Juan Bosco Díaz-Urmeneta.El País.11/12/2010.
Las grandes cortinas se abren y cierran sin cesar, como parergon que despliega la expectativa del público y a la vez invitación a ocupar el lugar del actor. Pero las voces rompen el doble hechizo de tal señuelo: testimonian atrocidades cometidas en Bosnia y recuerdan que toda obra se inscribe en los procesos generales de comunicación. El espacio de la escena remite entonces al sitio, al sitial de quien puede hablar y administra qué y cómo decir. Si ese paso de la autoría a la autoridad despierta su cautela, el visitante asumirá la distancia de ese espectador que sólo se rinde a la obra cuando logra narrarla y traducirla críticamente. Esta es la fuerza de Appeals, la instalación de Ann Hamilton, síntesis, casi, de esta muestra que oscila entre la crítica del espectáculo (de Adorno y Debord a Michael Warner) y las tácticas del espectador emancipado (de Michel de Certeau a Rancière).
Porque el espectáculo impone normas al público: lo veta como espectador, permitiéndole sólo la mirada pasajera y el aplauso rendido. Así lo sugiere con humor el found-footage de Girardet & Müller, encadenando los más célebres aplausos de Hollywood, y lo detalla el Informe de la fallida visita de Isidoro Valcárcel a Fábulas de Velázquez. Pero quizá haya huecos en esa lógica férrea y los cuerpos absortos en la televisión (Emisión-Recepción, una antigua obra que Muntadas daba por perdida y la ha recuperado esta muestra) o las miradas consumidoras de arte en Frieze (recogidas por Ryan Gander) cedan ante receptores más conscientes de sí, sea por el silencio de Cage, filmado por Manon de Boer, o por un público que, mientras mira, se ve en el sutil espejo de Dan Graham perpetuado por Judith Höpf.
El público entonces ocupa la escena: se hace visible y dice cuanto suele quedar en silencio. Danica Dakic recoge en Isola Bella, un psiquiátrico bosnio aislado durante la guerra, los deseos y fantasías que los pacientes, ante un viejo papel de pared convertido en decorado, cantan o narran a sus compañeros que, escuchando, aguardan su turno. Uno de ellos, tras cada intervención, limpia cuidadosamente el escenario y su doble máscara condensa el gozo surgido de esos gestos y palabras liberadoras. Vecinos de distintas ciudades ponen música a fastidios nunca confesados de la vida privada («¿por qué siempre esperan a que demos nosotras el primer paso?», cantan las mujeres de Petersburgo) y a los sinsabores de la pública (¿cómo se te ocurrió, Pedro el Grande, hacer una ciudad entre nieblas y mosquitos?): los Coros de quejas, impulsados por Tellervo Kalleinen y Kochta-Kalleinen, marcan otra deriva del público hacia la acción. Por su parte, Lozano Hemmer da la palabra a quienes rememoran, en Tlatelolco, la masacre allí cometida en 1968, siempre silenciada por los sucesivos Gobiernos mexicanos. Las narraciones, transmitidas por radio, se hacen ante un potente altavoz, mientras un gran reflector sube su intensidad si lo hace el volumen de la voz.
Esta liberación no se indaga sólo en el público sino también en quienes tienen el privilegio de la palabra. Katya Sander (El Yo televisado) indaga, en entrevistas a presentadores de televisión, la estructura de su discurso, mostrando sus límites y el juego casi infraleve de distanciamientos e identificaciones entre el individuo, el profesional y lo que llamaríamos voz pública. Las fotos de conferencias y simposios de Rainer Ganahl sugieren análoga dislocación en todo aquel que habla en público (sean cuales sean sus credenciales), mientras que Mark Leckey quiebra el discurso docente relacionando el kitsch (Titanic) y la imagen popular (el Gato Félix) con el arte y la literatura, estableciendo fértiles conexiones entre ellos. Las obras de Seth Price, que incorporan diversos géneros y modos de hacer, insisten en el valor crucial de los circuitos de distribución, campo de Agramante donde litigan los procesos de diseminación artística y cultural, más allá de la voluntad y valores del autor.
Este desmenuzamiento de la figura de quien escribe, pinta, expone, canta, baila, actúa o habla ante o para un público no desmerece al artista: sólo busca abolir lo que Derrida, leyendo a Artaud, llamó el dios de la escena. Por eso la exposición parece culminar en obras relativas al cuerpo del artista. Emma Wolukau-Wanambwa, única artista de color participante en un taller de la Tate Modern, cuenta cómo por ello despertó la curiosidad de vigilantes y personal de limpieza del museo: ninguno de ellos era blanco. Jérôme Bel muestra a Véronique Doisneau en la escena de la Opera de París: sin galas de bailarina, habla de su vida y de sus hijos, y lamenta su probable falta de talento, ahora que, con 42 años, debe retirarse tras una modesta carrera. Menos patética que Wolukau-Wanambwa y más radical que la Doisneau, Andrea Fraser protagoniza una cáustica videoperformance en la que va desnudándose a medida que encadena esos textos vacíos de presentación y bienvenida que suelen prologar inauguraciones o performances; al quedar sólo con ropa interior (de marca) afirma que ya no es una persona sino sólo un objeto en una obra de arte. Todo esto se completa con un clásico: la filmación de la acción de Marina Abramovic y Ulay en la Galleria Communale d’Arte Moderna (Bolonia, 1977) en la que los espectadores, para entrar en la sala, debían casi deslizarse entre los cuerpos desnudos de ambos artistas, por lo que tenían que decidir a toda prisa cómo situar su propio cuerpo entre ellos.
La muestra es fértil gracias a su concepción teórica. Separándose de cualquier cinismo de ecos posmodernos, se sitúa en los análisis críticos del arte en la época de la industria cultural y la sociedad del espectáculo, conectándolos con lo que Foucault llamó biopolítica. Pero no se queda en el lamento por una positividad infestada de mentira, como diría Adorno, sino que incorpora las intuiciones liberales e igualitarias de Rancière. Por eso sugiere que, como dice Félix Duque, el público es al fin la herida, típica de la época moderna, entre lo privado y lo civil, y el arte debe esforzarse por mantenerla abierta.
Exposición: Públicos y contrapúblicos
Centro Andaluz de Arte Contemporáneo Américo Vespuccio, 2.
Isla de la Cartuja Sevilla.
Hasta el 6 de marzo de 2011.
El caudillo Griñán, heredero de más de treinta años de dominio absoluto de la nación invoca, con sus camaradas Bono y Pajín, la cruz sobre la roja bandera.
Esos infrahombres parados no van a detenerle en el mantenimiento del omnímodo poder, así como tampoco esos traidores funcionarios de carrera impedirán que premie, por su fidelidad inquebrantable, a sus huestes con empleos vitalicios. Menos mal que por lo pronto hemos militarizado el espacio aéreo para contener a los herejes a los Principios Fundamentales del Movimiento, eterna esencia de la Patria.
¡Y encima ahí quien se atreve a pedir que retornen los andalusíes deportados hace cuatro siglos! Sin el odio racista ¿cómo podríamos enaltecer nuestra sagrada Unidad de Destino en lo Universal? ¿Cómo nuestros amos y señores españoles, raza superior, iban a poder vivir sin siervos…?
Dad otra vuelta a la garrucha del potro de tormento. Dominus vobiscum, Benedictus óyenos.
http://www.youtube.com/watch?v=-DujAvd1mkM&feature=fvw