de mundos historicosociales diferentes, y este concepto se aplica tanto al arte como a la «ciencia», tanto a las razones suficientes de morir como a las buenas maneras de mesa. Ciertamente hay que hacer una distinción entre la «ciencia» y lo demás o, en todo caso, el arte. Aun cuando rechacemos los argumentos pragmáticos del tipo: «La validez universal de nuestra ciencia, por oposición a la magia de los salvajes, está probada por el hecho de que nosotros matamos a los salvajes con mucha mayor eficacia de lo que su magia puede matarnos», lo cierto es que las posibilidades de una «validez universal» efectiva de la ciencia son muy superiores a las del arte. Pues, en el caso de la ciencia, el componente conjuntista-identitario (legein y teukhein) es de una importancia enorme y ese componente es menos variable de una cultura a otra.14 Por ejemplo, en la medida en que la causalidad es universalmente reconocida (la propia magia opera sobre la base de una especie de postulado de la causalidad), puede uno convencer a cualquier salvaje, al precio de un número pequeño de operaciones, de que X es la causa de Y. Pero las posibilidades que tiene uno de hacerle gustar de Tristan und I solde son infinitamente menores; para conseguirlo uno deberá iniciar al salvaje en varios siglos de cultura europea. Naturalmente esto no se debe a un azar, el arte –que nunca fue «arte puro» salvo durante un período histórico reciente muy breve- está mucho más estrechamente y profundamente vinculado con el núcleo de las significaciones imaginarias de una sociedad que el «conocimiento de las cosas».

Desde luego, existe una respuesta kantiana a todo esto y esa respuesta es (por 10 menos) triple, Primero, la obra de arte se dirige a la «parte subjetiva que se puede suponer en todo hombre (como exigible para el conocimiento posible en general)» (párrafo 38). Y esta parte se encuentra en la animación recíproca de la imaginación, en su libertad, y del entendimiento en su conformidad con una ley (Gesetzmiissigkeit) (párrafo 35), según la proposición conveniente (párrafo 21). Segundo, la «necesidad» del juicio de gusto se funda en un «concepto indeterminado», el «concepto de un sustrato suprasensible de fenómenos» (párrafo 57). Y, tercero, existe un proceso histórico que equivale a un progreso de la educación del gusto y ciertarnente a una actualización de la universalidad efectiva en virtud de una marcha convergente, y ese progreso se manifiesta en el desarrollo de la civilización en general y en la Au.fkliirung en particular (párrafo 41).

No es posible ni necesario discutir aquí estos puntos. Me contentaré con hacer notar, con referencia al primero, que sus implicaciones son mucho más vastas de 10 que parecen a primera vista. Puede uno estar de acuerdo sin dificultad en que la imaginación, el entendimiento y la interacción «productiva» de una y del otro están presentes en todos los hombres; la cuestión del gusto pone en juego mucho más que esas «facultades» universales abstractas, pues se refiere a su especificación histórica concreta (Kant tenía plena conciencia de esto, como lo demuestra su tercer punto y también la Observación que sigue al párrafo 38). Pero, y esto es mucho más importante, estas ideas remiten a la filosofía kantiana en su totalidad, tanto a la «filosofía pura» como a la «filosofía de la historia», Sin esto, la tercera Critica se encuentra como suspendida en el aire. Me asombra que los partidarios contemporáneos de recurrir a la tercera Critica no parezcan darse cuenta de que deberían aceptar, con el resto de la herencia, las ideas de un «sustrato suprasensible de los fenómenos» (en el sentido kantiano del término «suprasensible») y de la «humanidad», o también la idea de que la belleza es el «símbolo del bien moral» (párrafo 59). Y más asombroso aun me parece que esos hombres no puedan tener en cuenta el vínculo esencial que existe entre la teoría del gusto y del juicio expuesta por Kant y el universo histórico, por otro lado, vínculo que se manifiesta en la posición clara y sin equívocos de Kant en lo tocante a la Aufkliirung . Si todas las tribus humanas, después del largo período en que erraron por las selvas salvajes de la precivilización, se reunieran ahora en los calveros de la Aufkliirung donde nosotros, los primeros que hemos llegado a ella, los saludaríamos amistosamente a medida que fueran llegando, los problemas serían ciertamente muy diferentes. Pero, ¿no se nos había explicado que toda la discusión comenzó precisamente a causa de la crisis que quebrantó las ideas y las normas de la Aufkliirung?

Pasemos ahora al otro grupo de ideas de la tercera Crítica. Las bellas artes son las artes del genio, y la obra del genio es una creación, por más que el propio Kant no emplee este mismo término.15 La obra del genio es nueva, no «numéricamente», sino esencialmente por el hecho de presentar nuevas normas: es un nuevo eídos. Es asimismo «modelo», «prototipo» (Muster).

Pero, ¿un modelo de qué y para hacer qué? El término es extraño puesto que uno naturalmente esperaría esta respuesta: un modelo para imitar. Pero Kant rechaza y condena severamente y con razón la imitación e insiste con énfasis en la originalidad esencial que para él es la marca distintiva de la obra de arte, es decir, del genio. (¡Ay! si por lo menos se hubiera podido hacer comprender a la gente esa identidad, que arte = genio, desde siglos atrás…).

SI se toma el término «prototipo» en el sentido formal, la obra de genio es un prototipo de nada y para nada.16 Pero esa obra es un prototipo desde otros dos otros puntos de vista. Es un prototipo del «hecho» de la creación; se propone como ejemplo no para Imitar o copiar (Nachahmung o Nachmachung) sino como ejemplo que llama a una «continuación» o sucesión (Nachfolge), a fin de que se repita el hecho y la hazaña de la creación. Y esa obra sirve igualmente de modelo para la educación del gusto. En ambos casos volvemos a encontrar el círculo de la creación histórica, y ninguna construcción «lógica» o «analítica» nos permite salir de esta Situación paradójica. La obra maestra puede servir de modelo para la educación del gusto sólo si el gusto ya está bastante desarrollado para reconocer aquella una obra maestra, y sólo puede servir de modelo para una repetición del acto creador SI ya está reconocida como la encarnación de semejante acto.

Detrás de la construcción aparentemente -como siempre- estanca de Kant y más allá de la toma de conciencia de su naturaleza, que, como de costumbre, es Inestable, encontramos aquí una intuición profunda de la verdad en esta materia. Como creación, el arte no podría ser «explicado». Tampoco la recepción de la gran obra de arte podría «ser explicada». La [unción «educativa» de lo nuevo y de lo original es a la vez en hecho y una paradoja.17 Esa [unción es un ejemplo del hecho y de la paradoja de toda creación histórica.

La teoría de la estética de Kant constituye el único sector de sus escritos fundamentales en el que el filósofo se ve obligado a ir más allá de su enfoque estrictamente dualista y de tener en cuenta lo que los ulteriores neokantianos (Rickert) llamarían das Zwischenreich des immanenten Sinnes (la región intermedia del sentido inmanente). Es este el momento en que Kant se acerca más a reconocer la creación en la historia, aunque no la nombre, ni podía nombrarla. La belleza es algo creado. Pero es característico, en primer lugar, que Kant se haga una idea «excepcional» de la creación: únicamente el genio crea… y el genio lo hace «como naturaleza», (por cierto, esta naturaleza no tiene nada que ver con la «naturaleza» de su filosofía teórica. Se comprende sin dificultad que «naturaleza» es aquí un incómodo seudónimo que está en lugar de «Dios»; el «genio» es un ramal fragmentado de la inteligencia creadora encargado de toda reflexión sobre la teleología de la «naturaleza».) Y en segundo lugar, también es característico de Kant que la creación esté restringida al dominio -ontológicamente privado de peso- del arte. Lo que Kant tiene que decir sobre el trabajo científico en la tercera Crítica es característico de la necesidad intrínseca en que se ve Kant de trivializarlo y de reducirlo a un proceso de acumulación. En el dominio del arte, la validez efectiva, el reconocimiento y la recepción de las normas (las significaciones o los «valores», para emplear la terminología neokantiana) deben adquirir una importancia decisiva. De ahí el paso de la «validez universal objetiva» a la «validez subjetiva» y de lo «determinante» a lo «reflectante»: la determinación no depende de la opinión de los demás, en tanto que lo reflectante la hace intervenir. De manera que el carácter irreductible de la creación y la comunidad/ colectividad de los seres humanos adquieren, aunque algo forzadamente, cierta categoría filosófica, aunque sólo sea como problemas.

Kant cree que aporta una respuesta al interrogante de la esencia de la belleza (de lo que es la belleza) y de la «necesidad» de su reconocimiento común. Naturalmente, no da tal respuesta. Debemos cobrar plena conciencia de la importancia capital que tiene la tercera Crítica, no sobre la cuestión del juicio, sino en cuanto a sus instituciones relativas a la creación y a la comunidad humana. También debemos reconocer los límites de esas intuiciones y el necesario origen de tales límites en el «cuerpo principal» de la filosofíakantiana (en las otras dos Criticas). Si quiere uno liberarse de esos límites, hay que hacer explotar ese cuerpo principal… pero entonces, las intuiciones de la tercera Crítica asumen un sentido enteramente diferente y nos llevan en direcciones inesperadas. A causa de esos límites -que en verdad son comunes a la corriente central de la tradición filosófica heredada-, Kant no tiene la posibilidad de concebir lo imaginario social radical ni la institución de la sociedad; no podría realmente pensar la socializad de la historia ni la historicidad de la sociedad.18 De ahí también la restricción del «Genio» y la restricción del «arte»: la creación de las instituciones es pura y simplemente ignorada por Kant, o en el mejor de los casos, Kant la presenta como una cuestión exclusivamente «racional» (considérese la «nación de demonios» en Zum ewigen Frieden). Por esta razón, el círculo primario de la creación (el hecho de que la. creación se presupone a sí misma) sólo puede aparecer de manera confusa e indistinta, entre las líneas de sus escritos y a través de las aporías de su análisis: Kant reconoce la belleza porque existe el gusto, y el gusto existe porque los hombres han sido educados y los hombres han sido educados porque estaban ya en contacto con la belleza, esto es, porque reconocieron la belleza antes de ser capaces, en principio, de hacerlo.

En el dominio del arte, como en otras esferas, lo historicosocial es autoinstitución: aquí el «genio» es a la vez un caso particular y un seudónimo de la creación histórica en general. La recepción de la obra de arte es un caso de la participación y de la cooperación activas y autocreadoras de las comunidades humanas en la institución de lo nuevo. La «recepción» no es menos paradójica ni menos creadora- que la creación. Y, por supuesto, nada de todo esto nos lleva hacia la respuesta a nuestra pregunta: ¿cómo juzgar y decidir? La generalización y la radicalización de las intuiciones de Kant no pueden sino desembocar en una generalización y en una radicalización de las aporías contenidas en su obra. En efecto, cada uno juzga y elige siempre no sólo en el seno de la institución historicosocial particular –la cultura, la tradición-que lo formó, sino que lo hace también por medio de esa institución; de otra manera sería incapaz de juzgar y de elegir nada. Que Kant pueda tener conciencia de este hecho y al propio tiempo dejarlo de lado atestigua su posición fundamental de Aufkliirer. Para Kant, en verdad hay una sola historia y, en todo aquello que realmente importa, esa historia nunca se confunde con la nuestra (o también, nuestra propia historia es el punto en que se encuentran «trascendentalmente y obligatoriamente» todas las historias particulares). Podría uno sentirse tentado a ver en esta actitud una posición «empírica» de la que se podría prescindir, pero esto sería erróneo. Pues este postulado -la «trascendentalización» del hecho histórico de la Aufkliirung- es necesario si se quiere contar con una apariencia de respuesta en término «universales», a la pregunta inicial. Si perteneciéramos todos a la misma tradición fundamental-o si de jure hubiera una sola y única tradición «verdadera»-, podríamos invocar el «mismo» gusto. (Pero aun en ese caso habría que suponer, contra los hechos, que las rupturas creadoras que jalonan esta tradición permanecen dentro de ciertos límites indefinibles.)

Ahora podemos llegar a una conclusión sobre el entrecruzamiento permanente de instituciones Justas y malas razones que prosigue hoy con la invocación contemporánea a la tercera Crítica. Hoy se recurre a la teoría kantiana del juicio con la ilusión .de que ella pueda aportar elementos de respuesta a la cuestión de Juzgar y decidir, cosa que dicha teoría no hace. Y no se tiene en cuenta la tercera Crítica en lo que ella realmente es, en su germen más precioso: la intuición del hecho de la creación. Pero esto no se debe a un azar, pues nuestros contemporáneos repudian (por lo menos tácitamente) el cuerpo principal de la filosofía de Kant; SI no lo hicieran, no tendría ninguna necesidad de recurrir a la tercera Crítica en materia de juicio práctico político. Ahora bien, una vez liberada del andamiaje (o de la jaula) trascendental y de los postulados relativos a lo suprasensible, la idea de creación se hace incontrolable. Si las normas mismas son creadas, ¿cómo eludir la idea aterradora de que el bien y el mal son también ellos mismos creaciones historicosociales? Por eso prefieren refugiarse en un vago sensus corrununis en lo referente al bien y al mal… y olvidar una vez más que precisamente el derrumbe efectivo de ese sensus communis es el origen de toda la discusión.

¿Podemos hacer algo más que enunciar algunos hechos evidentes? ¿Enunciar que juzgar y decidir se realizan siempre en el seno de una institución historicosocial existente y por medio de ella? ¿O bien que proceden de una nueva creación frente a la cual no hay otros criterios disponibles que aquellos que estableció esta nueva creación por primera vez? ¿Y cómo podemos abordar razonablemente, si no «racionalmente», la cuestión del juicio y de la elección en diferentes instituciones de la sociedad, la cuestión política por excelencia?

Aquí no puedo discutir este problema. Repetiré tan sólo lo siguiente: la singularidad absoluta de nuestra tradición, grecooccidental o europea, consiste en la circunstancia de que es la única tradición en que este problema surge y se hace pensable. (Lo cual no quiere decir que se resuelva, a pesar de Descartes y de Marx.) La política y la filosofía, y el lazo que las une, se crearon en esta tradición y solamente en ella. Claro está esto no significa que la tradición europea pueda ser racionalmente impuesta a otra tradición que no tuviera en cuenta tal posición o que la rechazara. Toda argumentación racional presupone la aceptación común del criterio de racionalidad. Discutir «racionalmente» con Hitler, Andropov, Khomeini o Idi Amin Dada no es tan vano desde un punto de vista pragmático como lógicamente absurdo. En realidad, «pragmáticamente», semejante discusión puede defenderse como una actividad política («pedagógica»): siempre está la posibilidad de que ciertos partidarios de esos señores sean (o se hagan) inconsecuentes y, por lo tanto, permeables a argumentos «racionales». Pero, para tomar un ejemplo más elevado, una argumentación que invoque la racionalidad y el valor igual de todos los seres humanos en su condición de humanos, etc. ¿podrá tener algún peso contra la convicción profundamente arraigada de que Dios se reveló y reveló al propio tiempo su voluntad, revelación que implicaría, por ejemplo, la conversión forzada y/o el exterminio de los infieles, de los hechiceros, de los heréticos, etc.? En su estupidez, el moderno espíritu de campanario es capaz de burlarse de esta idea «exótica», siendo así que hace sólo dos siglos esa idea ocupaba un lugar central en todas las sociedades «civilizadas».

El juzgar y el decidir o elegir, en un sentido radical, se crearon en Grecia y éste es uno de los sentidos de la creación griega de la política y de la filosofía. Por política entiendo, no las intrigas palaciegas, ni las luchas entre grupos sociales que defienden sus intereses o sus posiciones (luchas que han existido en muchas otras partes), sino una actividad colectiva cuyo objeto es la institución de la sociedad como tal. En Grecia encontramos el primer ejemplo de una sociedad que delibera explícitamente sobre sus leyes y que modifica esas leyes.19 En otras partes, las leyes son heredadas de los antepasados o están dadas por los dioses o por el único Dios verdadero; pero esas leyes no son establecidas, es decir, no están creadas por hombres al cabo de una discusión colectiva sobre las leyes buenas y las leyes malas. Esta posición lleva a la pregunta que también tiene su origen en Grecia y que consiste en interrogar no sólo si esta leyes buena o es mala, sino en interrogar ¿qué significa que una ley sea buena o mala? En otras palabras, ¿qué es la justicia? Y esta cuestión se vincula inmediatamente con la creación de la filosofía. Así como en la actividad política griega la institución existente de la sociedad es puesta por primera vez en tela de juicio y modificada, Grecia es también la primera sociedad que se interrogó explícitamente sobre la representación colectiva e instituida del mundo, es decir, es la primera que se entregó a la filosofía. Y así como en Grecia la actividad política desemboca rápidamente en la pregunta ¿qué es la justicia en general? y no simplemente en la cuestión de saber si una determinada ley particular es buena o mala, justa o injusta, así también la interrogación filosófica desemboca rápidamente en la pregunta ¿qué es la verdad? y no tan sólo en la cuestión de saber si esta o aquella representación del mundo es verdadera. Y estas dos preguntas son auténticas interrogaciones, es decir, interrogaciones que deben permanecer abiertas para siempre.

La creación de la democracia y de la filosofía, y de su vínculo, tiene una precondición esencial en la visión griega del mundo y de la vida humana, en el núcleo de lo imaginario griego. La mejor manera de aclarar esto sea tal vez referirse a las tres preguntas con las que Kant resumió los intereses del hombre. En cuanto a las dos primeras (¿qué puedo saber? y ¿qué debo hacer?), la interminable cuestión comienza en Grecia pero no hay una «respuesta griega» a ellas. En cuanto a la tercera pregunta (¿qué me es lícito esperar?), hay una respuesta griega clara y precisa y es un rotundo y retumbante nada. Evidentemente esta respuesta es la correcta. La esperanza no se toma aquí en su sentido cotidiano y superficial, como la esperanza de que el sol brille mañana o de que los hijos nazcan vivos. La esperanza en la que piensa Kant es la esperanza de la tradición cristiana o religiosa, la esperanza correspondiente al deseo y a la ilusión centrales del hombre de que debe haber alguna correspondencia fundamental, alguna consonancia, alguna adequatio entre nuestros deseos (o nuestras decisiones) y el mundo (la naturaleza del ser). La esperanza es esa suposición ontológica, cosmológica y ética según la cual el mundo no es simplemente algo que está fuera del individuo sino un cosmos en el sentido propio y arcaico del término, es decir, un orden total que nos incluye a nosotros mismos, que incluye nuestras aspiraciones y nuestros esfuerzos como sus elementos centrales y orgánicos. Traducida en términos filosóficos, esta hipótesis es: el ser es fundamentalmente bueno. Como se sabe, Platón fue el primero que se atrevió a proclamar esta monstruosidad filosófica, después de haber terminado el período clásico. Y esta monstruosidad continuó siendo el dogma fundamental de la filosofía teológica, ciertamente en Kant y en Marx también. Pero el punto de vista griego está expresado en el mito de Pandora, tal como nos lo refiere Hesíodo: la esperanza queda siempre prisionera en la caja de Pandora. En la religión griega preclásica y clásica, no hay esperanza de vida después de la muerte: o bien no hay vida después de la muerte o bien, si hay una vida, ésta es aun peor que la peor vida que se pueda vivir en la tierra; así lo revela Aquiles a Ulises en el país de los muertos. No habiendo nada que esperar de una vida después de la muerte, ni de un Dios benévolo y atento, el hombre se encuentra en libertad de obrar y pensaren este mundo.

Todo esto está profundamente relacionado con la idea griega fundamental del caos. Según Hesíodo, al comienzo era el caos. En un sentido propio y en su primera acepción en griego caos significa vacío, nada. El mundo surge del vacío más completo.20 Pero, ya en Hesíodo, el universo es también caos en el sentido en que el universo no está perfectamente ordenado, no está sometido a leyes llenas de sentido. Al principio reinaba el desorden más completo, luego reinó el orden y se creó el cosmos. Pero, en las «raíces» del universo, más allá del paisaje familiar, el caos continúa reinando soberano. Y el orden del mundo no tiene «sentido» para el hombre: está la ciega necesidad de la génesis y del nacimiento, por un lado, y la necesidad de la corrupción y de la catástrofe -de la muerte de las formas-, por otro. En Anaximandro -el primer filósofo del cual poseemos testimonios dignos de crédito- el «elemento» del ser es el apeiron, lo indeterminado, lo indefinido, es decir, otra manera de concebir el caos; y la forma, la existencia particularizada y determinada de los diversos seres, es la adikia, la justicia, que también puede llamarse la hübris. Esa es la razón por la cual los seres particulares deben hacerse mutuamente justicia y reparar su injusticia por obra de su descomposición y su desaparición.21 Existe un lazo estrecho, aunque implícito, entre estos dos pares de oposiciones: caos/cosmos y hübris/dike. En cierto modo, la segunda no es más que una transposición de la primera a la esfera humana.

Esta visión condiciona, por así decirlo, la creación de la filosofía. La filosofía, tal como la crearon y la practicaron los griegos, es posible porque el universo no está totalmente ordenado. S i lo estuviera, no habría la menor filosofía, habría sólo un sistema de saber único y definitivo. Y si el mundo fuera caos puro y simple, no habría ninguna posibilidad de pensar. Pero la filosofía condiciona también la creación de la política. Si el universo humano estuviera perfectamente ordenado, ya desde el exterior, ya por su «actividad espontánea» («la mano invisible», etc.), si las leyes humanas estuvieran dictadas por Dios o por la naturaleza o también por la «naturaleza de la sociedad» o por las «leyes de la historia», no habría entonces ningún lugar para el pensamiento político, ni habría un campo abierto a la acción política, de manera que sería absurdo interrogarse sobre lo que es una ley buena o sobre la naturaleza de la justicia (véase Hayek). Asimismo, si los seres humanos no pudieran crear algún orden por sí mismos estableciendo leyes, no habría ninguna posibilidad de acción política, de acción instituyente. Y si fuera posible un conocimiento seguro y total (episleme) de la esfera humana, la política tocaría inmediatamente a su fin y la democracia sería imposible ya la vez absurda, pues la democracia supone que todos los ciudadanos tienen la posibilidad de alcanzar una doxa correcta y que nadie posee una episteme de las cosas políticas.

Es importante, según me parece, insistir en estas relaciones porque las dificultades con las que choca el pensamiento político moderno se deben en buena parte a la influencia dominante y persistente de la filosofía teológica (es decir, platónica). Desde Platón hasta el liberalismo moderno y el marxismo, la filosofía política estuvo envenenada por el postulado operante de que hay un orden total y «racional» (y, por consiguiente, «lleno de sentido») del mundo y por su inevitable corolario: existe un orden de las cuestiones humanas vinculado con ese orden del mundo; es lo que podría llamarse la ontología unitaria. Este postulado sirve para disimular el hecho fundamental de que la historia humana es creación, hecho sin el cual no podría haber una auténtica cuestión del juicio y de la elección, ni objetivamente ni subjetivamente. Asimismo, dicho postulado enmarcara o hace a un lado la cuestión de la responsabilidad. La ontología unitaria, cualquiera que sea su máscara, está esencialmente ligada con la heteronomia.

Y en Grecia, el surgimiento de la autonomía se debió a una visión no unitaria del mundo, expresada desde los orígenes en los «mitos» griegos.

Cuando se estudia Grecia y más particularmente las instituciones políticas griegas, la mentalidad «modelo-antimodelo» tiene una consecuencia curiosa pero inevitable: esas instituciones son consideradas, por así decirlo, “de manera estática”, como si se tratará de una única “constitución” con sus diversos “artículos” fijos de una vez para todas, y a los que se podría (y se debería) “juzgar” o “evaluar” como tales. Es este un enfoque propio de personas que buscan recetas – cuyo número, a decir verdad, no parece estar en proceso de disminución -. Pero la esencia de lo que importa en la vida política de la antigua Grecia – el germen – es, sin duda, el proceso histórico instituyente: la actividad y las luchas que se desarrollan en torno a la transformación de las instituciones, la autoinstitución explícita (aunque sea parcial) de la polis como proceso permanente. Ese proceso se desarrolla durante casi cuatro siglos. La elección anual de los thesmothétai en Atenas se remonta a los años 683 – 682 a.C y probablemente en la misma época los ciudadanos de Esparta (unos 9.000) se establecieron como homoioi (“semejantes”, es decir, iguales) y se asentó el reinado del nómos (ley). Y el desarrollo de la democracia en Atenas prosigue hasta una fecha avanzada del siglo IV a.C. Las póleis, en todo caso Atenas sobre la cual nuestra información presenta menos lagunas, no cesan de cuestionar su propia institución; el demos continúa modificando las normas dentro del marco en que vive. Todo esto, claro está, es inseparable del vertiginoso ritmo de la creación durante ese período, en todos los ámbitos y más allá del campo estrictamente político.

Se trata de un movimiento explícito de autoinstitución. La significación capital de la institución explícita es la autonomía: nosotros establecemos nuestras propias leyes. De todas las cuestiones que plantea este movimiento, recordaré brevemente tres: ¿”quién” es el “sujeto” de esta autonomía?, ¿cuáles son los límites de su acción? Y “¿cuál es el “objeto” de la autoinstitución autónoma?22

La comunidad de los ciudadanos – el demos – proclama que es absolutamente soberana (el demos es autónomos, autódikos, autóteles: se rige por sus propias leyes, posee su jurisdicción independiente y se gobierna él mismo por decirlo en términos de Tucídides). Esta comunidad afirma igualmente la igualdad política (participación por igual en la actividad y en el poder) de todos los hombres libres. El autoestablecimiento, la autodefinición del cuerpo político contiene – y contendrá siempre – un elemento arbitrario. La norma que rige el establecimiento de las normas, en la terminología de Kelsen, quién establece la Grundnorm, es un hecho. Para los griegos, ese “quién” es el cuerpo de los ciudadanos varones libres y adultos (lo cual quiere decir, en principio, hombres nacidos de ciudadanos, aunque la naturalización fuera conocida y practicada). La exclusión de la ciudadanía de las mujeres, de los extranjeros y de los esclavos es ciertamente una limitación que para nosotros resulta inaceptable. En la práctica, esta limitación nunca fue suprimida en la antigua Grecia (en el plano de las ideas, las cosas son menos simples; pero no voy a abordar aquí este aspecto de la cuestión). Mas si por un instante nos dejamos arrastrar por el estúpido juego de los “méritos comparados”, podemos recordar que la esclavitud sobrevivió en Estados Unidos hasta 1865 y en Brasil hasta el final del siglo XIX, que en la mayoría de los países “democráticos” el derecho al voto fue otorgado a las mujeres sólo al terminar la Segunda Guerra Mundial, que en aquel momento ningún país reconocía a los extranjeros ese derecho y que, en la mayoría de los casos, la naturalización de los residentes extranjeros no tiene nada de automática (una sexta parte de la población residente de la muy “democrática” Suiza está constituida por metoikoi).

La igualdad de los ciudadanos, es una igualdad ante la ley (isonomía), pero en esencia es mucho más que eso. Esa igualdad no se limita a la concesión de “derechos” iguales pasivos, sino en la participación general activa en los asuntos públicos. Esa participación no está librada al azar; por el contrario está activamente alentada por normas formales así como por el ethos de la polis. Según el derecho ateniense, un ciudadano que se negaba a tomar partido de las luchas civiles que agitaban la ciudad se convertía en átimos, es decir, perdía sus derechos políticos23. La participación se materializa en la ecclesía, la asamblea del pueblo que es el cuerpo soberano activo. Todos los ciudadanos tienen el derecho de tomar la palabra (isegoría), sus votos tienen todos el mismo peso (isopsephia) y todos tienen la obligación moral de hablar con absoluta franqueza (parrhesia). Pero la participación se materializa también en los tribunales en los que no actúan jueces profesionales; la casi totalidad de los tribunales está formada por jurados y sus miembros son designados por sorteo.

La ecclesia, asistida por la boule (consejo), legisla y gobierna. Esa es la democracia directa. Tres aspectos de esta democracia merecen un comentario más amplio.

a) El pueblo por oposición a los “representantes”. Cada vez que en la historia moderna una colectividad política entró en un proceso de autoconstitución y de autoactividad radicales, la democracia directa fue redescubierta o reinventada: consejos comunales (town meeting) durante la revolución norteamericana, secciones durante la Revolución Francesa, Comuna de París, consejos obreros o soviets en su forma inicial. Hannah Arendt insistió muchas veces en la importancia de esas formas. En todos estos casos, el cuerpo soberano es la totalidad de las personas afectadas; cada vez que una delegación resulta inevitable, los delegados son elegidos, pero en todo momento pueden ser revocados sus poderes. No olvidemos que la gran filosofía política clásica ignoraba el concepto (mistificador) de “representación”. Para Herodoto, lo mismo que para Aristóteles, la democracia es el poder del demos, poder que no sufre ninguna limitación en materia de legislación, y la designación de los magistrados (¡no de “representantes”!) se realizaba por sorteo o por rotación. Hoy algunos se obstinan en repetir que la constitución preferida por Aristóteles, lo que éste llama la politeia, es una mezcla de democracia y de aristocracia, pero se olvidan de agregar que para Aristóteles el elemento “aristocrático” de esta politeia está en el hecho de que los magistrados son elegidos; en efecto, en varias ocasiones Aristóteles define claramente la elección como un principio aristocrático. Y esto no era menos claro para Montesquieu ni para Rousseau. Fue Rousseau (y no Marx ni Lenin) quien escribió que los ingleses se sienten libres porque eligen a su parlamento, pero que en realidad sólo son libres un día cada cinco años. Y cuando Rousseau explica que la democracia es un régimen demasiado perfecto para los hombres y que sólo se adapta a un pueblo de dioses, entiende por democracia la identidad del soberano y del príncipe, es decir, la ausencia de magistrados. Los liberales modernos serios –por oposición a los filósofos políticos contemporáneos- no lo ignoraban de modo alguno. Benjamín Constant no glorificó las elecciones ni la “representación” como tales; defendió en ellas males menores con la idea de que la democracia era imposible en los países modernos a causa de sus dimensiones y porque la gente no se interesaba en los negocios públicos. Cualquiera que sea el valor de estos argumentos, lo cierto es que están fundados en el reconocimiento explícito de que la representación es un principio ajeno a la democracia. Y esto no admite discusión. Desde el momento en que hay “representantes” permanentes, la autoridad, la actividad y la iniciativa políticas son arrebatadas al cuerpo de los ciudadanos para ser asumidas por el cuerpo restringido de los “representantes”, quienes las emplean a fin de consolidar su propia posición y crear condiciones capaces de influir de muchas maneras en el resultado de las próximas “elecciones”.

b) El pueblo por oposición a los “expertos”. La concepción griega “de los expertos” se relaciona con el principio de la democracia directa. Las decisiones relativas a la legislación, pero también a los negocios políticos importantes –a las cuestiones de gobierno- son tomadas por la ecclesia después de haber oído a diversos oradores y entre otros, si se presenta el caso, a quienes pretenden poseer un saber específico sobre los asuntos discutidos. No hay ni podría haber “especialistas” en cuestiones políticas. El saber técnico político –o la “sabiduría política”- pertenecen a la comunidad política, pues la techne, en el sentido estricto del término, está siempre ligada a la “actividad técnica” específica y está naturalmente reconocida en su dominio propio. Platón, en el Protágoras, explica que los atenienses seguirán el consejo de los técnicos cuando se trate de construir muros o navíos, pero escucharán a cualquiera en materia de política. (Las jurisdicciones populares encarnan la misma idea en la esfera de la justicia.) La guerra desde luego, es un dominio específico que supone de una techne propia: también los jefes de guerra, los strategoi, son elegidos, lo mismo que los técnicos que en otras esferas están encargados por la polis de realizar una tarea particular. En suma, Atenas fue pues una politeia en el sentido aristotélico puesto que ciertos magistrados (muy importantes) eran elegidos.

La elección de los expertos pone en juego un segundo principio, central en la concepción griega y claramente formulada y aceptada no solo por Aristóteles, sino también por el enemigo jurado de la democracia, Platón, a pesar de implicaciones democráticas. El buen juez del especialista no es otro especialista, sino que es el usuario: el guerrero (y no el herrero) en el caso de la espada, el caballero (y no el talabartero) en el caso de la silla de montar. Y naturalmente, en todas las cuestiones públicas (comunes), el usuario y, por lo tanto, el mejor juez no es otro que la polis. Atendiendo a los resultados –la Acrópolis o las tragedias premiadas-, se inclina uno a pensar que el juicio de ese usuario era relativamente sano.

Nunca se insistirá demasiado en el contraste que hay entre esa concepción griega y la visión moderna. La idea dominante, según la cual los expertos sólo pueden ser juzgados por otros expertos es una de las condiciones de la expansión y de la irresponsabilidad creciente de los modernos aparatos jerárquicos burocráticos. La idea dominante de que existen “expertos” en política, es decir, especialistas en cosas universales y técnicos de la totalidad es un escarnio de la idea misma de democracia: el poder de los hombres políticos se justificaría por el “saber técnico” que ellos serían los únicos en poseer, y el pueblo, por definición inexperto, es llamado periódicamente a dar su opinión sobre esos “expertos”. Teniendo en cuenta la vacuidad de la noción de una especialización en cuestiones universales, esta idea muestra también los gérmenes del creciente divorcio entre la aptitud para elevarse a la cima del poder y la aptitud para gobernar, divorcio cada vez más flagrante en las sociedades occidentales.

c) La comunidad por oposición al “estado”. La polis griega no es un “estado” en el sentido moderno. En griego antiguo ni siguiera existe la palabra “estado” (es significativo el hecho de que los griegos modernos hayan tenido que inventar una palabra para designar esta cosa nueva y que hayan recurrido a la antigua voz kratos, que quiere decir fuerza). Politeia (el título del libro de Platón, por ejemplo) no significa der Staat, como figura en la traducción alemana clásica (la traducción latina respublica es menos sinnwidring), sino que designa a la vez la institución/constitución política y la manera en que el pueblo se ocupa de los negocios comunes. El hecho de que algunos se obstinen en traducir el tratado de Aristóteles Athenaion Politeia como “la constitución de Atenas” es una vergüenza para la filología moderna: se trata de un error lingüístico flagrante y de un signo inexplicable de ignorancia o de incomprensión por parte de hombre muy eruditos. Aristóteles escribió La constitución de los atenienses. Tucídides es completamente explícito sobre esta cuestión: Andres garpolis, “pues la polis son los hombres”. Antes de la batalla de Salamina, cuando Temístocles tuvo que recurrir a un argumento extremo para imponer su táctica, amenazó a los otros jefes aliados con la posibilidad de que los atenienses se fueran con sus familias y sus flotas a fundar una nueva ciudad en el oeste, y bien se sabe que para los atenienses –en mayor medida aun que para los demás griegos- su tierra era sagrada y estos hombres estaban orgullos de proclamar que eran autóctonos.

La idea de un “estado”, es decir, de una institución distinta y separada del cuerpo de los ciudadanos habría sido incomprensible para un griego. Verdad es que la comunidad existe en un nivel que no se confunde con el de la realidad concreta, “empírica” de tantos millares de personas reunidas en asamblea en un lugar dado y en un determinado día. La comunidad política de los atenienses, la polis, posee una existencia propia: por ejemplo, los tratados son cumplidos independientemente de su antigüedad, es aceptada la responsabilidad por los actos pasados, etc. Pero se establece una distinción entre un “estado” y una “población”; esta distinción opondría la “personalidad moral”, el cuerpo constituido y permanente de los atenienses perennes e impersonales, por un lado, y a los atenienses que viven y respiran, por el otro.

Ni estado, ni aparato de estado. Naturalmente en Atenas existe un mecanismo técnico administrativo (muy importante en los siglos V y VI): pero ese mecanismo no asume ninguna función política. Es significativo el hecho de que dicha administración esté compuesta de esclavos hasta en sus gradas más elevadas (policía, conservación de los archivos públicos, finanzas públicas; quizá Ronald Regan y con seguridad Paul Volcker habrían sido esclavos en Atenas). Estos esclavos eran supervisados por ciudadanos magistrados designados generalmente por sorteo. La “burocracia permanente” que cumple tareas de ejecución en el sentido más estricto de este término está a cargo de esclavos (y, para prolongar el pensamiento de Aristóteles, podía ser suprimida cuando las máquinas…)

En la mayor parte de los casos, la designación de los magistrados por sorteo o rotación asegura la participación de un gran número de ciudadanos en funciones oficiales y permite conocerlos. El hecho de que la ecclesia decida sobre las cuestiones gubernamentales de importancia asegura el control de cuerpo político sobre los magistrados elegidos, así como la posibilidad de revocar los poderes de estos últimos en todo momento: en el curso de un procedimiento judicial la condena acarrea, inter alis, el retiro del cargo de magistrado. Por supuesto, todos los magistrados son responsables de su gestión y deben rendir cuentas (euthune); lo hacen ante la boule durante el periodo clásico.

En cierto sentido, la unidad y la existencia misma del cuerpo político son “prepolíticas”, por lo menos en la medida en que se trata de una autoinspiración política explicita. La comunidad comienza, por así decirlo, a “recibir” su propio pasado con todo lo que este pasado acarrea. (Esto corresponde, por una parte, a lo que los modernos han llamado la cuestión de la “sociedad civil” contra el “estado”). Ciertos elementos de este hecho pueden ser políticamente sin interés o bien intransformables. Pero, de jure, la “sociedad civil” es en sí un objeto de acción política instituyente. Ciertos aspectos de la reforma de Clistenes en Atenas (506 a. de C.) ofrecen una ilustración notable. La división tradicional de la población en tribus queda reemplazada por una nueva división que tiene dos objetivos esenciales. En primer lugar, el mismo número de tribus se modifica. Las cuatro phulai tradicionales (jónicas) se convierten en diez y cada una de ellas está subdividida en tres trittues que tienen todas una parte igual en el conjunto de las magistraturas por rotación (lo cual implica, en realidad, la creación de un nuevo año político y de un nuevo calendario político). En segundo lugar, cada tribu está formada, de manera equilibrada, por demos agrarios, marítimos y urbanos. Las tribus –cuyo “asiento” se halla en la ciudad de Atenas- se hacen pues neutras en cuanto a las particularidades territoriales o profesionales; son manifiestamente unidades políticas.

Asistimos aquí a la creación de un espacio social propiamente político, creación que se apoya en elementos sociales, económicos y geográficos sin estar por eso determinada por ellos. No hay aquí ninguna fantasía de “homogeneidad”: la articulación del cuerpo de los ciudadanos, así creada en una perspectiva política, se superpone a las articulaciones “prepolíticas” sin aplastarlas. Esta articulación obedece a imperativos estrictamente políticos… la igualdad en la participación del poder, por un lado, y la unidad del cuerpo político (por oposición a los “intereses particulares”), por otro lado.

Una disposición ateniense de las más notables atestigua el mismo espíritu (Aristóteles, Político, 1330 a 20): cuando la ecclesia delibera sobre cuestiones que implican la posibilidad de un conflicto (de una guerra) con una polis vecina, los ciudadanos que viven en las vecindades de las fronteras no tienen derecho a tomar parte en la votación: pues podrían no votar sin que sus intereses particulares dominaran sus motivos, cuando en realidad la decisión debe tomarse atendiendo a consideraciones generales.

Esto revela una vez más la concepción de la política diametralmente opuesta a la mentalidad moderna de defensa y afirmación de “intereses”. En la medida de lo posible, los intereses deben mantenerse apartados en el momento de tomar decisiones políticas. (Imagínese la siguiente disposición en la constitución de los Estados Unidos: “Cada vez que sea necesario decidir sobre cuestiones relativas a la agricultura, los senadores y los representantes de los estados en los que predomina la agricultura no podrán tomar parte en la votación”).

Llegados a este punto, podemos comentar la ambigüedad de la posición de Hannah Arendt en lo que se refiere a lo “social”. La autora vio con razón que la política quedaba aniquilada cuando se convertía en una máscara para defender y afirmar “intereses” contradictorios –como lo está hoy-, insistir en la autonomía de lo político se convierte en algo gratuito. La respuesta no consiste entonces en hacer abstracción de lo “social”, sino que es menester modificarlo de manera tal que el conflicto de los intereses “sociales” (es decir, económicos) deje de ser el factor dominante en la formación actitudes políticas. A falta de una acción en este sentido, se dará la situación en que están hoy las sociedades occidentales: la descomposición del cuerpo político y su fragmentación en grupos de presión, en lobbies. En ese caso, como la “suma algebraica” de intereses contradictorios es muy frecuentemente igual a cero, de ello se seguirá un estado de impotencia política y de deriva sin objeto, como el que observamos en el momento actual.

La unidad del cuerpo político debe ser presentada aun contra las formas extremas del conflicto político: a mi juicio, ésa es la significación de la ley ateniense sobre el ostracismo (contradictoriamente a la interpretación corriente que ve en ella una precaución contra la proliferación de tiranos). No hay que dejar que la comunidad estalle por efecto de las divisiones y de los antagonismos políticos; por eso uno de los dos jefes rivales debe sufrir un exilio transitorio.

La participación general en la política implica la creación (por primera vez en la historia) de un espacio público. El acento que Hannah Arendt puso sobre este espacio y la dilucidación de su significado constituye una de sus contribuciones importantes para comprender la creación institucional griega. En consecuencia, me limitaré a tratar algunos puntos suplementarios.

El surgimiento de un espacio público significa que se ha creado un dominio público que “pertenece a todos” (ta koina)24. Lo “publico” deja de ser una cuestión privada del rey, de los sacerdotes, de la burocracia, de los políticos, de los especialistas, etc. Las decisiones referentes a los asuntos comunes deben ser tomadas por la comunidad.

Pero la esencia del espacio público no tiene que ver solamente con las “decisiones finales”; si fuera así, dicho espacio estaría más o menos vacío. Es un espacio que se refiere así mismo a los antecedentes y supuestos de las decisiones de todo cuanto pueda conducir a ellas. Todo lo que importa debe aparecer en el escenario público. Se encuentra la materialización efectiva de esto en la forma de presentar la ley, por ejemplo: las leyes se graban en mármol y son expuestas al público a fin de que todo el mundo pueda verlas. Pero, y esto es mucho más importante, esta regla se materializa también en la palabra de la gente que habla libremente de política y de todo lo que pueda interesarle en el agora antes de deliberar en la ecclesia. Para comprender el enorme cambio histórico que esto supone, basta comparar esta situación con la típica situación “asiática”.

Esto equivale a la creación de la posibilidad –y de la realidad- de la libertad de palabra, de pensamiento, de examen y de cuestionamientos sin límites, y esta creación establece el logos como vehículo de la palabra y del pensamiento en el seno de la colectividad. Es una creación que corre pareja con los dos rasgos fundamentales del ciudadano ya mencionado: la isegoria, igual derecho a cada uno de hablar con toda libertad, y la parrhesia, el compromiso que cada cual asume de hablar realmente con toda libertad cuando se trata de asuntos públicos.

Importa insistir aquí en la distinción entro lo “formal” y lo “real”. La existencia de un espacio público no es una simple cuestión de disposiciones jurídicas que garantizan a todos la misma libertad de palabra, etc. Semejantes cláusulas nunca son más que una condición de la existencia de un espacio público. Lo esencial está en otra parte: ¿qué va a hacer la población con estos derechos? Los rasgos determinantes son aquí el coraje, la responsabilidad y la vergüenza (aidos, aischune). Si faltan estos rasgos, el “espacio público” se convierte sencillamente en un espacio de propaganda, de mistificación y de pornografía, como está ocurriendo cada vez más en la actualidad. No hay disposiciones jurídicas que puedan contrarrestar semejante evolución o, en todo caso, esas disposiciones jurídicas que puedan contrarrestar semejante evolución o, en todo caso, esas disposiciones engendran males peores que los que pretenden curar. Solo la educación (paideia) de los ciudadanos como tales puede dar un contenido verdadero y auténtico al “espacio público”. Pero esa paideia no es principalmente una cuestión de libros ni de fondos para las escuelas, Significa en primer lugar y ante todo cobrar conciencia del hecho de que la polis somos también nosotros y que su destino depende también de nuestra reflexión, de nuestro comportamiento y de nuestras decisiones; en otras palabras, es participación en la vida política.

La creación de un tiempo público no revista menos importancia que esta creación de un espacio público. Por tiempo público entiendo, no la institución de un calendario, de un tiempo “social”, de un sistema de referencias sociales temporales –cosa que naturalmente existe en todas partes-, sino el surgimiento de una dimensión en la que la colectividad puede contemplar su propio pasado como el resultado de sus propios actos y en que se abre un futuro indeterminado como dominio de sus actividades. Ese es el sentido de la creación de la historiografía en Grecia. Es curioso comprobar que, en rigor de verdad, la historiografía sólo existió en dos períodos de la historia de la humanidad: en antigua Grecia y en la Europa moderna, es decir, en las dos sociedades donde se desarrolló un movimiento de cuestionamiento de las instituciones existentes. Las otras sociedades sólo conocen el reinado indiscutido de la tradición y/o el simple “registro por escrito de los acontecimientos” que consignaban los sacerdotes o los cronistas de los reyes. Herodoto, en cambio, declara que las tradiciones de los griegos no son dignas de crédito. La ruptura con la tradición y la búsqueda crítica de las causas verdaderas van naturalmente juntas. Y ese conocimiento del pasado está abierto a todos: se dice que Herodoto leía sus Historias a los griegos reunidos con motivo de los Juegos Olímpicos (se non è vero, è ben trovato). Y la “Oración fúnebre” de Pericles contiene una visón panorámica de la historia de los atenienses desde el punto de vista del espíritu que anima las actividades de las generaciones sucesivas, visión panorámica que llega hasta el tiempo presente e indica claramente nuevas tareas por cumplir en el futuro.

¿Cuáles son los límites de la acción política? ¿Los límites de la autonomía? Si la ley está dada por Dios o si hay un fundamento filosófico o científico de verdades políticas sustantivas (si la naturaleza, la razón o la historia representan el “principio” último), entonces para la sociedad existe una norma extrasocial. Existe una norma de la norma, una ley de la ley, un criterio sobre cuya base se hace posible discutir y decidir sobre el carácter justo o injusto, apropiado o inapropiado de una ley (o del estado de las cosas). Este criterio está dado de una vez por todas y, ex hipótesis no depende de modo alguno de la acción humana.

Una vez que se ha reconocido que no existe semejante base –ora porque existe una separación de la religión y de la política, como ocurre imperfectamente en la sociedades modernas; ora porque, como en Grecia, la religión se mantiene rigurosamente apartada de las actividades políticas –y que tampoco hay “ciencia”, ni episteme, ni techne, en materia de política, la cuestión de saber qué es una ley justa, qué es la justicia, cuál es la “buena” institución de la sociedad se convierte en una auténtica interrogación (es decir, una interrogación sin fin).

La autonomía solo es posible si la sociedad se reconoce como la fuente de sus normas. En consecuencia, la sociedad no podría eludir esta pregunta: ¿porqué esta norma antes que esta o aquella otra? En otras palabras, la sociedad no podría evitar la pregunta sobre la justicia (respondiendo, por ejemplo, que la justicia es la voluntad de Dios o la voluntad del zar o también el reflejo de la relaciones de producción). Tampoco podría desembarazarse de la cuestión sobre los límites de sus acciones, En una democracia, el pueblo puede hacer cualquier cosa y debe saber que no debe hacer cualquier cosa. La democracia es el régimen de la autolimitación y es, pues, también el régimen del riesgo histórico –otra manera de decir que es el régimen de la libertad- y un régimen trágico. El destino de la democracia ateniense ofrece una ilustración de ello. La caída de Atenas –su derrota en la guerra del Peloponeso- fue el resultado de la hübris de los atenienses. Ahora bien, la hübris no supone simplemente la libertad; supone también la ausencia de normas fijas, la fundamental imprecisión de los puntos de referencia últimos de nuestras acciones. (El pecado cristiano es, claro está, un concepto de heteronimia). La trasgresión de la ley no es hübris, es un delito definido y limitado. La hübris existe cuando la autolimitación es la única “norma”, cuando se traspasan límites que no están definidos en ninguna parte.

La cuestión de los límites de la actividad autoinstituyente de una colectividad se despliega en dos momentos. ¿Hay un criterio intrínseco de la ley y para la ley? ¿Se puede garantizar efectivamente que ese criterio, cualquiera que sea su definición, no será nunca transgredido?

En el nivel fundamental, la respuesta a estas dos interrogaciones es un no categórico. No hay norma de la norma que no sea ella misma una creación histórica y no hay ningún medio de eliminar los riesgos de una hübris colectiva. Nadie puede proteger a la humanidad contra la locura o el suicidio.

En los tiempos modernos pensaron –o pretendieron- que habían descubierto la respuesta a estas dos preguntas al amalgamarlas en una sola. Esa respuesta sería la “constitución”, concebida como una carta fundamental que incorpora las normas de las normas y define cláusulas particularmente estrictas en lo tocante a su revisión. No es necesario recordar que esta “respuesta” no resiste ni lógicamente ni en los hechos, que la historia moderna desde hace dos siglos convirtió de todas las maneras imaginables en ridícula esta idea de una “constitución” o recordar que la “democracia” más antigua del mundo liberal occidental, Gran Bretaña, no tiene “constitución”. Basta con subrayar la falta de profundidad y la duplicidad del pensamiento moderno respecto de todo esto, tanto en la esfera de las relaciones internacionales como en el caso de los cambios de regímenes políticos. En el plano internacional, a pesar de la retórica de los profesores de “derecho internacional público”, lo que impera en realidad es no el derecho sino la “ley del más fuerte”; en otras palabras, existe una “ley” mientras las cuestiones no sean realmente importantes, mientras en verdad no se tiene necesidad de la ley. Y la “ley del más fuerte” se impone igualmente en el caso de establecerse un nuevo “orden legal” en un país: “una revolución victoriosa crea derecho”, enseña la casi totalidad de los profesores de derecho internacional público. Y todos los países siguen esta máxima en la realidad de los hechos. (Esta “revolución” no tiene sentido, y generalmente no se trata de una revolución propiamente dicha: las más de las veces es un putsch que ha obtenido éxito). Y según la experiencia de la historia europea de los últimos sesenta años, la legislación introducida por regímenes “ilegales”, cuando no “monstruosos”, siempre se mantuvo en lo esencial después de la caída de dichos regímenes.

En todo caso, la verdad es muy simple: frente a un movimiento histórico que dispone de la fuerza –ya sea que movilice activamente a una gran mayoría, ya sea que se apoye en una minoría fanática y despiadada respecto de la población pasiva o indiferente, cuando la fuerza bruta no está simplemente concentrada en las manos de un puñado de coroneles- las disposiciones jurídicas no tienen ningún efecto. Si podemos estar razonablemente seguros de que mañana el restablecimiento de la esclavitud en los Estados Unidos o en un país europeo es extremadamente improbable, el carácter “razonable” de nuestra previsión no se fundamenta en las leyes existentes ni en las constituciones (pues en ese caso seríamos perfectamente bobos), sino que se funda en un juicio sobre la reacción de una inmensa mayoría de la población ante semejante intento.

En la práctica griega (y en el pensamiento griego) no existe la distinción entre la “constitución” y la “ley”. La distinción ateniense entre las leyes y los decretos de la ecclesia (psephismaia) no representaba el mismo carácter formal y ulteriormente desapareció durante el siglo IV. Pero la cuestión de la autolimitación fue encarada de manera diferente y más profunda, según me parece. Sólo me detendré a considerar dos instituciones en relación con este problema.

La primera es un procedimiento extraño pero fascinante, conocido como graphe paranomon (acusación de ilegalidad)25. Veamos una rápida descripción. Uno tiene una proposición que hacer a la ecclesia y ésta la adopta. Otro ciudadano puede llevarlo a uno ante la justicia por tal iniciativa y acusarlo de haber incitado al pueblo a votar una ley ilegal. O bien uno queda absuelto, o bien es condenado, y en este último caso la ley es anulada. De manera que tiene uno el derecho de proponer absolutamente todo lo que quiera, pero debe reflexionar cuidadosamente antes de presentar una proposición sobre la base de un movimiento anímico popular y de hacer aprobar por una débil mayoría. Pues la ulterior acusación será juzgada por un jurado popular de dimensiones considerables (501, a veces 1001 o hasta 1501 ciudadanos que actúan en calidad de jueces) designados por sorteo. El demos apelaba pues al demos contra sí mismo: se apelaba contra una decisión tomada por el cuerpo de los ciudadanos en su totalidad (o por su parte presente en el momento de aprobar la proposición) y ante una amplia muestra (seleccionada al azar) del mismo cuerpo reunido una vez que las pasiones se apaciguaban para estimar de nuevo los argumentos contradictorios y juzgar la cuestión con un relativo desapego. Como el pueblo es fuente de la ley, el “control de la constitucionalidad” no podía confiarse a “profesionales” –esta idea habría parecido complemente ridícula a un griego- sino que se le confiaba al mismo pueblo que actuaba según modalidades diferentes. El pueblo dicta la ley, el pueblo puede equivocarse, el pueblo puede corregirse. Este es un magnífico ejemplo de una eficaz institución de autolimitación.

Otra institución de autolimitación es la tragedia. Se tiene la costumbre de hablar de “tragedia griega” (y los investigadores escriben obras con ese título), cuando en realidad no existe nada de eso. Existe solamente una tragedia ateniense. La tragedia (por oposición al simple “teatro”) en efecto sólo podía ser creada en la ciudad en la que el proceso democrático, el proceso de autoinstitución alcanzó su apogeo.

Por supuesto, la tragedia posee una multiplicidad de niveles de significación y no podría reducírsela a una estrecha función “política”. Pero sin duda hay una dimensión política cardinal de la tragedia, que no hay que confundir con las posiciones políticas asumidas por los poetas ni tampoco con el tan comentado alegato de Esquilo a favor de la justicia pública y contra la venganza privada en la Orestiada.

La dimensión política de la tragedia se debe en primer lugar y sobre todo a su base ontológica. Lo que la tragedia muestra a todos, no discursivamente, sino por presentación, en que el ser es caos, El caos se presenta aquí primero como la ausencia de orden para el hombre, como la falta de correspondencia positiva entre las intenciones y las acciones humanas por un lado, y su resultado o realización por el otro. Además, la tragedia muestra no sólo que no somos dueños de las consecuencias de nuestros actos sino que ni siguiera dominamos la significación de estos actos. El caos se presenta también dentro del hombre, es decir, como su hübris. Y, como Anaximandro, el orden que prevalece por fin es orden a través de la catástrofe, orden privado de sentido. La Einstellung fundamental de la tragedia (su universalidad y su imparcialidad) procede de la experiencia universal de la catástrofe.

Hannah Arendt tenía razón cuando escribía que la imparcialidad llegó al mundo por intermedio de los griegos. Esto ya es perfectamente claro en Homero. En los poemas homéricos no sólo no se puede encontrar la menor palabra para denigrar a los enemigos, a los troyanos, sino que en la Ilíada la figura realmente central es, no Aquiles, sino Héctor y los personajes más conmovedores son Héctor y Andrómana. Lo mismo cabe decir de Los persas de Esquilo, obra representada en 472, es decir, siete años después de la batalla de Platea, cuando la guerra aún proseguía. Esta tragedia no contiene ni una sola palabra de odio o desprecio por los persas; la reina de los persas, Atosa, es una figura majestuosa y venerable; la derrota y la ruina de los persas se atribuye exclusivamente a la hübris de Jerjes. Y en Las troyanas (415), Eurípides presenta a los griegos con los rasgos bestiales más crueles y monstruosos, como si les dijera a los atenienses: “Eso es lo que vosotros sois”. En realidad, la obra fue representada un año después de la horrible matanza de los melianos por los atenienses (416).

Pero, desde el punto de vista de la dimensión política de la tragedia, la obra más profunda es quizá Antígona (442 a. de C.). Muchos se han obstinado en ver en esta tragedia una especie de libelo contra la ley humana a favor de la ley divina o, por lo menos, la pintura del conflicto insuperable entre estos dos principios (o entre la “familia” y el “estado”, como en Hegel). Ese es, en efecto, el contenido manifiesto del texto, incansablemente repetido. Y como los espectadores no pueden dejar de identificarse con Antífona, con la mujer pura, heroica, solitaria y desesperada frente a un Creonte obstinado, autoritario y arrogante, a los espectadores les parece que la “tesis” de la pieza es clara. En realidad, el sentido de la obra se despliega en varios niveles y a la interpretación clásica (que, digámoslo una vez más, es apenas una “interpretación”) le falta el nivel que me parece más importante. Una justificación detallada de la interpretación que yo propongo exigiría un análisis completo de la obra, que no es posible exponer en estas páginas. Me contentaré con llamar la atención sobre algunos puntos. La interpretación que insiste en la evidente oposición –y bastante superficial- entre la ley humana y la ley divina olvida que para los griegos enterrar a los muertos es también una ley humana, así como defender su país es también una ley divina (Creonte lo dice explícitamente). Desde el principio al fin de la obra, el coro no cesa de oscilar entre las dos posiciones que siempre coloca en un mismo plano. El célebre himno (versos 332-375) a la gloria del hombre, el constructor de ciudades y el creador de las instituciones, termina con un elogio del hombre que es capaz de entretejer juntas (pareirein) “las leyes del país y la justicia de los dioses a la cual aquél prestó juramento”. (Véase también el verso 725: “bien dicho en los dos sentidos”). Antígona debilita considerablemente la fuerza de su defensa de la “ley divina” al agregar que su acto está justificado porque un hermano es irremplazable una vez desaparecidos los padres y porque la situación habría sido diferente si se tratara de un marido o de un hijo. Seguramente ni la ley humana ni la ley divina sobre el entierro de los muertos reconocerían semejante distinción. Por añadidura, en ese punto como por lo demás en toda la obra lo que se expresa por boca de Antígona es el amor apasionado de una hermana por su hermano más que el respeto de la ley divina. No hace falta llegar a los extremos de la interpretación e invocar cierta atracción incestuosa, pero ciertamente no es superfluo recordar que esta tragedia no habría sido la obra maestra que es si Antígona y Creonte hubieran sido sólo pálidos representantes de principios y no hubieran estado animados por vigorosas pasiones –el amor por su hermano en el cano de Antígona, el amor a la ciudad y a su propio poder en el caso de Creonte- de los cuales los argumentos de los protagonistas aparecen también como racionalizaciones. Y por fin, presentar a Creonte unilateralmente cargado con todas las “sinrazones” es ir contra el espíritu más profundo de la tragedia… y sin duda alguna de la tragedia sofoclesiana.

Lo que glorifican los últimos versos del coro (versos 1348-1355) es, no la ley divina, sino el phonein, palabra intraducible que la traducción latina prudentis debilita de manera intolerable. El corifeo alaba el phonein, advierte contra la impiedad, aconseja nuevamente el phonein al poner en guardia contra las “grandes palabras” de los hombres excesivamente orgullosos (hüperauchoi)26. Ahora bien, el alcance de este phonein está claramente indicado en el transcurso de la obra. La catástrofe se produce porque Creonte y Antígona se aferran a sus propias razones sin escuchar las razones del otro. No repetiremos aquí las razones de Antígona. Recordaremos tan sólo que las razones de Creonte son irrefutables. Ninguna ciudad puede existir –y por consiguiente ningún dios puede ser honrado- sin nomoi; ninguna ciudad podría tolerar que alguien la traicionase y tomara las armas contra su propio país aliándose con extranjeros por pura sed de poder, como hizo Polinices. El propio hijo de Creonte, Hemón, confiesa claramente que no podría aprobar que su padre no tiene razón (versos 685-686), y Hemón expresa con vehemencia la idea central de la tragedia cuando ruega a su padre que “no quiere ser el único sabio” (monos phonein, versos 707-709).

La decisión de Creonte es una decisión política fundada en bases muy sólidas. Pero bases políticas más sólidas pueden resultar vacilantes si son sólo “políticas”. En otras palabras, precisamente a causa del carácter total de la esfera de lo político (incluso, en este caso, las decisiones relativas al entierro así como a la vida y a la muerte) una decisión política correcta debe tener en cuenta todos los factores, más allá de los factores estrictamente “políticos”. Y aun cuando pensemos por las razones más racionales que hemos tomado la decisión correcta, esta decisión puede revelarse mala y hasta catastrófica. Nada puede garantizar a priori la justicia de un acto, ni siguiera la razón. Y, sobre todas las cosas, es una locura pretender a toda costa “ser el único sabio”, monos phonein.

Antígona aborda el problema de la acción política en términos que son extremadamente pertinentes dentro del marco democrático y más que en ningún otro. La tragedia nos muestra la incertidumbre que reina en toda esta esfera, hace resaltar en grandes rasgos la impureza de los móviles, revela el carácter poco concluyente de los razonamientos sobre los que fundamos nuestras decisiones. Antígona muestra que la hübris nada tiene que ver con la trasgresión de normas bien definidas, que puede asumir la forma de la voluntad inflexible de aplicar las normas y ocultarse detrás de motivaciones nobles y dignas, racionales y piadosas. En su denuncia del monos phronei, esta tragedia formula la máxima fundamental de la política democrática27.

¿Cuál es el objeto de la autosuficiencia autónoma? Esta es una cuestión que se puede rechazar de antemano, si se piensa que la autonomía –la libertad colectiva e individual- es un fin en si mismo; o también si se piensa que una vez establecida una autonomía significativa en la institución política de la sociedad lo demás no es ya una cuestión política sino que es un campo abierto a la libre actividad de los individuos, de los grupos y de la “sociedad civil”.

No comparto estos puntos de vista. La idea de autonomía concebida como un fin en sí desembocaría en una concepción puramente formal, “kantiana”. Queremos la autonomía a la vez por ella misma y también para poder hacer algo. Pero ¿hacer qué? Y es más aun, no es posible disociar la autonomía política de lo “demás” o de la “sustancia” de la vida social. Por fin, en una parte muy importante, esa vida tiene que ver con las obras y los objetivos comunes sobre los cuales hay que decidir en común y que se convierten así en objetos de discusión política y de actividad política.

Hannah Arendt tenía una concepción sustantiva del “objeto” de la democracia, de la polis. Para ella, el valor de la democracia estaba en el hecho de que era el régimen político en el que los seres humanos pueden revelar lo que son a través de sus actos y de sus palabras. Este elemento estaba ciertamente presente en Grecia y era importante, pero solamente en la democracia. Hannah Arendt (después de Jacob Burckhardt) subrayó con razón el carácter agnóstico de la cultura griega en general, no solo en la política sin en todos los dominios, y hay que agregar que no sólo en la democracia sino en todas las organizaciones políticas. Los griegos se preocupaban por encima de todas las cosas del kleos y del kudos y de la inmortalidad que ellos representaban.

Sin embargo, es imposible reducir el sentido y los fines de la política y de la democracia en Grecia a sólo este elemento; espero que esto surja claramente de mi rápida exposición anterior. Por lo demás, resulta seguramente muy difícil defender o apoyar la democracia sobre esta base. En primer lugar, si bien la democracia permite sin ninguna duda a los hombres “manifestarse” más que cualquier otro régimen, esa “manifestación” no podría alcanzar a todo el mundo ni a alguien que estuviera fuera del pequeño círculo de la minoría de personas que actúan y toman iniciativas en el campo político propiamente dicho. En segundo lugar (y esto es lo más importante), la posición de Hannah Arendt deja de lado la cuestión capital del contenido, de la sustancia, de esa “manifestación”. Para tomar casos extremos, Hitler, Stalin y sus tristemente célebres compañeros revelaron ciertamente lo que eran a través de sus actos y discursos. La diferencia entre Temístocles y Pericles, por un lado, y Cleón y Alcibíades, por otro, la diferencia entre los constructores y los enterradores de la democracia no está en el simple hecho de la “manifestación” como tal, la simple “aparición en el espacio público”, esos hombres provocaron catástrofes.

La concepción sustantiva de la democracia en Grecia se puede percibir claramente en la masa global de las obras y de la polis en general y esa concepción fue explícitamente formulada, por una profundidad y una intensidad sin igual, en el mayor monumento del pensamiento político que me haya sido dado leer, en la “Oración fúnebre” de Pericles (Tucídides, II, 36-46). No cesará de asombrarme el hecho de que Hannah Arendt (quien admiraba este texto y quien dio brillantes indicaciones para su interpretación) no haya visto que el texto presentaba una concepción sustantiva de la democracia que era apenas compatible con la suya propia.

En su “Oración fúnebre”, Pericles describe las costumbres y modos de proceder de los atenienses (II, 37-41) y presenta en una frase (comienzo del II, 40) una definición de lo que es en realidad el “objeto” de esa vida ateniense. El pasaje en cuestión es el famoso Philokaloumen gar mei euteleias kai philosophoumen aneu malakias. En La Crise de la cultura (op. Cit., págs. 272 y siguientes), Hannah Arendt ofrece un comentario rico y penetrante. Pero en su texto no consigo encontrar lo que para mí es el punto más importante.

Las palabras de Pericles desafían la traducción en la lengua moderna. Literalmente, se pueden traducir en dos verbos por “nosotros amamos la belleza… y nosotros amamos la sabiduría…”, pero, como lo comprendió bien Hannah Arendt, esto sería perder la vista lo esencial. Los verbos no permiten la separación del sujeto (“nosotros”) y de un “objeto” –la belleza o la sabiduría- exterior a ese sujeto “nosotros”. No son verbos transitivos y ni siquiera son simplemente activos; son al mismo tiempo “verbos de estado”; como el verbo vivir, designan una “actividad” que al mismo tiempo es una manera de ser o más bien la manera en virtud de la cual el sujeto del verbo es. Pericles no dice “Nosotros amamos las cosas bellas y las conservamos en los museos, nosotros amamos la sabiduría y pagamos a profesores y compramos libros”, sino que dice: vivimos en el amor de la belleza y de la sabiduría y en la actividad que suscita este amor; vivimos por la belleza y la sabiduría, con ellas y a través de ellas, pero lo hacemos evitando las extravagancias y la molicie28. Y por eso Pericles estima que tiene el derecho de considerar a Atenas la paideusia –educación y educadora- de Grecia.

En su “Oración fúnebre”, Pericles muestra implícitamente la futilidad de los falsos dilemas que envenenan la filosofía política moderna y en general la mentalidad moderna: el “individuo” contra la “sociedad”, “sociedad civil” contra el “estado”. Para Pericles el objeto de la institución de la polis es la creación de un ser humano, el ciudadano ateniense, que existe y que vive en la unidad y por la unidad de estos tres elementos: el amor y la práctica de la belleza, el amor y la práctica de la sabiduría, y la responsabilidad del bien público, de la colectividad, de la polis (“cayeron valientemente en el combate aspirando con buen derecho a no verse desposeídos de semejante polis, y es fácil comprender que entre los vivos cada uno esté dispuesto a sufrir por ella”, II, 41). Y estos tres elementos no pueden separarse: la belleza y la sabiduría tales como las amaban y las experimentaban los atenienses, sólo podía existir en Atenas. El ciudadano ateniense no es un “filósofo privado” ni un “artista privado”, es un ciudadano para quien el arte y la filosofía han llegado a ser modos de vida. Esta es, según creo, la verdadera respuesta, la respuesta concreta de la antigua democracia a la pregunta relativa al “objeto” de la institución política.

Cuando digo que los griegos son para nosotros un germen, quiero decir en primer lugar que los griegos nunca dejaron de reflexionar sobre la cuestión de saber qué debe realizar la institución de la sociedad; y, en segundo lugar, quiero decir que, en el caso paradigmático de Atenas, los griegos aportaron esta respuesta: la creación de seres humanos que viven con la belleza, que viven con la sabiduría y que aman el bien común.

París-Nueva York-París, marzo de 1982-junio de 1983

LÉXICO

Homoioi: semejantes, es decir, iguales.

Monos phonein: el único sabio.

Heteronomia: Una sociedad heterónoma es aquella en la que la ley (nomos, en sentido amplio, equivale a institución) es establecida de forma inamovible apelando a instancias exteriores a la propia sociedad, trátese de los dioses, de los ancestros, de la naturaleza, etc. Su opuesto es la autonomia. En una sociedad autónoma, la ley es creación consciente del individuo y, como tal, puede ser sometida a cuestionamiento y modificación.

Hübris: existe cuando la autolimitación es la única “norma”, cuando se traspasan límites que no están definidos en ninguna parte.

Paideia: educación de los ciudadanos como tales. Solo la educación de los ciudadanos como tales puede dar un contenido verdadero y auténtico al “espacio público”. Pero esa paideia no es principalmente una cuestión de libros ni de fondos para las escuelas. Significa en primer lugar y ante todo cobrar conciencia del hecho de que la polis somos también nosotros y que su destino depende también de nuestra reflexión, de nuestro comportamiento y de nuestras decisiones; en otras palabras, es participación en la vida política.

Isegoria: igual derecho a cada uno de hablar con toda libertad cuando se trata de asuntos públicos.

Parrhesia: el compromiso que cada cual asume de hablar realmente con toda libertad cuando se trata de asuntos públicos.

Ecclesia: asamblea del pueblo, que es el cuerpo soberano activo.

Demos: la comunidad de los ciudadanos. Es absolutamente soberana, el demos es autónomos, autódikos, autóteles: se rige por sus propias leyes nomoi, posee su jurisdicción independiente y se gobierna él mismo.

1El mismo Marx decía (en la Introduction générale a la critique de l’économie politique, traducción francesa de M. Rubel y L. Evrard, en Kart Marx, Oeuvres I. Economie París Gallimard «Blbliotheque de La Pléiade» 1965, pág. 266) que el arte griego representaba un modelo inaccesible no insuperable, sino inaccesible.

2“Le concept d’histoire», en La Crise de la culture, traducción francesa con la dirección de P. Lévy, París, Gallirnard, colección «Idées», 1972, pág. 70. 98

3No hace falta precisar que esto por sí mismo no autoriza la menor conclusión «práctica» o “política».

4Los lingüistas enumeran, según parece, algo así como cuatro mil lenguas habladas hoy. Por más que no haya una correspondencia unívoca entre la lengua y la institución total de la sociedad esas cifras dan una idea del orden de magnitud del número de sociedades diferentes que existieron en un pasado muy reciente.

5La confianza exclusivamente en la “racionalidad” condujo, por ejemplo, al siglo XIX a considerar puros absurdos las religiones primitivas y los mitos («estupidez” primitiva», como escribía Engels en una carta a K. Schmidl del 27 de octubre de 1890): esa confianza también condujo a los lechos de Procusto contemporáneos estructuralistas y de otros tipos.

6″Límite central», se diría en matemática.

7Verdad es que en sus planes iniciales, que se remontaban a 1771. cuando Kant proyectaba una obra con el título «Limites de la sensibilidad y de la razón», el filósofo se proponía tratar dentro del mismo marco la razón teórica. la ética y el gusto. Pero la manera en que el último de estos objetivos se realiza en el libro de 1790 y, sobre todo, su relación con la «teleología de la naturaleza» me parecen justificar las observaciones del texto.

8El problema ya se reconoce en la Crítica de la razón pura (A). Véase la introducción de la Crítica del juicio donde aparece la expresión «feliz azar» (glücklicher Zufalf).

9Se encontrará un estudio útil y copiosas informaciones del interés general manifestado en esa época por la obra de arte y la imaginación en James Engell. Tite Crealive IflUlginalion, HalVard University Press, 1981.

10Richard Bemstein insistió justamente y con claridad sobre este punto en «Judging-the Actor and de Spectator», estudio presentado en ocasión del coloquio sobre la obra de Hannah Arendt organizado en Nueva York en octubre de 1981.

11Véase Michacl Dcnneny, «The Privilegc of Ourselves: Hannah Arcndt on Judgment» en M. A. Hill (ed.), Hannah Arendt: The Recovery of Ihe Public World. Nueva York, Sto Martin’s Press, 1979, págs. 259 y 273.

Véase asimismo, ibíd., el intercambio entre Hans Jonas y Hannah Arendt, págs. 311 y 315.

12En realidad, ni siquiera en el campo teórico esto es cierto; pero no puedo abordar aquí la cuestión de las condiciones historicosociales del pensamiento. Bastará con precisar que la «validez universal objetiva», tal como la concibe Kant, equivale prácticamente a un aislamiento perfecto o a una «desencarnación» de la «conciencia teórica» y por consiguiente a una forma de solipsismo. Por ejemplo, Kant hace totalmente abstracción de la inseparabilidad del pensamiento y del lenguaje como problema teórico (y no psicológico). Al mismo tiempo afirma (en la tercera Crítica), bastante curiosamente desde el punto de vista «trascendental», que no hay conocimiento sin comunicación.

13Una anécdota célebre refiere que hace dos siglos el emperador chino rechazó una proposición de tratado comercial presentada por una embajada inglesa haciendo notar: «Veo muy bien por qué los bárbaros desean adquirir nuestros productos, pero no veo cómo podrían ofrecemos un equivalente que valga la pena».

14Sobre estos términos y el problema propiamente dicho, véase mi libro L’Institution imaginaire de la société, op. cit . cap. V.

15Kant habla una sola vez de schöpfrische Einbildungskrajt, de imaginación creadora (§ 49). Como esta expresión era corriente en el siglo XVIll, la insistencia que pone Kant en calificar siempre la imaginación como productiva no puede ser fortuita. Claro está que el término Schöpfung (creación) es ampliamente empleado tratándose de la «creación del mundo por Dios» en los párrafos finales de la tercera Crítica, por ejemplo, § 84. 87, etc.

16Por supuesto, la obra de arte es también una «presentación» de la idea moral. Pero en este contexto tal noción no es pertinente. Por añadidura, sólo se la podría tomar en consideración con la condición de adherirse a la metafísica de Kant. Esto deriva del carácter suprasensible de lo que debe ser presentado (dargestellt). Al fin de cuentas, nos encontramos frente a una aporía aparente:

– toda Da:stellung (por obra de un genio artístico) es apropiada;

– toda serie de Darstellungen es insuficiente puesto que no «agota» nunca, por así decirlo, lo que hay que presentar.

Se puede .ver aquí otro fundamento importante de la dependencia de la estética de Kant (y de su teoría del juicio.) respeto de su metafísica -comparable a la de la Crítica de la razón práctica: la distancia infinita o insuperable entre la humanidad y la idea- y el (vano) intento de mantenerla y. cubrirla mediante una especie de marcha infinita. En la Crítica de la razón práctica, esto conduce, inter alia, a la absurda argumentación relativa a la inmortalidad del alma. En la Crítica del Juicio (donde se encara claramente un progreso histórico «inmanente»), esto conduce a la idea de una serie de Darstellungen. La diferencia está en que en el primer caso (la acción moral) somos permanentemente deficientes (nadie es alguna vez santo, afirma la Crítica de la razón práctica), mientras que en el segundo caso (el arte), la obra del genio no es ciertamente deficiente. Este punto merecería un examen más profundo que tenga en cuenta la antropología kantiana, que no corresponde empero tratar aquí. Permítaseme agregar tan sólo esto: en verdad, la adecuación absoluta de la obra maestra no es otra cosa que su presentación del abismo (del caos, de lo sin fondo) y el carácter inagotable del arte tiene sus raíces en el carácter ontológico del abismo así como en el hecho de que cada cultura (y cada genio individual) crea su propio camino hacia el abismo; y el segundo es de nuevo una manifestación del primero.

17Véase también mi texto «Le dicible et l’indicible» en Les Carrefours du labyrinthe, op. cit., en particular págs. 140-141.

18Esta es también la razón por la cual Kant debe confinar sus intuiciones a la dimensión estrictamente «individual subjetiva» de la imaginación. Véase mi texto «La découverte de I’imagination», en Libre, nO 3, París, Payot, 1978; véase en este libro más adelante «El descubrimiento de la imaginación».

19No puedo compartir la idea de Hannah Arendt según la cual la actividad legislativa era en Grecia un aspecto secundario de la política. Eso sólo sería cierto en un sentido restringido del término «legislar». Aristóteles enumera once «revoluciones» en Atenas. es decir, once cambios de la legislación fundamental («constitucional»).

20Como lo estableció Olof Gigon en Der Ursprung der griechischen Philosophie yon Hesiod bis Parrnenides, Basilea, 1945.

21El sentido de este fragmento de Anaximandro (Diels, B,l) es claro, y por una vez los historiadores «clásicos» de la filosofía lo interpretaron correctamente. La interpretación heideggeriana («Der Spruch des Anaximander», En lIolzwege, traducción francesa de W. Brokmeier, «La parole d’ Anaximandre», en Chemis qui ne menenl nulle parl, París, Gallimard, 1962) es, como de costumbre, el propio Heidegger disfrazado de Anaximandro.

22Por razones de espacio. yo mismo me veré obligado a hablar en términos “estáticos”, a dejar de lado el movimiento y a considerar sólo algunos de sus “resultados” más significativos, Ruego al lector que no pierda de vista esta inevitable limitación.

23Aristóteles, Constitución de los atenienses, VIII, 5.

24Se encuentra algo parecido en ciertas sociedades salvajes, sólo que este dominio está confiado a la gestión de los asuntos “corrientes”, puesto que en estas sociedades la ley (tradicional) no podía ponerse en tela de juicio.

25M, l. Finley señaló recientemente la importancia y aclaró el espíritu de este procedimiento en Démocratie antique et Démocratie moderne,. traducción francesa de M. Alexandre, París, 1976, Págs. 77 y 176. Véase también V. Ehrenberg, The Greek State, 2ª ed., Londres, Methuen, 1969, Págs. 73, 79 Y 267, que evoca asimismo otros dos procedimientos o dispositivos importantes, los cuales atestiguan el mismo espíritu: la apate tou demou (el engaño del demos) y la excepción ton nomon me epitedeiom einai (la imposibilidad de la ley).

26Aquí debo dejar pendiente la cuestión suscitada por la. Interpretación que hizo Hannah Arendt (y también Hölderlin) de estos últimos versos (Condition de /’homme moderne), traducción francesa de G. Fradier, prefacio de Paul Ricoeur, París. Calmann-Lévy, 1983, Págs. 34:35, nota 2), interpretación que de todas maneras no pone dificultades a mi propósito. Bastante curiosamente, en el excelente estudio ya citado, Michael Dennent no menciona la traducción propuesta en Condition de l’homme mederne y da una versión (oral) diferente sugerida por Hannah Arendt, versión totalmente inaceptable, tanto desde un punto de vista filológico como atendiendo a la significación global de la tragedia.Denneny, op. cit., Págs. 26S·289 Y 274.

27Al final de Los siete contra Tebas (versos 1065 -1975) de Esquilo, se puede encontrar un argumento suplementario en favor de mi interpretación. Se trata ciertamente de un agregado al texto inicial que data de los años 409-405 (Mazon, en la edición Budé, Págs. 103). Este agregado fue insertado de manera que anunciaba la representación de Antígona inmediatamente después. Así Los siete contra Tebas termina con una división del coro, de suerte que el primer coro canta que sostendrá a aquellos que son solidarios con su sangre (genea) porque lo que la polis considera justo es diferente según los tiempos; en otras palabras, las leyes de la polis cambian, en tanto que el derecho de la sangre es perenne; y el otro medio coro se coloca de parte de la polis y del dikaion, es decir, del derecho. El primer medio coro no hace mención alguna de una “ley divina”; en cambio el segundo menciona “bienaventurados”, sin duda los héroes protectores de la ciudad y el propio Zeus. También todo esto pertenece al texto manifiesto, pero constituyente un testimonio no desdeñable de la manera en que a finales del siglo V los atenienses encaraban la cuestión y del sentido que daban a Antígona.

28Doy la traducción habitual de euteleia. Por más que no sea rigurosamente imposible, la traducción de este término que da Hannah Arendt y que permite la interpretación: “nosotros amamos la belleza dentro de los límites del juicio político” es extremadamente improbable

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Un comentario

  1. Para la proxima pongan menos cosas escritas

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