Andrea Fumagalli.
Las transformaciones del mercado de trabajo de los dos últimos decenios han hecho urgente una redefinición de conjunto y una rearticulación de las políticas de welfare. Dicha cuestión no siempre ha suscitado el interés adecuado del pensamiento económico de izquierdas y alternativo. En el debate socio-económico actual, dos son las concepciones del welfare que, sobre todo, atraen la atención de los estudiosos y de la política: por un lado, el workfare y, por otro, el welfare público de inspiración keynesiana. Con el término workfare se hace referencia a un sistema de welfare no universalista de tipo contributivo (esto es, en el que cada uno recibe en función de cuánto da, como ya ocurre hoy con la reforma de la seguridad social), estructurado en torno a la idea de proveer una ayuda en última instancia allá donde se den condiciones existenciales que no permiten trabajar y, en consecuencia, acceder a aquellos derechos que sólo la prestación laboral está en condiciones de garantizar. La idea de workfare es, por otra parte, complementaria de los proyectos de privatización de buena parte del welfare público, empezando por la sanidad, la educación y la seguridad social. Tales proyectos encuentran hoy su fundamento en el llamado ‘principio de subsidiariedad’, según el cual, en las materias que no son de competencia propia exclusiva, pueden intervenir niveles superiores de gobierno (i.e., el Estado) sólo y en la medida en que se considera que los niveles inferiores (i.e., las Regiones) no están condiciones de conseguir los objetivos previstos de manera satisfactoria. Traducido a la práctica, esto significa que la intervención pública puede tener razón de ser sólo donde la iniciativa privada no está en condiciones o no considera conveniente intervenir. Mientras, por otro lado, el workfare tiene como objetivo inmediato y parcial sólo a quien se encuentra fuera del mercado de trabajo, como los parados y los jubilados que cobran las pensiones más bajas, y se basa en la neta distinción entre políticas sociales y políticas laborales. Un concepto, pues, meramente fordista con el añadido de un marco neoliberal conforme al modelo anglosajón: incentivos al trabajo y estado social mínimo. El protocolo sobre welfare, competitividad y mercado de trabajo del 23 de julio de 2007, destilado por el entonces ministro de Trabajo Cesare Damiano, quería representar su aplicación en Italia. El decreto 112 del último agosto, que anticipa las líneas de la Ley Presupuestaria para el trienio 2009-2011, sanciona su realización. Lo confirman los recortes en el gasto destinado a ciertos ministerios en el desarrollo de sus competencias: 8400 millones de menos para 2009, que se convertirán en 15600 millones en 2011. Lo confirma la reescritura del pacto de estabilidad con los entes locales (reducción de cerca de 3000 millones en 2009 y de 9000, en 2011) que traerá consigo la simpática consecuencia de aumentar las tarifas de los servicios públicos en perjuicio de los residentes o de proceder a ulteriores privatizaciones. Lo confirman también los recortes al fondo nacional para el sistema sanitario nacional, que conocerá, en 2009, una reducción del gasto sanitario de casi el 3% en términos reales y del 2% en 2011, con la consiguiente reducción de camas hospitalarias y de gastos para el personal (bloqueo de los turnos, redimensionamiento de los fondos para la contratación complementaria, etc.). Lo confirma el inicio de un principio de desmantelamiento de las universidades públicas en beneficio de su transformación en fundaciones de derecho privado (¡ni siquiera de derecho público!). Pero esto no basta, aún hay más. Como toda buena política de workfare exige, también están obviamente presentes las intervenciones en el ámbito del mercado de trabajo y de la subsistencia (aunque sólo para los ciudadanos italianos autóctonos). Y ahí tenemos, entonces, la controvertida norma sobre los trabajadores precarios, que tan sólo prevé una escasa compensación monetaria para los trabajadores con contrato de duración determinada en contencioso con los empleadores, y ya no su contratación, con lo que vuelve ‘legalmente’ estructural, vitalicia, la precariedad. Y, paralelamente, hace su aparición la limosna de una ‘social card’ (según el modelo de las cartillas de racionamiento del período bélico) que permite la adquisición de bienes alimentarios de primera necesidad a los indigentes.
A esta idea de workfare, se quiere contraponer –sobre todo, por parte de la llamada izquierda radical- el retorno del welfare público o keynesiano. El Estado debería hacerse cargo de una intervención de alcance universal con capacidad para garantizar a todos los ciudadanos (que no siempre coinciden con los residentes) algunos servicios sociales básicos, como la salud, la educación y la asistencia a lo largo de toda la existencia (de la cuna a la tumba, según la famosa definición del informe Beveridge de la segunda posguerra) a cambio de la participación en el trabajo y en la definición de un pacto social entre los factores de la producción. En cuanto al hecho de que algunos servicios sociales primarios (como, por ejemplo, la educación y la sanidad) deban seguir siendo públicos, no hay duda de ningún género. Sin embargo, con la crisis del modelo fordista, vienen a establecerse algunas precondiciones para que tal modelo pueda cumplir su cometido de forma equitativa dentro de un marco de justicia social. Me refiero en particular a la crisis del estado-nación, entendido como ámbito nacional en condiciones para desarrollar políticas económicas de modo independiente, aunque también de forma coordinada, con respecto a otros estados; a la imposibilidad de medir la ganancia de productividad y, en consecuencia, de proceder a su distribución entre beneficios y salarios; a la impracticabilidad de establecer relaciones industriales no concertativas entre partes sociales que se reconocen recíprocamente como contrapartes conflictivas y legitimadas en el nivel institucional con capacidad para representar de modo claro y unívoco los intereses empresariales y de los trabajadores. Ninguno de estos tres presupuestos está presente hoy en el capitalismo cognitivo desde el momento en que el dispositivo de gobernanza político-social ya no puede retornar al modelo fordista. En otras palabras: el welfare keynesiano es insuficiente. ¡Queremos más! De donde se sigue la necesidad de reformular la idea del welfare state, en lo que nos detendremos en breve. Si bien éstas son las dos concepciones fundamentales sobre el terreno, otras hipótesis, que representan situaciones particulares e híbridas, son posibles: el welfare escandinavo, por ejemplo, que da origen a las políticas de la flexicurity, que se presentan como un momento de síntesis del welfare keynesiano de tipo no siempre universalista, pero equilibrado con las exigencias de flexibilización del mercado de trabajo y la existencia de un mercado de trabajo fuertemente homogéneo, incorporando algunas de las características del workfare. Y, por el lado latino-mediterráneo, podría citarse también el welfare familiar, una mezcla de workfare y de asistencialismo no universalista.
¿Cómo se puede, entonces, repensar un welfare state en la época del capitalismo cognitivo? En primer lugar, debe estar en condiciones de afrontar los dos elementos principales que caracterizan a la actual fase capitalista en los países ‘occidentales’: la precariedad social; la distribución de una riqueza que tiene su origen en la cooperación social y en el general intellect. Con respecto al primer punto, el mundo del trabajo aparece cada vez más fragmentado, no sólo desde un punto de vista jurídico, sino sobre todo desde una perspectiva cualitativo-subjetiva. La figura del trabajador asalariado industrial es una figura emergente en muchos lugares del globo, pero está declinando de forma casi irreversible en los países occidentales en beneficio de una abigarrada multitud de figuras atípicas y precarias, empleados, parasubordinados, autónomos, cuya capacidad organizativa y de representación está cada vez más vinculada al predominio de la contratación individual y a la incapacidad de adecuación de las estructuras sindicales fondistas. La preeminencia de la contratación individual con respecto a la colectiva vacía la capacidad de representación de las fuerzas sindicales tradicionales. El intento de recuperar tal capacidad por medio de estrategias de concertación ha mostrado todos sus límites, hasta el punto de desnaturalizar el papel del sindicato como fuerza con capacidad para representar los intereses del trabajo en instituciones de control y de sucumbir a los intereses empresariales bajo el paraguas de las compatibilidades económicas dictadas por la nueva jerarquía económica internacional. Con respecto al segundo punto, la producción de riqueza ya no está exclusivamente fundamentada en la producción material. La existencia de economías de aprendizaje (que generan conocimiento) y de economías de red (que permiten su difusión en niveles diversos) representan hoy las variables que están en el origen de los incrementos de la productividad; una productividad que, cada vez más, deriva de la explotación de bienes comunes que emanan de la naturaleza social del género humano (como instrucción, sanidad, conocimiento, espacio, sociabilidad, etc.) y que, en consecuencia, se configura como resultado de la ‘cooperación’ social. En semejante contexto, una intervención de welfare debe saber responder al trade-off que regula de modo inestable el proceso de acumulación inherente al capitalismo cognitivo contemporáneo: la relación contradictoria entre precariedad y cooperación social. De forma aún más particular, se trata de remunerar la cooperación social, por un lado, y de favorecer formas de producción social, por otro. La remuneración de la cooperación social significa garantía de una renta individual, incondicionada, para todos aquellos que operan en el territorio, al margen de sus estatus profesional y civil. Puesto que la cooperación social va bastante más allá de la prestación laboral eventualmente reconocida y certificada y tiende a coincidir con la existencia misma, la remuneración de la cooperación social procede del salario eventualmente percibido más un basic income, que debe ser entendido como una especie de compensación monetaria (precisamente, una remuneración) por la productividad social y no como una mera intervención asistencial. Tal medida debe ir acompañada de la introducción de un salario mínimo por hora, con el fin de evitar que se pueda generar un efecto de sustitución entre el basic income y el propio salario en beneficio de la empresa y en menoscabo del trabajador. Además, dicho basic income, incorporado de forma gradual, prescindiendo del estatus profesional de los individuos y no sometido a medida alguna de control y de condicionamiento, no es sólo una medida de welfare, sino que, en cuanto elemento de remuneración, es también una medida de intervención en la regulación del mercado de trabajo. De este modo, viene a establecerse la distinción entre políticas de welfare y políticas del trabajo de inspiración fordista. La garantía de renta presente en un salario mínimo permite, de hecho, ampliar las posibilidades de elección, definir la propia oferta de trabajo y, en consecuencia, intervenir directamente en las condiciones y en la calidad de dicho trabajo. La posibilidad de elección/rechazo del trabajo capitalista abre prospectivas de liberación que van bastante más allá de la simple medida redistributiva con la cual, a menudo, se identifica y por la que se critica al basic income. El desarrollo de la producción (cooperación) social requiere, como premisa, la reapropiación y la distribución de las ganancias que derivan de la explotación de los bienes comunes que están en la base de la acumulación actual. Dicha reapropiación, hoy, no se obtiene necesariamente con la simple garantía de la propiedad pública (de aquí la crisis del welfare público keynesiano). Si tal cosa es posible en el caso de los servicios básicos, como la sanidad, la educación o la movilidad territorial, en otras situaciones, es menos lineal, menos evidente, más híbrido, más opaco. En el caso del conocimiento, por ejemplo, es necesario basarse en el concepto de ‘bienes comunes’ y de ‘propiedad común’, por cuanto el conocimiento no es, y no puede ser, un bien exclusivamente privado o exclusivamente público.
Es sobre estas bases sobre las que puede lanzarse la apuesta –ahora inaplazable- de construcción de una propuesta de welfare y de práctica de lo común desde los movimientos.
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Andrea Fumagalli enseña Economía Política en la Universidad de Pavía. Sus investigaciones se centran en la transformación del capitalismo y en la hipótesis del capitalismo cognitivo. Ha sido de los primeros que ha defendido en Italia el establecimiento de una renta garantizada. Participa en la organización de la red EuroMayday. Recientemente ha publicado Bioeconomia e capitalismo cognitivo. Verso un nuovo paradigma di accumulazione, (Rome, Carocci, 2007) y, junto a Stefano Lucarelli, Basic Income and Productivity in Cognitive Capitalism ( Review of Social Economics, vol. 68, n° 1, marzo de 2008).
[Traducción del italiano: Diego L. Sanromán]
Publicado en : http://colaboratorio1.wordpress.com/2009/05/01/por-una-nueva-politica-de-welfare-andrea-fumagalli-2008/