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La izquierda y la intervención militar en Libia

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Vicenç Fisas.El País. 22/03/2011.

Como es bien sabido, a la izquierda tradicional no le gustan las intervenciones militares ni, en general, las actividades militares. Creo que es una herencia del nefasto militarismo que vivimos en nuestro país durante el franquismo, que ha provocado un total distanciamiento hacia cualquier actividad militar. Esa actitud se traduce en un rechazo frontal hacia los gastos militares, las exportaciones de armas, las paradas militares, las políticas de defensa nacional, y lógicamente, las intervenciones en el exterior.

Desde mi opinión, sin embargo, existe una actitud no discriminatoria que conduce a contradicciones de fondo, pues de esta forma no se da respuesta a qué hacer con las poblaciones que están en peligro y se escurre el bulto en momentos en que hay que activar el «derecho a proteger».

Comparto con esa izquierda el rechazo a las patologías de lo militar, es decir, todo lo que tenga que ver con el militarismo. Eso se expresa, por ejemplo, en una crítica clara hacia los gastos militares excesivos y no justificados, hacia la política de fomento del comercio de armas hacia países que violan los derechos humanos o que están en crisis, hacia la glorificación del armamento, el fomento de la investigación militar frente a los recortes en la investigación no militar, o el empeño en introducir la cultura de la defensa militar en el ámbito escolar. Todo ello me parece rechazable, pues son manifestaciones del militarismo.

Sin embargo, puedo defender que existan unas fuerzas armadas reducidas y entrenadas especialmente para actuar en operaciones de mantenimiento de la paz, en coordinación con Naciones Unidas. Esto vale para acciones como las de Libia. Cierto es que desde parte de la izquierda y del movimiento por la paz existe un debate clásico sobre si sería conveniente la desaparición de los ejércitos nacionales a cambio de unas fuerzas militares de Naciones Unidas suficientemente dotadas para estas emergencias. Pero esto va para largo, y de momento hay que convivir con una realidad menos idealista.

Creo que desde la pésima intervención en Somalia, la inacción en Ruanda y el retraso en Bosnia, hemos aprendido bastante en este periodo de transición en cuanto a acciones militares que tienen un componente de apoyo humanitario. Al menos existe un debate de fondo para diferenciar lo que es estrictamente humanitario de lo militar. En Libia, por ejemplo, no es la distribución de ayuda humanitaria lo que es causa de controversia, sino una acción propiamente militar destinada a frenar el avance de las tropas de Muamar el Gadafi y reducir su capacidad de ataque aéreo.

Lo paradójico es que no podríamos proporcionar seguridad (y apoyo humanitario) a la población de Bengasi, para poner un ejemplo, sin antes reducir la capacidad militar de Gadafi, y eso no se consigue con inacción, ni con medios diplomáticos, ni con fuerzas no violentas de interposición, al menos tal como están las cosas. Guste o no, hay que emplear una fuerza, limitada a lo estrictamente necesario, eso sí, que solo pueden ofrecer las fuerzas militares. Y como viejo objetor de conciencia asumo las contradicciones de plantear salidas realistas.

Lo que no obstante se puede exigir, y lo hago sin reservas, es que esta intervención no se convierta, como otras veces, en un circo mediático de glorificación de los sistemas de armas que se vayan a utilizar, ni como lanzadera para promocionar las exportaciones de armas en un mundo demasiado rearmado, ni como loa de la cultura de la violencia.

Ahí están los riesgos de la intervención, y sobre dichos riesgos la izquierda debería ser sensible, vigilante y exigente, para que un acto desgraciadamente necesario de carácter militar no se convierta en un refuerzo del militarismo existente. No todas las intervenciones militares son defendibles, pero algunas tienen razón de ser. Y ahora lo que toca es apoyar a todas las revueltas populares de los países árabes, con medios políticos, sociales y económicos, y si alguna de estas revueltas es ahogada por las armas de un tirano, es menester darle respuesta con otros medios, para frenar la embestida y crear una situación donde luego sean los medios políticos los que discurran. Es la doctrina del mal menor lo que justifico, siempre y cuando no sea convertido en exponente de todas las virtudes, porque la guerra, siempre, es lo contrario de la virtud. No se olvide.

Pero tampoco podemos dejar de ver que Gadafi ya realiza una guerra contra sus ciudadanos, y eso hay que pararlo como sea y con rapidez, aunque nos crea contradicciones y malestar interno.

Vicenç Fisas es director de la Escuela de Cultura de Paz de la Universidad Autónoma de Barcelona. La opinión del autor no representa necesariamente la de la institución a la que pertenece.

Un comentario

  1. Educar para una cultura de paz
    Por Viçen Fisas
    Titular de la Cátedra UNESCO per la Pau i Drets Humans de la UAB

    Educar para una cultura de paz significa educar para la crítica y la responsabilidad, para la comprensión y el manejo positivo de los conflictos, así como potenciar los valores del diálogo y el intercambio y revalorizar la práctica del cuidado y de la ternura, todo ello como una educación pro-social que ayude a superar las dinámicas destructivas y a enfrentarse a las injusticias.
    En uno de los periódicos informes que la UNESCO realiza y que sirven de reflexión sobre las dinámicas culturales que se producen en el mundo, más allá de las estadísticas, Jacques Delors apuntaba que la educación tiene la misión de capacitar a cada uno de nosotros sin excepciones en desarrollar todos sus talentos al máximo y a realizar su potencial creativo, incluyendo la responsabilidad de sus propias vidas y el cumplimiento de los objetivos personales” (Delors, 1996). En el informe mencionado, Delors señala que la educación ha de organizarse alrededor de cuatro aprendizajes, que serán los pilares del conocimiento a lo largo de la vida de cada individuo, y que perfectamente podrían considerarse también los cuatro ejes de la educación para la paz:
    1) aprender a conocer, esto es, adquirir los instrumentos de la comprensión
    2) aprender a hacer, para poder actuar sobre el entorno
    3) aprender a vivir juntos, para participar y cooperar con los demás en todas las actividades humanas
    4) aprender a ser, progresión esencial que participa de los tres aprendizajes anteriores
    Educar para la crítica y la responsabilidad Desde la educación para la paz se ha dicho siempre, y con razón, que hemos de educar para la disidencia, la indignación, la desobediencia responsable, la elección con conocimiento y la crítica, es decir, para salirnos de las propuestas de alienación cultural y política. Desde esta perspectiva, la educación para la paz «consiste en analizar este mundo en que vivimos, pasarlo por la crítica reflexiva emanada de los valores propios de una cosmovisión pacifista y lanzar a los individuos a un compromiso transformador, liberador de las personas en tanto en cuanto que, movidas por ese análisis crítico, quedan atrapadas por la fuerza de la verdad y obligados en conciencia a cooperar en la lucha por la emancipación de todos los seres humanos y de sí mismas, en primer lugar» (Rodríguez, 1994). Es más, y en palabras del Director General de la UNESCO, «tenemos la obligación moral de fomentar en nosotros y en nuestros hijos la capacidad de oponernos a que un sinfín de cosas parezcan normales, cotidianas y aceptables en el entorno, tanto natural como social… Debemos luchar contra la pereza y la tendencia al conformismo y el silencio que la sociedad fomenta» (Mayor Zaragoza, 1994:a). Educar, en otras palabras, significa dotar al individuo de la autonomía suficiente para que puede razonar y decidir con toda libertad. Significa proporcionar los criterios que nos permiten defender nuestras diferencias y divergencias sin violencia, «fomentar la capacidad de apreciar el valor de la libertad y las aptitudes que permitan responder a sus retos. Ello supone que se prepare a los ciudadanos para que sepan manejar situaciones difíciles e inciertas, prepararlos para la responsabilidad individual. Esta última ha de estar ligada al reconocimiento del valor del compromiso cívico, de la asociación con los demás para resolver problemas y trabajar por una comunidad justa, pacífica y democrática» (UNESCO, 1995), porque el derecho y la necesidad de alcanzar una autorealización personal no ha de ser ni un obstáculo ni una incompatibilidad con la necesidad de formarnos como ciudadanos responsables y con conciencia pública. Esto supone siempre, y en primera instancia, una mirada hacia nuestro interior, en darnos la posibilidad de decidir y en ejercitar el derecho de pensar lo que queremos, en imaginarnos un futuro y en practicar la política en primera
    persona, sin más intermediarios iniciales que nuestra propia conciencia, para después coparticipar con nuestras semejantes, reconociéndonos autoridad (que no poder) y capacidad creativa, y en asumir que estos actos pueden transformar la realidad. Pero la educación para la paz ha de ser también una educación para el encuentro de las individualidades, una educación para la conspiración, la cooperación, la cesión de confianza, un lugar donde aprender el manejo de nuestras potencialidades de transformación y en donde los proyectos culturales se conviertan en actividad política. El proyecto de cultura de paz, en definitiva, sólo alcanza sentido en la medida que sea un instrumento útil para movilizar a la gente, para su propia transformación y la de su entorno. Frente a la violencia y el terror, además, el discurso de la cultura de paz habría de ser como una batería para cargar pilas a la sociedad civil, a sus conciencias y a sus posibilidades de actuación, y siguiendo a Restrepo, para rebelarse, conquistar el alma y derrotar cultural y espiritualmente a la violencia, redefiniendo la democracia, la civilidad y la esfera de lo sacro (Restrepo, 1995-96: 51-56). La educación es, sin duda alguna, un instrumento crucial de la transformación social y política. Si estamos de acuerdo en que la paz es la transformación creativa de los conflictos, y que sus palabras-clave son, entre otras, el conocimiento, la imaginación, la compasión, el diálogo, la solidaridad, la integración, la participación y la empatía, hemos de convenir que su propósito no es otro que formar una cultura de paz, opuesta a la cultura de la violencia, que pueda desarrollar esos valores, necesidades y potencialidades. Es a través de la educación «que podremos introducir de forma generalizada los valores, herramientas y conocimientos que forman las bases del respeto hacia la paz, los derechos humanos y la democracia, porque la educación es un importante medio para eliminar la sospecha, la ignorancia, los estereotipos, las imágenes de enemigo y, al mismo tiempo, promover los ideales de paz, tolerancia y no violencia, la apreciación mutua entre los individuos, grupos y naciones» (Symonides, Singh, 1996: 20-30). La educación es también el eje dinámico del triángulo formado por la paz, el desarrollo y la democracia, un triángulo interactivo cuyos vértices se refuerzan mutuamente (Mayor Zaragoza, 1997), por lo que es igualmente «la herramienta que nos permite trascender la condición de individuos y llegar a ser personas, es decir, ciudadanos que aportan a la sociedad, capaces de buscar y expresar la verdad, de contribuir a que las comunidades y las naciones alcancen una vida mejor» (Mayor Zaragoza, 1994).
    Una educación pro-social y para la convivencia Como venimos explicando, la cultura de la violencia impregna todas las esferas de la actividad humana: la política, la religión, el arte, el deporte, la economía, la ideología, la ciencia, la educación… incluso lo simbólico, y siempcon la función de legitimar tanto la violencia directa como la estructural, y por supuesto, la guerra, buscando siempre razones y excusas para justificar el uso de la fuerza y la práctica de la destrucción, y normalmente en nombre de algo superior, ya sea un Dios o una ideología. La violencia cultural sirve también para paralizar a la gente, para infundirle el miedo, para hacerla impotente frente al mundo, para evitar que dé respuestas a las cosas que la oprimen o le producen sufrimiento. La educación para la paz, por tanto, ha de ser una esfuerzo capaz de contrarrestar estas tendencias y de consolidar una nueva manera de ver, entender y vivir el mundo, empezando por el propio ser y continuando con los demás, horizontalmente, formando red, dando confianza, seguridad y autoridad a las personas y a las sociedades, intercambiándose mutuamente, superando desconfianzas, ayudando a movilizarlas y a superar sus diferencias, asomándolas a la realidad del mundo para alcanzar una perspectiva global que después pueda ser compartida por el mayor número posible de personas. El reto de la educación y de la cultura de paz, por tanto, es el de dar responsabilidad a las personas para hacerlas protagonistas de su propia historia, y con instrumentos de transformación que no impliquen la destrucción u opresión ajena, y no transmitir intransigencia, odio y exclusión, puesto que ello siempre supondrá la anulación de nuestro propio proyecto de emancipación y desarrollo. Las propuestas de la educación para la paz, en suma, recogen un amplio conjunto de propuestas bien conocidas por la psicología y la educación pro-social, y que constituyen el antídoto de las conductas delincuenciales, violentas y anti-sociales (Uraa, 1997): afecto familiar, apoyo, autoestima, estimulación desde el entorno, motivación de logro, mayor grado de empatía y de interés por los demás, convivencia con normas, límites, patrones y valores; control de impulsos, desarrollo de la afectividad, educación en los ideales, en la apreciación de lo distinto, en la
    reflexión, en la utilización de la palabra como forma de resolver los problemas; aprender el sentido de aceptar las consecuencias de nuestros actos (o inhibiciones), de tomar conciencia de lo que s bueno y de lo que inaceptable; educar en la comprensión espática, el razonamiento, la sensibilidad, la atención y la confianza, en interactuar con el entorno, a ser tolerantes, a dialogar, a ser dúctiles, a tener capacidad de autocrítica, a saber perdonar, a ser creativos, a tener curiosidad por la Naturaleza, a no tener reparos en mostrar los sentimientos, a sonreír, a estar dispuestos para ayudar, a cuidar las amistades, a ser amables, altruistas y solidarios, en confiar en nosotros mismos, a razonar de forma objetiva, a admitir los problemas, el sufrimiento, las frustraciones y las limitaciones propias, a utilizar el pensamiento alternativo, a ser sinceros (con uno mismo y con los demás), a desarrollar el sentido del humor, a ser responsable, a no tener miedo a la libertad, a construir la propia identidad sin excluir a los distintos, a preguntar y a preguntarse, a no imponer el criterio propio, a buscar un equilibrio entre la exigencia de derechos y los deberes…
    Aprender a transformar los conflictos La resolución o transformación positiva de los conflictos pasa, inevitablemente, por reforzar la capacidad de actuación (el llamado «empoderamiento») de quienes sufren directamente el conflicto, esto es, por llevar la estructura de la gestión del conflicto lo más cerca del pueblo que padece sus consecuencias. Muchos conflictos desaparecerían o disminuirían en intensidad si en el momento oportuno y en sus primeras manifestaciones se hubiera promovido el diálogo intercomunitario, las organizaciones locales hubieran tenido los medios adecuados para intervenir socialmente, y se hubieran movilizado a tiempo las fuerzas espirituales, tradicionales, económicas, sociales e intelectuales del lugar (Sahnoun, 1995). En este sentido, la cultura es también un recurso para la transformación de los conflictos, porque «está enraizada en el conocimiento social y representa un vasto recurso y una rica semilla para producir una multitud de aproximaciones y modelos en relación con el conflicto. El conocimiento y la herencia cultural acumulada por la gente es un extraordinario recurso para desarrollar estrategias apropiadas de conflicto dentro e su propio contexto» (Lederach, 1996: 120). Si observamos la influencia de los diferentes sectores que transmiten educación, veremos que ésta ha ido variando con el tiempo, y de forma muy acelerada en los últimos decenios, de manera que la familia ya no es en muchos casos el factor esencial de la educación, como tampoco lo es la escuela, porque ésta está siendo afectada por la creciente desestructuración social, que siempre genera violencia. Y si se generaliza la violencia en las aulas, en las escuelas, es «porque vivimos en una sociedad dura, agresiva y violenta. La sociedad se desvertebra y acaba siendo un conglomerado de individuos a la deriva, sin autoridades moralmente creíbles y sin referentes colectivos en los que echar el ancla y evitar el naufragio (Caivano, 1997). El pánico a asumir la responsabilidad individual, el abandono afectivo y el tremendo hechizo que produce la televisión y algunas músicas, especialmente en los jóvenes, nos obliga a reflexionar sobre esta nueva realidad, y a buscar alternativas que compensen la pérdida de antiguas referencias en mucha gente, la ausencia de modelos adultos constructivos, la fragilidad de los vínculos sociales, la pérdida de referencias morales, tradiciones y valores, y el derrumbamiento de pautas culturales capaces de frenar pasiones destructivas.
    Cuando analizamos los actores de los actuales procesos conflictivos de carácter destructivo, observamos con inquietud que existen paralelismos entre el comportamiento de individuos que viven en países con un nivel de desarrollo económico o con patrones culturales completamente diferentes. Hay algo que parece conectar a algunos jóvenes de Somalia, Bosnia, Ruanda, Burundi, el País Vasco, Palestina y Liberia, para poner unos ejemplos: son actores que parecen entrenados y «educados» para impulsar dinámicas de enfrentamiento, que con frecuencia han sido alimentados con muchas semillas de odio por sus propias familias, y que han vivido en situaciones sociales, políticas o económicas propicias para el conflicto, como resultado de la pobreza, la injusticia, la marginación, el autoritarismo, la frustración o la falta de oportunidades, pero también como resultado de la influencia de algunos medios de comunicación, que presentan como «radicales» y dan protagonismo mediático a quienes, fascinados por la estética de la violencia, quizá sólo «juegan a ser violentos», porque no saben como expresar una inquietud, un vacío, la incertidumbre, el sentimiento de podredumbre, la rabia o su deseo de mostrar su masculinidad, o porque algunos grupos consideran que la publicitación de sus actos a través de los medios es la única forma de conseguir un reconocimiento público de su identidad. Nuestra cultura ha impuesto el lema de que «los
    jóvenes, los recios y los osados deben tener su cuota de peligro de enfrentamiento de obstáculos» (Aisenson, 1994), pero este tipo de sentimientos y licencias son los que también alimentan el abanico de justificaciones de jóvenes terroristas. Todo ello está agravado, además, por la existencia de películas, seriales, videoclips, músicas y publicidad que en muy pocos casos les enseñan a resolver positivamente sus propios conflictos, sino más bien todo lo contrario. Como colofón, aquí y allá asistimos al desprestigio de la actividad política, merced a la corrupción de mucha gente que se dedica a esta actividad, al divorcio entre ética y política, y en momentos donde se esfuman algunas referencias ideológicas de peso, y la espiritualidad, la humanidad y la búsqueda de la belleza no acaban de substituir a las piedras religiosas que se han resquebrajado.
    El patriarcado y la mística de la masculinidad Cuando hablamos de paz o analizamos situaciones conflictivas nos encontramos siempre con factores no materiales y no cuantificables, muy presentes y con una gran capacidad de influencia, que determinan muchas veces el inicio, el desarrollo o el final de un conflicto o de un proceso de paz, o todo a la vez. Me refiero a factores de naturaleza cultural, a los sentimientos, a la memoria histórica, a las emociones, a las manipulaciones, a la capacidad de perdonar y de odiar, a la facilidad con que nos dejamos persuadir y sugestionar por ideas vacías o por símbolos divisorios, y a tantas cosas que pertenecen al lado nocturno, a los elementos emocionales y analógicos del espíritu humano, y del que los hombres sabemos más bien poco. Las mujeres, por fortuna, mucho más.
    Parece oportuno aprovechar esa referencia de géneros o de sexos, como se prefiera, para referirnos a algo fundamental para el esclarecimiento de lo que ha sido y es la cultura de la violencia y para ver cómo enfocar la educación para la paz en el futuro: la mística de la masculinidad y el peso del patriarcado en la configuración de la cultura de la violencia. Aclaremos, para empezar, que la historia de la violencia, de la guerra y de la crueldad organizada es también la historia del hombre, no de la mujer. Hay algo tan secular en el protagonismo de la violencia por parte del arquetipo viril, que uno tiene la tentación de acudir a la biología para descubrir las razones de esta empecinada recurrencia del género masculino hacia lo destructivo, y para utilizar la fuerza física para dañar o tener poder sobre otras personas. Por fortuna, sabemos que este cáncer no es universal, y que muchos hombres lo detestan en la teoría y en la práctica. Sabemos también de mujeres que se comportan de otro modo, con lo que no vamos a dar oportunidad a la biología para que nos explique lo que sólo es comprensible desde el campo de la cultura.
    Durante algunos milenios, la humanidad ha vivido bajo las normas del patriarcado, un sistema de dominación e imposición masculina que no sólo ha subyugado a la mitad de la población del planeta, las mujeres, sino que también ha despreciado o infravalorado unos valores que ahora reivindicamos como esenciales, y que ha permitido explotar abusivamente a la Naturaleza. Los hombres han controlado la vida desde todos los niveles posibles: las doctrinas religiosas, los mitos, las leyes, las estructuras familiares, la sexualidad y los sistemas laborales, emocionales, psicológicos y económicos, y han abusado del cuerpo de las mujeres, estableciendo con todo ello un modelo de dominación que avala otras formas de imposición sobre el resto de seres, y cuyo instrumento esencial ha sido el uso de la violencia o la amenaza de usarla. Para avalar ese orden patriarcal y su instrumento, la violencia, se han creado una serie de mitos todavía presentes en el mundo de hoy, que justifican la violencia como algo necesario para la supervivencia humana, obviando que el elemento esencial de la supervivencia de nuestra especie ha sido siempre la cooperación, y no la lucha (Genovés, 1971). Pero una vez que la capacidad de matar por los hombres fue considerada más importante y necesaria que la capacidad de dar a luz de las mujeres, se puso en marcha un sistema de dominación autosostenido y autoperpetuado. De esta forma (Sky 1997: 56-57), «los usos de la cultura de dominación han conocido una evolución y una mejora constantes, mientras que lo esencial de una cultura de
    cooperación (rasgos no adaptativos en el mundo patriarcal), han quedado atrofiados. Las armas, herramientas, tecnologías, símbolos, escrituras, relatos, prácticas, hábitos y leyes que incrementan el poder y la efectividad de la élite dominante han tenido mucha relevancia a nivel evolutivo y por tanto han atraído gran parte de las energías del intelecto y del esfuerzo creativo humano. La evolución humana ha ido perdiendo gradualmente el componente cooperativo para favorecer el estrictamente competitivo, base del sistema de dominación».
    La guerra y cualquier forma de violencia organizada son fenómenos culturales, y como tales, se aprenden y se desaprenden. Dicho en otros términos, tanto la guerra como la paz son frutos culturales, son resultados de decisiones humanas y de empeños sociales. La paz, a fin de cuentas, no es otra cosa que la síntesis de la libertad, la justicia y la armonía, que son tres elementos vivos y dinámicos que no dependen de la biología. Pueden o podemos educarnos para una cosa o para la otra, por lo que el ideal de ilegitimar moralmente la violencia es un reto cultural de primera magnitud, porque estos cambios culturales son los que un día harán posible acabar con la secular estupidez de que los estados y los pueblos busquen legitimarse y dotarse de identidad a través de la guerra y del armamento, cuando ambas cosas no son más que instrumentos de muerte, y como nos decía Virginia Wolf en 1938, no podemos pasar por alto que los hombres encuentren cierta gloria, cierta agresividad y cierta satisfacción en la lucha, algo que las mujeres jamás han sentido ni gozado (Wolf, 1980: 14).
    Terminar con esa fascinación que el sexo masculino siente por la violencia es uno de los grandes retos que tiene, no sólo la educación para la paz, sino la misma convivencia humana, y es un factor esencial, sino el más importante, de la cultura de paz. Es difícil encontrar un conflicto armado en el que este mal no se vea reflejado de un modo u otro. Dejo al libre criterio de quién lee estas páginas imaginarse tres o veinte escenas de enfrentamiento armado o de violencia cruel; verán que en un 95% de los casos los actores son masculinos. Debemos interrogarnos porqué eso es así y cómo transformarlo. Y ya que el desarrollo de la cultura de paz depende en gran parte de los logros que consigamos en ese campo, creo que lo más apropiado es que prestemos atención a lo que piensan, dicen y hacen las mujeres, tanto en la acción social como en el campo de la teoría.
    Educar para la mediación y el intercambio El pensamiento feminista nos recuerda que el eje y medida del orden sociosimbólico que tenemos es la guerra y la destrucción de la obra materna, porque el poder es esencialmente el poder de destruir, los valores de la guerra son proporcionales a su poder de destrucción (Horvart, 1985: 120), y porque existe una relación entre la invención social de la guerra y la masculinidad. El poder y la guerra son un «continuun» del patriarcado. Se habla incluso de la «envidia del útero», para describir al deseo de algunos hombres de apropiarse del poder de dar vida de las mujeres, por lo que para algunos el poder de destruir la vida se convertiría en el equivalente del poder femenino de crearla. Así, mucha de la violencia ejercida contra las mujeres tiene su explicación en el miedo o terror que sienten algunos hombres a perder su identidad y posición de dominio en el sistema patriarcal, y al miedo que puedan sentir ante el poder de la mujer de dar la vida.
    Las mujeres nos invitan a inventar mediaciones creadoras de realidad nueva, a relacionarnos con el mundo entero a través de la mediación de otras (mujeres), a partir del reconocimiento de nuestra propia experiencia personal (partir de sí) (Cigarini, 1996; Rivera, 1996: 31-35), a que nombremos el mundo en femenino, esto es, a que tengamos un sentido más femenino del mundo, lo que en términos más teóricos se llamaría «romper con el orden simbólico patriarcal», juntando la razón y la vida, es decir, la cultura y la naturaleza, la palabra y el cuerpo, y valorando la dimensión de la experiencia cotidiana, la afectividad y las relaciones. Uno de los medios propuestos es substituir el poder por la autoridad, que son dos cosas completamente distintas. Una autoridad, además, enraizada en un orden materno, en el reconocimiento de la autoridad de la madre, que nos ha dado la vida y la palabra (Irigaray, 1985; Muraro, 1984). En la historia, el ejercicio del poder ha equivalido al ejercicio de la violencia, porque el orden
    patriarcal identifica autoridad y poder, con la violencia intrínseca que eso conlleva. El ejercicio de la autoridad, en cambio, equivale al ejercicio del respeto y no está reñido con la vida, el amor o la gratitu (Rivera, 1994)d, y como veremos posteriormente, posibilita la resolución de los conflictos en la medida que implica una práctica constante de negociación y diálogo.
    Otra de las propuestas es la práctica de la relación de intercambio, que comporta el reconocimiento de la autoridad a quien atiende y sustenta mi deseo. «La autoridad -nos recuerda Rivera- es de raíz femenina y es distinta del poder porque atiende al deseo de cada ser humano de existir y de convivir en el mundo, no gestiona las parcelas de privilegio para conservar o alcanzar algo, caiga quien caiga en el camino» (Rivera, 1997: 57). Se trata, por tanto, de substituir la práctica del «poder sobre» por el concepto de «poder de», o «empoderar», que supone capacitación, autonomía y voluntad. Y repesco aquí algo señalado por Fromm en 1970, cuando advertía de la esquizofrenia derivada de la escisión entre afecto y pensamiento , con el resultado de hostilidad y de indiferencia respecto a la vida, por lo que apelaba a la sensibilidad del ser humano, y no sólo a la inteligencia y a la lógica (Fromm, 1984). La propuesta del feminismo de practicar la relación (con la madre, con las mujeres, con los demás seres) y de hacer de ello una práctica política, supone abandonar el principio patriarcal de intercambiar exclusivamente mediante el dinero. El nuevo tipo de relaciones humanas que nos propone conlleva una ruptura con el paradigma del Mercado-Dios, y es una invitación a relacionarnos mediante la mediación amorosa, y no de la fuerza, estando en el mundo «de una manera otra, con una palabra otra» (Rivera, 1997). La propuesta, como se puede observar, coincide plenamente con el discurso de la filosofía discursiva y con los planteamientos del pacifismo contemporáneo.
    Los medios de comunicación y los valores Myriam Miedzian, en un excelente y sugerente libro que gira alrededor de este tema, analiza con detalle cómo se ha ido formando esa fascinación masculina por la violencia, y el tremendo precio que hombres y mujeres pagamos por mantener unos arquetipos masculinos inútiles, destructivos y primitivos, de los que finalmente todas las personas resultamos ser víctimas. Miedzian señala como principales valores de la mística masculina: la dureza y la represión de la sensibilidad (el miedo, el lloro, etc.), el afán de dominio, la represión de la empatía y de las preocupaciones morales, y la competitividad extrema, que condiciona a los hombres a valorar por encima de todo la victoria y la gloria, y a encerrarse en las dicotomías de nosotros/ellos o ganar/perder. Toda esa mística conduce a la violencia, sea criminal, doméstica o política, porque de ahí se legitima la patrioterismo, el militarismo y la hombría, y muy especialmente, conduce a la aceptación y glorificación de la guerra y la violencia, porque desde la más tierna infancia se enseña a los hombres a demostrar su masculinidad a través de la violencia (Miedzian, 1996). Además, una de las mayores fuentes de legitimación cultural de las guerras han sido las mismas religiones, y como ha dicho Boulding, «la cultura de la guerra Santa es una cultura guerrera masculina dirigida por el dios patriarcal guerrero» (Boulding, 1992: 35).
    Miedzian pone particular atención al efecto acumulativo que tiene en los niños el hecho de estar rodeados de tanta violencia. «En la TV o en las películas, en los combates de lucha libre, en los conciertos de heavy metal o de rap, en los juguetes o en los deportes, el mensaje generalizado es que la violencia es aceptable y divertida… Cuando los niños crecen viendo centenares de miles de horas de programas de TV y películas en las que las personas son atracadas, tiroteadas, apuñaladas, destripadas, rajadas, despellejadas o descuartizadas; cuando los niños crecen escuchando música que glorifica la violación, el suicidio, las drogas, el alcohol y el fanatismo, es bastante poco probable que se conviertan en el tipo de ciudadanos participativos, educados y responsables que nos pueden ayudar a alcanzar dichos valores y objetivos» (Miedzian, 1996: 349-353).
    Analizando el contenido violento y erótico de los videojuegos, Pérez Tornero ha señalado también que «el mercado del regalo infantil… logra imponer sus valores de aceleración, competitividad, de una agresión cada vez más cruda y e una sorda ansiedad por lograr emociones cada vez más fuertes… La mayoría de los videojuegos suelen constituir una oportunidad para que el niño o el adolescente transgreda ostentosamente -y, a veces, ridiculice- aquellos valores y reglas que los adultos intentan sostener moralizadoramente en el mundo real» (Pérez Tornero, 1997: 6).
    ¿Cómo superar esta mística, inventada para convertir a los jóvenes en soldados obedientes, dispuestos a sacrificar sus vidas para que la hombría de los líderes políticos quede intacta? Al hablar de políticas de paz, con frecuencia tenemos la mala costumbre de mirar excesivamente hacia arriba, buscando a la ONU o la mediación de las grandes potencias, o pensamos en las grandes transformaciones económicas que puedan cambiar la vida de pueblos marginados, y nos olvidamos de que la base de la práctica de la paz está también en nuestro entorno y en nuestra vida cotidiana. Permitánme que, de la mano de Elise Boulding, recuerde dos muestras claras de acción y de cultura de paz que están en nuestra vida diaria y que están en la base de la superación de la mística de la masculinidad. Una es el nutrir, esto es, la cultura practicada por las mujeres en la crianza y el cuidado de las criaturas y ancianos, y es el ejemplo de que la cultura de las mujeres está orientada también hacia el futuro, puesto que estas prácticas tienen en cuenta las necesidades del mañana, y el sostenimiento de la vida ha estado siempre por encima de las ideologías, de ahí que el proyecto de cultura de paz pase por colocar la vida en el centro de la cultura. La práctica del nutrir, como podemos comprobar, es una práctica «sostenible» desde hace siglos, y como nos recuerda Boulding, «si los hombres dedicaran más tiempo con los niños y aprendieran nuevos instrumentos de escucha y relación, se pondría en marcha un proceso que ayudaría a reducir los comportamientos violentos y equilibraría la balanza entre temas culturales de paz y agresión» (Boulding, 1992: 107-133).
    La otra experiencia se refiere a la práctica constante de la negociación para solucionar esos pequeños conflictos que surgen en el seno familiar, y se basan en nuestra capacidad de humanidad. La familia es, o puede ser, una auténtica universidad de gestión de conflictos si sabemos actuar con un mínimo de inteligencia y humanidad. Es ahí, y también en la escuela y en otros espacios de socialización, donde hay numerosas oportunidades para aprender a manejar los utensilios de la cultura de paz
    Educar para el cuidado y la ternura Efectivamente, la terapia de superación de la mística masculina pasa, en primer lugar por moderar aquellos valores de dureza, dominio, represión y competitividad, realzando en cambio los de la cooperación y responsabilidad social, y en socializar a los hombres (corresponsabilizarlos) en la práctica del cuidado, empezando por sus propios hijos, porque la participación de los padres en la crianza es un freno en el uso de la violencia, primero en ellos mismos, y después en sus hijos. Se trata en definitiva de introducir la expresión del cariño y la ternura en la vida de los hombres, de que no repriman la empatía, para así aumentar su responsabilidad sobre el coste humano y social de sus actos, tanto en la vida familiar como en la política. Terminar con la vinculación entre masculinidad y violencia es, por tanto, una estrategia de paz.
    No en vano, como ha señalado el psicoanalista colombiano Luis Carlos Restrepo, «para extender la economía guerrera a la vida familiar, afectiva, escolar y productiva, Occidente ha favorecido la disociación entre la cognición y la sensibilidad, sentándola como uno de sus axiomas filosóficos» (Restrepo, 1997: 45). Así las cosas, la ternura pasaría a ser un dique para que nuestra agresividad no se convierta en violencia destructora, un facilitador para «aceptar al diferente, para aprender de él y respetar su carácter singular sin querer dominarlo». Desde este prisma, la cultura de la violencia impide la expresión de la singularidad, porque es intolerante frente a la diferencia, por lo que Restrepo nos invita a que avancemos «hacia climas afectivos donde predomine la caricia social y donde la dependencia no esté condicionada a que el otro renuncie a su singularidad» (Restrepo, 1997: 137).
    Resulta paradójico que, a estas alturas, y aún sabiendo los efectos perversos de la mística de la masculinidad, sea tan difícil introducir cambios en estos comportamientos. Esto es así porque el comportamiento masculino sigue siendo la norma, y como tal no se cuestiona, y al ser la violencia también normativa, muchas veces tampoco se pide justificarla. La masculinidad excusa al hombre violento porque presenta su violencia como algo normal y natural, con lo que muchas veces deviene «la primera opción» a considerar. De ahí la importancia de educarlo en los valores de la acción no-violenta. Pero, citando de nuevo a Miedzian, «lo que hasta ahora se ha visto como el comportamiento normal de los hombres y, en consecuencia, el de toda la
    Humanidad, es el resultado de una mística de la masculinidad destructiva e históricamente superada. Puesto que la conducta masculina es la norma, la guerra y la violencia no sólo se aceptan como componentes centrales y normales de la experiencia humana sino que las convierte en eventos excitantes y heroicos» (miedzian, 1996: 48).
    El empeño en construir una cultura de paz pasa, entonces, por desacreditar todas aquellas conductas sociales que glorifican, idealizan o naturalizan el uso de la fuerza y la violencia, o que ensalzan el desprecio y el desinterés por los demás, empezando por disminuir al máximo posible el desinterés y el abandono de los más pequeños, con objeto de que estas criaturas puedan vivir experiencias de cariño, respeto, implicación, amor, perdón y protección, y después, de mayores, puedan transmitir estas vivencias a otras personas con mayor facilidad.
    Evidentemente, además de socializar de otra forma a los hombres, este proyecto supone también garantizar el acceso de la mujer a la educación y posibilitar su autonomía económica, ya que esta igualdad de oportunidades es un requisito previo para lograr los cambios de actitudes y mentalidades de los que depende una cultura de paz. Como se apuntó en la Conferencia de Pekín sobre la Mujer, «las mujeres aportan a la causa de la paz entre los pueblos y las naciones experiencias, competencias y perspectivas diferentes. La función que cumplen las mujeres de dar y sustentar la vida les ha proporcionado aptitudes e ideas esenciales para unas relaciones humanas pacíficas y para el desarrollo social. Las mujeres se adhieren con menos facilidad que los hombres al mito de la eficacia de la violencia y pueden aportar una amplitud, una calidad y un equilibrio de visión nuevos con miras al esfuerzo común que supone pasar de una cultura de guerra a una cultura de paz» (UNESCO, 1995).
    Superar las dinámicas destructivas En algunas sociedades, y particularmente en las económicamente más privilegiadas, vivimos quizá unos momentos en los que muchos seres humanos son esclavos de sus pulsiones y han perdido la capacidad de controlarlas. La «naturalización de la violencia» es una realidad en muchas democracias contemporáneas (Mongin, 1996: 37), que están sufriendo una auténtica ola de violencia y en las que no sabemos exactamente qué hacer, probablemente por la multiplicidad de sus causas. En un reciente congreso celebrado en Valencia, con el sugerente título de «Biología y Sociología de la Violencia», se ha puesto de manifiesto por ejemplo, que el narcotráfico, la venta ilícita de armas, las grandes estafas financieras, la competitividad de la economía de mercado y el consumo abusivo de alcohol o televisión son algunos de los grandes inductores de la violencia. Es evidente, por todo ello, que la educación para la paz, además de ser una educación sobre los conflictos, ha de ser también una educación para la comprensión de los mecanismos de dominación y sumisión, y no sólo los estructurales, sino también los subliminales. Una educación que nos ayude a hacernos adultos y responsables, a ser libres, nosotros mismos, a superar la cultura de la queja y del victimismo, a no ser eternos bebés, a no dejarnos arrastrar por la magia del consumismo, a dar la misma entidad a las obligaciones que a los derechos, a vencer la fatalidad, a tomar riesgos.
    Como es conocido, la casi totalidad de las guerras de hoy día se producen en el interior de los Estados. Pero la mayor parte de los conflictos que no llegan al nivel de guerra, también son internos. Hay pensadores, como Enzensberger, que hablan ya de una cierta universalización de los conflictos civiles, que abarcaría desde las limpiezas étnicas realizadas en Africa o la ex-Yugoslavia, hasta los ataques racistas que a diario se producen en varios países europeos o la violencia de los fanáticos del futbol, los «hooligans» (Enzensberger, 1994: 87). Las guerras civiles de nuestros días, señala este autor, estallan de forma espontánea, desde dentro. Ya no precisan de potencias extranjeras para alcanzar la escalada del conflicto. Se trata de un proceso endógeno, siempre iniciado por una minoría, que practica una violencia desligada totalmente de justificaciones ideológicas, luchando muchas veces «por nada», aplicando la ley del más fuerte, siguiendo las pautas de la mística de la masculinidad que anteriormente hemos aludido. Como ha señalado Uraa, «es posible que la agresividad haya perdido el contexto donde ejercerse y se haya transformado en una violencia cruel y destructiva, una violencia ciega, gratuita, que nace de la convicción del escaso valor de la vida ajena, una violencia que se propaga miméticamente facilitada por los medios de comunicación» (Uraa, 1997: 7).
    Sin necesidad de compartir el pesimismo de este autor, resulta evidente que hemos de hacer frente a una cierta universalización de comportamientos impregnados por la violencia y la brutalidad, y que aparecen como variantes modernas del machismo. Debemos preguntarnos, entre otras cosas, hasta qué punto eso está causado o influenciado por los medios de comunicación, tanto por los productos que ellos mismos editan, como por la forma de mostrarnos la realidad externa y por nuestra escasa educación como consumidores voraces de televisión. En muchas sociedades occidentales está incluso de moda ser cruel, despreciativo, vil y primario, y muchos jóvenes idolatran a personajes que hacen gala de su afición autodestructiva. Además, en los últimos años, y ante desgracias de la magnitud de Bosnia, Ruanda y Somalia, pero también de guerras como la del Golfo, y de un sinfín de filmes que ensalzan los comportamientos más sociopáticos, nos hemos convertido en simples espectadores del horror y de las masacres, que consideramos ya como algo usual y aceptable. Incapaces de procesar, elaborar y responder a la cantidad de información que nos ofrecen a diario, nos dedicamos simplemente a tragarla y a verla como si fuera un serial, una distracción más. Este consumo constante de la violencia no nos ayuda en absoluto a comprenderla, y menos a conjurarla, y en cambio consolida la creencia de que la violencia es el mejor método para solventar los conflictos, y al convertir la violencia y la guerra en un simple espectáculo, estos medios promueven la desmovilización social y el aislamiento de los individuos.
    En el pasado, nos lamentábamos de la falta de información sobre cuestiones internacionales y respecto a los conflictos que sucedían en lugares alejados de nuestro entorno. Hoy día, el problema es ya la ingente e indigerible cantidad de información, de datos y de imágenes que están a nuestro alcance, y que no tenemos ni tiempo para ver u oír. Las noticias son tantas que se convierten en simples «flash» o anécdotas, seguidas y precedidas de informaciones banales que rivalizan para atraer nuestra atención. Como ha señalado Bruckner, ingerimos tales dosis de dramas cotidianos que perdemos nuestras facultades de rebelión o de discernimiento (Bruckner, 1996). En otras palabras, se ha impuesto una «coexistencia pacífica con el horror».
    No puedo resistir de citarles una genial definición de la violencia que, hace ya unos cuantos años, nos dio el pedagogo Bruno Bettelheim, al señalar que «la violencia es el comportamiento de alguien incapaz de imaginar otra solución a un problema que le atormenta» (Bettelheim, 1982). A menos que creamos en la determinación biológica de la maldad humana, hemos de convenir que la violencia humana, ya sea aislada o en brotes epidémicos, tiene mucho que ver con esa falta de educación y entrenamiento para manejarse en los inevitables conflictos que todo individuo ha de tener durante su existencia, y en imaginar salidas positivas para dichos conflictos. No hay violencia gratuita si previamente no ha existido frustración, miedo, mal trato, desamor o desamparo en la persona que la protagoniza. Desde hace muchos años sabemos con certeza que la agresión maligna no es instintiva, sino que se adquiere, se aprende, especialmente en la infancia, y como ha señalado el psiquiatra Rojas Marcos en un reciente libro divulgativo sobre este tema, los valores culturales promotores de violencia, como el culto al machismo, la glorificación de la competitividad o el racismo, se transmiten de generación en generación a través del proceso de educación y socialización (Rojas Marcos, 1995).
    Algunos sociólogos hablan de la llamada «ecuación de la violencia» (Harris, 1991: 170), por la que el comportamiento violento, particularmente el de los hombres, sería el resultado de la suma de cuatro factores esenciales: los mensajes sociales que les invitan a usar medios violentos (y aquí hemos de recordar de nuevo que el patriarcado se sostiene precisamente porque condiciona a los hombres a usar medios violentos para reforzar su posición en el mundo), la rabia interior derivada de experiencias negativas (abandono, violencia familiar, abusos psíquicos o físicos, falta de trabajo, etc.), el comportamiento colérico y las frustraciones antes expectativas que no se realizan.
    Repensar el desarrollo, practicar el intercambio Cambiar estas dinámicas destructivas será, sin duda, un largo proceso. La apuesta por la vida y la felicidad también pasa inevitablemente por reconceptualizar el desarrollo, yendo más allá de su expresión economicista, para que sea un desarrollo humano y social, integre nuestras capacidades intelectuales, emocionales y espirituales, y satisfaga las necesidades humanas básicas, sean materiales o no materiales: alimentación, cobijo, afecto, amor, pautas, apoyos, perspectivas… Habrán notado que volvemos a referirnos de nuevo a algunos de los pilares del «simbólico femenino», aunque también nos referimos a aspectos esenciales de lo que debería ser el trabajo político cotidiano, en particular la lucha contra la pobreza, la marginación y las desigualdades. Lo que está claro es que no nos basta con hacer un buen acopio de normas éticas y principios de conciencia, sino que es menester que todo eso se traduzca en cambios de conducta y en movilizaciones y creaciones culturales del «vivir concreto y cotidiano, la cultura del pueblo» (Vidal, 1985), que permitan una transformación social, incluyendo por supuesto nuestro propio comportamiento como seres humanos, porque también se combate la guerra combatiendo la lacra de la violencia ejercida contra las mujeres en el hogar, eliminando la intolerancia en la vida cotidiana o desmilitarizando los libros de historia. En este sentido, es fundamental aprender a dar respuestas no violentas a los conflictos, así como averiguar nuestro grado de responsabilidad en los mismos.
    Para Gorostiaga, la alternativa al mal desarrollo generado por la globalización elitista estaría en lo que denomina «geocultura del desarrollo» emergente, una civilización que viene desde abajo y que prioriza la calidad de la vida, la sostenibilidad, la simplicidad, la equidad y la felicidad compartida (Gorostiaga, 1997: 167-186). Se trataría de una revolución cultural y ética, en donde el desarrollo se convierte en una relación equitativa, participativa, sostenible y armónica entre los seres humanos y con la naturaleza. Para Gorostiaga, la nueva visión que subyace en este desarrollo alternativo es la integración de utopías parciales, múltiples y acumulativas basadas en proyectos endógenos locales y una amplia alianza de valores éticos e intereses comunes frente a las amenazas colectivas. Las propuestas básicas de esta «geocultura del desarrollo» coinciden plenamente con cuanto hemos definido como cultura de paz, y que podríamos sintetizar en estos seis puntos:
    • La superación de la cultura de la civilización antagónica basada en la cultura de la confrontación y la lucha. Se necesita una geocultura de la armonía y de la tolerancia que integre la diversidad de un mundo y una ciudadanía global.
    • La predominancia de la geocultura sobre la geopolítica y la geoeconomía. Se busca la diversidad cultural endógena, con su identidad y autonomía complementaria, capaz de crear el equilibrio y la armonía que la biodiversidad conforma en el medio ambiente. Esta geocultura busca su raíz en la profunda simplicidad y calidad de vida.
    • La democratización del mercado y del Estado, no aceptando como inevitable la llamada «democracia del mercado» y transformándolo en un instrumento de participación y equidad, al tiempo que se recupera el principio de subsidariedad.
    • Reformar la capacidad y potencialidad de los medianos y pequeños productores, de las organizaciones locales y municipales como actores prioritarios del desarrollo.
    • La vinculación macro-micro en cada sociedad, lo que implica la formación del capital humano de profesionales y técnicos que respondan a los valores de los pequeños y medianos productores de la sociedad civil.
    • La democratización del conocimiento y su inserción al servicio de las necesidades, valores e intereses en la «globalización desde abajo». La cultura es la base para el desarrollo económico, donde la mujer y la ecología son los factores más importantes.
    Estos cambios serán mucho más fáciles si antes hemos aprendido y practicado el sano ejercicio de «imaginar el futuro». En palabras de Elise Boulding, «es esencial una educación que expanda la capacidad de imaginar un mundo diferentes. La imaginación da el poder para actuar en favor del cambio social y para poner en marcha aventuras pacíficas constructivas» (Boulding, 1992: 127).
    La educación para la paz, que repito es también una educación sobre los conflictos, ha de poner mucho énfasis en algunos otros aspectos que me gustaría mencionar. El primero, básico y fundamental, es aprender a reconocer los intereses del oponente. Esto significa olvidarnos de una vez de la palabra «victoria», porque la victoria sólo conduce a la victoria, no a la paz. Todas las técnicas de resolución de conflictos parten de esta importante premisa que concierne exclusivamente a los actores y a su capacidad de realizar transferencias positivas, de negociar e intercambiar, de transformar voluntariamente objetivos iniciales y de generar empatía, esto es, de comprender las emociones y los sentimientos de los demás, de colocarnos en su lugar y circunstancia (Bejarano, 1995). Todo estos requisitos son posibles si se actua desde la autoridad, pero no desde el poder que oprime y jerarquiza. Para lograrlo, repetimos, sería bueno avanzar un poco más deprisa en el aumento de afecto y empatía por parte de los hombres, y en asumir plenamente que nunca habrá solución a un conflicto si en su transformación no hay una activa participación y cooperación de los protagonistas.
    La segunda consideración se refiere a la urgencia de que los pueblos dominantes terminen con su arrogancia y lleven a cabo un «desarme cultural», aceptando el hecho de la multiculturalidad y la riqueza de la diversidad humana. Como ha dicho el filósofo Raimon Pannikar, «hay algo inherente en la cultura occidental que nos ha llevado a esta situación de ser beligerantes y tratar a los demás como enemigos: nuestro competir, nuestra tendencia a pensar siempre en soluciones «mejores» sin considerar siquiera la posibilidad de enfrentarnos a las causas del problema para eliminarlo; nuestra sensibilidad hacia lo cuantitativo y mecánico; nuestra creatividad en el ámbito de las entidades objetivables, en prejuicio de las artes, de los oficios, de la subjetividad… nuestro descuido del mundo de los sentimientos; nuestro complejo de superioridad, de universalidad, etc.», por lo que hay que «abandonar las trincheras en las que se ha parapetado la cultura «moderna» de origen occidental, considerando valores adquiridos y no negociables, como son el progreso, la tecnología, la ciencia, la democracia, el mercado económico mundial, amén de las organizaciones estatales» (Panikkar, 1993). No podemos olvidar que a lo largo de la historia algunos grupos han manipulado a su antojo los conceptos de libertad, patria, nación ertirpe y otros símbolos, para favorecer despliegues irracionales de narcisismo, agresividad y soberbia que, después, han preparado el terreno para el enfrentamiento bélico.
    En estos temas, la educación para la paz debería enseñarnos a perder el miedo a la diferencia del otro, a tratar a las demás culturas en igualdad de condiciones, vacunándonos de la tentación de imponer a los demás aquellos modelos económicos, políticos, culturales y tecnológicos que no nos conducen a la felicidad. De nuevo cito a Aisenson para señalar que «es necesario un cambio tal que lleguen a importar más las cosas que puedan ser compartidas
    por muchos, o mejor aún, por todos, al mismo tiempo que se considere la diferencia entre «las cosas mías y las tuyas» (Aisenson, 1994:34). La educación, en este tema, puede jugar un papel trascendental, en la medida que puede ayudar a comprender el mundo y a comprender al otro con objeto de conocerse mejor a sí mismo. No se trata evidentemente de instalarnos en la lógica o la práctica de la tolerancia, dado que por sí sola la tolerancia no da lugar a una relación de intercambio que reconoce la autoridad a quien es diferente o dispar. Ir más allá de la tolerancia implica comunicación, «relación de intercambio, dejándose dar; no de enseñanza para normalizar a quienes son diferentes o dispares, ayudándoles a olvidar lo que eran, su tesoro» (Rivera, 1997:123).
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