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Universidad y hegemonía

Estudiantes_Universidad_Columbia_1960

 

Santiago Alba Rico.Viento Sur.

De entre los muchos y buenos libros publicados sobre el tema en España (al hilo, por ejemplo, de las protestas contra Bolonia), quizás el menos coyuntural es el que ha publicado recientemente Akal en su colección Pensamiento Crítico: “De la nueva miseria. La Universidad en crisis y la nueva rebelión estudiantil”. Coordinado por Joseba Fernández, Miguel Urbán y Carlos Sevilla, es el menos coyuntural porque trata de ir más allá de las imprescindibles denuncias y de la ineludible defensa de “lo público” para abordar un análisis submarino, en la media duración, de las transformaciones sufridas por la institución universitaria desde los años 60 en el marco más amplio e insidioso de los desplazamientos “geológicos” del capitalismo: “el lento tránsito”, dirán los coordinadores en el primer capítulo, también obra suya, “de una universidad de las profesiones a una universidad del empleo-basura”.

Este primer capítulo resume muy bien el horizonte en el que se inscriben todos los trabajos reunidos en el volumen: el de una discusión y, en último término, reelaboración de los análisis de Althusser sobre los Aparatos Ideológicos de Estado, los de Bourdieu sobre “reproducción de estructura y jerarquías de clase” y los de la “literatura postoperaista italiana” sobre producción de “bienes cognitivos”. A este triple pivote, Fernández, Urbán y Sevilla, añaden como fulcro central la noción gramsciana de hegemonía, entendida en este caso como “un proceso complejo de internalización de los cambios en el mercado de trabajo y en los procesos capitalistas de acumulación dentro de la educación superior como aparato hegemónico”. El capítulo redactado por el griego Panogiotis Sotiris insistirá con muy buen tino en este punto.

Esta noción de “hegemonía” es fundamental para comprender por qué la universidad ha sido siempre y sigue siendo un “campo de batalla”. Es importante recordarlo porque a veces el propio marco teórico del libro, muy orientado –y con indudable acierto– a desentrañar la “funcionalidad” de la enseñanza superior en los procesos de acumulación capitalista, parece inducir la ilusión de que el recinto universitario, físico e intelectual, es sólo un producto manufacturado, o incluso un centro de (re)producción pasivo, de las astutas estrategias de la relación capital. Me gusta mucho una frase de Carlos Sevilla citada por Alberto Toscano en el excelente capítulo IV: “los estudiantes no constituyen una clase, más bien se encuentran a sí mismos situados en una condición temporal: son aprendices de trabajadores intelectuales que en el momento en que obtienen la conciencia de comunidad son dispersados y quedan neutralizados. Pero en el breve interludio de su preparación constituyen un grupo compacto que ha demostrado un enorme impulso político en un país tras otro”. Sin que ello merme el enorme interés y utilidad del libro, hay que decir que, a la hora de explorar el espacio universitario como “campo de batalla” por la “hegemonía”, se echa de menos un análisis más detallado del “medio estudiantil” y de esta peculiar comunidad, compacta y fugaz, cuyas especificidades, si se quiere “antropológicas”, distinguen la universidad de una fábrica, fordista o no, y de un asilo de ancianos.

En todo caso el libro tiene el enorme mérito de plantear en pocas páginas casi todos los hilos de un debate teórico en el que nos jugamos el destino material de nuestras luchas políticas. De entrada, lo que queda en evidencia es que, cualquier que sea su articulación “ontológica”, nos enfrentamos a una “estrategia global” de una monotonía avasalladora. Ya se trate de Grecia (Sotiris), Italia (Toscano y Calella), Estados Unidos (McClanahan) o la India (Rami Kumar), las “reformas” universitarias aplican programas de ajuste estructural tan mecánicos y universales como los del FMI en las economías “tercermundistas”. El Tercer Mundo avanza y se extiende por todas partes y, en algún sentido, el propósito es el de “tercermundizar” también la universidad: descalificación de los estudios, jerarquización y privatización de los títulos, mercantilización de los sujetos de conocimiento, endeudamiento del alumnado. En este sentido, EEUU viene marcando el camino desde hace décadas y por eso es particularmente recomendable el trabajo de Annie McClanahan, activista en Berkeley y profesora en Wisconsin, pues explica muy bien el proceso que desemboca en “la nueva universidad de la deuda” y el papel que juega ésta –la deuda– tanto en la domesticación como en la movilización de estudiantes y docentes (capítulo VI). Destacaría igualmente, junto al capítulo redactado por los coordinadores, los dos trabajos del profesor Toscano y muy especialmente el titulado “los límites de la autonomía”, en el que se hace una crítica muy severa y rigurosa del concepto de “capitalismo cognitivo” y se defiende, frente a la tesis del estudiante como “trabajador cognitivo”, la del estudiante como “mercancía-precaria en producción”. Un debate fundamental que Toscano resume en la siguiente pregunta: “¿Están en connivencia el estado y el capital para capturar circuitos autónomos de cooperación o, como yo sostengo, están en gran medida incitándolos?”.

De la nueva miseria” es un libro lúcido, serio, riguroso, estimulante, que trata de recuperar análisis y polémicas fundamentales en la tradición marxista. Uno de sus méritos es el de no poner las cosas fáciles al lector y el de dejarle finalmente insatisfecho, que es lo que define el impulso propiamente cognoscitivo (el “exceso” de realidad en relación con el conocimiento): esa acucia que resumía muy bien la frase con que Bernardo de Claraval acababa una de sus obras: termina el libro pero no la búsqueda. Tampoco la lucha. Ni sobre el terreno, donde las movilizaciones siguen siendo insuficientes, ni en nuestras cabezas, donde amontonamos en un rincón tantas -y tantas- cajas sin abrir.

Y como he citado a Bernardo de Claraval, un santo del siglo XII, acabo con un mosquito provocativo. Los coordinadores de la obra enumeran en la introducción todas las posiciones teóricas con las que van a discutir, dejando fuera explícitamente, con ironía displicente, la que considera la Universidad “un espacio neutro de libertad, (…) fruto de la Ilustración y la modernidad”. Así formulada, es difícil acompañar esta pretensión, desde luego, pero no conviene olvidar que se acumulan tantos trastos viejos en este “campo de batalla” que no podemos desdeñar ninguno (si es que queremos distinguir entre una Facultad y, por ejemplo, un asilo de ancianos o una mezquita). A mi juicio todas las estrategias de acumulación capitalistas tienen precisamente en cuenta el hecho de que en ese “campo de batalla” siguen activos potentes residuos de otras épocas: saberes, sí, pero también consistencias que no sólo son modernas sino, más allá, medievales. Digamos que la Universidad, como institución, es al mismo tiempo medieval y moderna (y no sólo capitalista); de la Edad Media hereda el carácter “extra-muros” de su actividad, de la Modernidad su carácter “público y masivo”. Si no se integran en el análisis estos dos “residuos” vivos (y potencialmente subversivos) no es posible explicar por qué, en la batalla por la hegemonía, durante las protestas contra Bolonia, tantos profesores progresistas (junto a alumnos-consumidores) apoyaron la mercantilización y bancarización de la Universidad, mientras que los “medievales” y “modernos” (entre ellos muchos marxistas) alimentaron sin cesar las movilizaciones estudiantiles en favor de una enseñanza superior pública y a cubierto del tsunami del mercado. Democracia y conocimiento son reivindicaciones anti-capitalistas que tienen también una historia y unos formatos dignos de reflexión e inseparables, como funcionales y antagónicos, de la lucha por la hegemonía.

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