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Reflexiones melancólicas a contracorriente. (2 de 2).

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JUAN GOYTISOLO

El último morisco

En la España de la Baja Edad Media, dividida entre reinos cristianos y musulmanes, existían asimismo varias comunidades híbridas que no encajaban en esta partición rigurosa. Pues no solo habitaban los mozárabes (cristianos de Al Andalus y de los reinos de Taifa) y mudéjares (moros de Castilla y Aragón), teóricamente protegidos unos y otros por el poder reinante, sino también otros grupos humanos intermedios que desaparecieron paulatinamente en la fase final de la «Reconquista» (Ortega y Gasset dijo con tino que no puede llamarse Reconquista a una guerra que dura ocho siglos). Junto a los elches (así se denominaba a los renegados convertidos al islam y a sus descendientes) y farfanes (cristianos diseminados por el Magreb que retornaron a Castilla por la inseguridad reinante bajo el poder de los benimerines), las crónicas de la época nos hablan de los enaciados, hombres de frontera, a caballo entre las dos civilizaciones, que en los siglos XIII y XIV actuaban de mensajeros o intermediarios entre los dos bandos (el arabista Felipe Maíllo ha trazado un sugestivo retrato de ellos). Tras la toma de Granada y la abolición del estatuto mudéjar a raíz de la rebelión del Albaicín en 1501, los musulmanes fueron forzados a convertirse o escoger el destierro al norte de África, y quienes permanecieron en la Península pasaron a ser moriscos (un término por cierto despectivo, si bien en menor grado que el de marranos aplicado a los criptojudíos). Aunque teóricamente cristianos, aquellos fueron expulsados definitivamente hace cuatro siglos y se dispersaron por la rosa de los vientos. La mayoría de ellos se refugió en el Magreb, en donde en muchos casos no fueron acogidos precisamente con los brazos abiertos. Pero sus descendientes reivindican hoy con orgullo su origen andalusí y algunos de ellos forman parte de la actual élite intelectual de Marruecos.

Escrito esto a propósito de Omar Dudú (vástago de algún andalusí apellidado Fuentes). Organizador del movimiento cívico melillense de los años ochenta del pasado siglo que reclamaba la ciudadanía española para los musulmanes de esta ciudad, se puso en contacto conmigo para recabar mi apoyo a su causa. Meses después, durante su breve estancia en el Ministerio del Interior en Madrid, me llamó de nuevo para informarme de los problemas y de las presiones de que era objeto y que acarrearon finalmente su dimisión y paso a Marruecos. Lo conocí en persona semanas después de su llegada a Rabat, cuando se hospedaba con su familia en el hotel Safir, y desde entonces le he visto en diversas ocasiones en la capital marroquí, Marraquech o Tánger. Integrado en el Ministerio del Interior rabatí, se ocupa desde hace más de veinte años de la organización del peregrinaje a la Meca de sus conciudadanos melillenses y de reunir en su domicilio una biblioteca consagrada a la historia de Al Andalus y a las casi siempre conflictivas relaciones hispano-marroquíes de los dos últimos siglos.

Sociable, extrovertido, ansioso de comunicación con los suyos, ha participado en varios encuentros sobre el tema morisco y el legado andalusí con intelectuales de los dos países. De su colorido anecdotario espigo ahora el relato de sus estudios en Melilla en un colegio religioso español del que era el único «moro» y de las puyas que le lanzaban los Hermanos de la Salle por ser lo que es: un hombre de frontera y de identidad compleja. Español para los marroquíes y marroquí para mis paisanos.

Su destino evoca para mí el de un rezagado morisco, pues, tras su paso por Marruecos, fue despojado de su nacionalidad española y padece un exilio similar al de sus ancestros: carece de toda documentación hispana y no puede disponer siquiera de los bienes familiares que le corresponden por herencia. El pasado mes de julio quiso ver a su madre anciana y enferma y no pudo: su visita -y el homenaje que querían tributarle sus conciudadanos – no fueron autorizados, supuestamente por coincidir con un viaje electoralista y «patriótico» de Mariano Rajoy a Melilla (la tensión reinante en el paso fronterizo de Bení Enzar tampoco favorecía la cita con los suyos). Recientemente se acercó a saludarme a Marraquech y lo encontré cansado y melancólico. Solo deseaba, me dijo, ver a su madre y vivir tranquilamente con su familia. Comprobé una vez más que la situación del hombre de frontera es siempre ingrata, y que ni España ni Marruecos han reconocido como se merece sus bien intencionados esfuerzos por tender puentes entre las dos orillas.

Omar Dudú al Funti es el último morisco y las circunstancias le han impedido ser enaciado, esto es, un mensajero que encarna los intereses no necesariamente contrapuestos de un musulmán melillense. Los prejuicios recíprocos no son fáciles de erradicar y habrá que luchar para superarlos por una parte y por otra. Entre tanto, quienes nos sentimos fronterizos como una forma de ser debemos excusar los «duelos y quebrantos» de su itinerario en busca de una doble fidelidad difícil de alcanzar.

Sin solución a la vista

En 1976 y 1977 publiqué dos extensos artículos en el semanario Triunfo, recogidos luego en el libro El problema del Sáhara. Su orientación promarroquí suscitó una reacción violenta en mi contra por casi todo el conjunto de las fuerzas políticas españolas. Sabía que nadaba a contracorriente, pero no dudé en hacerlo. (Aún hoy, según me dicen, la página web del llamado Observatorio del Sáhara me incluye en la lista de los «malos» y afirma contra toda evidencia, dada mi absoluta aversión a toda clase de honores y medallas, ¡que fui condecorado por el monarca alauí!).

Los desafíos a los que se enfrenta la política exterior de Marruecos desde su independencia obedecen a un hecho muy simple: el haber sido colonizado por dos Estados en vez de uno. Las fronteras trazadas con cartabón y regla por quienes se adueñaron del continente africano en los dos últimos siglos no tuvieron en cuenta las realidades políticas y sociales de los habitantes sometidos a su dominio. En algunos casos, como el de Argelia, unieron los tres departamentos franceses de Orán, Argel y Constantina con el inmenso desierto con el que hasta su llegada no tenían relación política alguna. En vísperas de la independencia, los negociadores franceses de los Acuerdos de Evian intentaron separar el Sáhara del nuevo Estado argelino y asegurarse así el usufructo de sus riquezas petroleras, pero la firme actitud de la dirección del Frente de Liberación Nacional les forzó a renunciar a sus propósitos. De hecho, el Sáhara no conoció frontera alguna hasta la llegada del colonizador. Sus pobladores nomadeaban desde la actual Mauritania hasta Libia y Sudán.

El caso de Marruecos es diametralmente opuesto. Su fragmentación artificial por Francia y España hubiera conducido, de aplicarse al pie de la letra el respeto a las fronteras dibujadas por ellas, a la creación de varios Estados: el de Tánger, dotado de un estatuto internacional; el del Protectorado español del Rif y la Yebala; el del Protectorado francés; los de Sidi Ifni y Tarfaya, y, por fin, el del Sáhara Occidental. Desde su accesión a la independencia, Mohamed V reclamó la soberanía sobre estos tres últimos, soberanía que Franco concedió a regañadientes: primero en Tarfaya y luego en Sidi Ifni, tras una guerra inútil y sangrienta. La asignatura pendiente del Sáhara, convertido por el dictador en provincia española, no se resolvió sino en 1976, tres años después de la creación del Frente Polisario que reclamaba la independencia del territorio.

Lo ocurrido después -administración marroquí, huida de una parte de la población saharaui a Tinduf, proclamación de la RASD, guerra entre el Polisario y Marruecos, construcción del muro defensivo, suspensión de las hostilidades- venía cantado. Mientras Rabat modificaba la composición étnica del territorio con el asentamiento de decenas de millares de dajilís, oriundos en su mayor parte de las regiones lindantes con la antigua colonia española, y transformaba social y económicamente la zona a fin de reforzar sus vínculos con el norte, el Polisario se atrincheraba en Tinduf, con el sostén militar de Argel y el apoyo masivo de la opinión pública española. Dicha situación se ha prolongado durante tres décadas y no le vislumbro salida alguna. Marruecos no abandonará el Sáhara (y en el caso improbable de que lo hiciera, ello equivaldría a un terremoto de consecuencias imprevisibles para todos, incluida España), y Argelia, esto es, el ejército que de hecho la gobierna junto al clan Buteflika, necesita la existencia de un enemigo estratégico que justifique sus jugosos presupuestos militares (¡10.000 millones de euros en 2010 para la compra de armas!), de los que una buena parte va a los bolsillos de la clase dirigente. Dicha situación puede alargarse por tiempo indefinido, y las conversaciones de paz, también.

Pocos se han parado entre nosotros en reflexionar qué ocurriría si el plan de autonomía avanzada para el Sáhara no se concreta, ya por falta de una propuesta marroquí creíble, ya por el enquistamiento del Polisario y su opción de recurrir de nuevo a las armas. El número de dajilís es hoy muy superior al de los oriundos de la ex provincia española y presumiblemente no se dejarían desarraigar por las buenas.

Más aún: la división tribal entre tribus promarroquíes e independentistas podría concluir en un baño de sangre. La defensa jurídica del derecho de autodeterminación debe tener en cuenta la complejidad de los elementos a los que actualmente nos enfrentamos como lo hizo Miguel Ángel Aguilar en uno de los raros ejercicios de lucidez y pragmatismo aparecidos en la prensa española de estos últimos meses (El abandono del Sáhara, EL PAÍS, 16-11-2010).

Una posible reanudación de las hostilidades sería la peor perspectiva para el Magreb, para España y, sobre todo, para los propios saharauis, abocados a una lucha fratricida como las que ensangrientan a una buena parte del continente africano. En vez de amagar con contraproducentes marchas verdes en la frontera de Ceuta y organizar manifestaciones ante el Instituto Cervantes de Rabat (¿qué tiene que ver nuestro primer escritor con el unanimismo inquietante de una opinión pública presta siempre a mostrar sus agallas a nuestros vecinos de la otra orilla, y con la respuesta simétrica del patriotismo ofendido de esta?), Marruecos debe poner fin a su clientelismo funesto en el Sáhara y satisfacer las legítimas demandas de empleo, educación y acceso a la vivienda de quienes acamparon en Agdaym Izik. Quedará por resolver, ojalá sea más pronto que tarde, la suerte dramática de los refugiados en Tinduf, cuya población se ha multiplicado también en las tres últimas décadas y cuyo retorno a su país de origen y su digna inserción gradual en el mismo no se presentan a todas luces fáciles.

 

JUAN GOYTISOLO

Publicado en el suplemento “Domingo” de El País de 16/01/11.

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