Concha Caballero.El País. 30/0472011.
En 1929 Virginia Woolf escribió que en el transcurso de un siglo, las mujeres ocuparían su lugar en la literatura. Para ello pedía a las nuevas escritoras usar la libertad; tener el valor de decir exactamente lo que pensaban y disponer de una habitación propia (a lo que añadía la condición menos poética de disfrutar de una renta suficiente). Estudió las condiciones en las que creaban las escasas escritoras que publicaron sus textos antes del siglo XX y recordaba con especial ternura los esfuerzos de las hermanas Brontë o la figura de Jane Austen, la autora de Orgullo y perjuicio quien «se alegraba de que chirriara el gozne de la puerta para poder así esconder el manuscrito de su novela». Virginia Woolf ansiaba el día en que la escritura de las mujeres saliese de la clandestinidad y demostrara, no las cualidades de una determinada literatura femenina, sino la potente voz de su experiencia en todos los campos.
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No han hecho falta cien años para que el silencio se rompiese y las mujeres escritoras pasasen de ser una venerable o detestable excepción a una pléyade de voces diversas que miran al futuro. No nos dijo, sin embargo, Virginia Woolf cuánto tiempo, cuántos obstáculos y regateo opondrían los aparentemente neutrales aparatos culturales para reconocerlas. Lo digo a cuento del premio Cervantes concedido a Ana María Matute. Su modestia le impide pronunciar la frase que merecía realmente este acontecimiento, pero muchos exclamamos por ella un ¡ya era hora! en tono un tanto exasperado. Dicen que la decisión del jurado ha sido por aclamación. Fantástico, me digo, pero no deja de preocuparme el requisito no escrito de la aclamación, el carácter de premio indiscutible que se exige cuando se trata de figuras femeninas.
En 35 años de existencia de este prestigioso galardón, solo otras dos mujeres, María Zambrano y Dulce María Loynaz, han obtenido esta distinción. Tranquilícense, no abogo en forma alguna por repartir los premios literarios en función de ningún tipo de cuota, solo me asombra que entre los cientos de magníficas escritoras de España y Latinoamérica solo tres hayan merecido este reconocimiento. Es cierto que en los primeros años, a los premios Cervantes se les acumulaba el trabajo de reparar el olvido y el silencio que la dictadura ejerció pero ¿cómo se explica que en los últimos 17 años ninguna mujer obtuviera este premio? Sin esfuerzo alguno de memoria, cualquier buen lector puede reunir en su mente, ocho o 10 mujeres merecedoras de esta distinción.
Como la vida juega a las cuatro esquinas, precisamente en estos días, se ha publicado un excelente libro titulado El exilio interior, de Inmaculada de la Fuente, que relata la vida de una mujer que amaba las palabras y se atrevió a hacer el diccionario más completo y útil de la lengua castellana. Se llamaba María Moliner. Nunca recibió un premio ni una medalla. Cuando Pedro Laín y Rafael Lapesa la propusieron para formar parte de la Real Academia Española, la mayoría de las «vocales y consonantes» de esta institución -apiñadas en defensa de los viejos esquemas masculinos-, le negaron la entrada. No porque fuera mujer, naturalmente, sino porque no era un hombre. Después de este desaire María Moliner se negó a que presentaran nuevamente su candidatura. Desde entonces en la academia de la lengua, aunque no lo vean, junto al lema de «limpia, fija y da esplendor», se aprecia la sucia mancha de esa injustificable decisión.
Pero no hablamos de un episodio superado de la historia. En la actualidad, la Academia Española tiene sólo cinco mujeres -entre ellas Ana María Matute- de un total de 46 miembros. En los últimos años han incorporado algunos de los más destacados representantes de la nueva novelística, algunos controvertidos, otros absolutamente comerciales, pero las mujeres brillan por su escasez. ¿Se trata de simples casualidades o es que la gramática de la discriminación se escribe con la elipsis y la omisión?