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Sam Harris: ¿Puede determinar la ciencia los valores morales?

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Eduardo Robredo Zugasti.
 En su último libro, Sam Harris (autor de El fin de la fe) nos propone romper el gran tabú de la «falacia naturalista» (según la cual es ilícito pasar de un es a un deber ser, así como definir los términos éticos en términos no éticos) y pensar la moralidad en términos de un «Paisaje moral» con picos y depresiones que marcarían los desniveles en la realización del bienestar y la felicidad disponible para los seres vivos conscientes.

Hechos y valores

En la introducción:

A pesar de la reticencia de muchos científicos acerca del tema del bien y del mal, el estudio científico de la moralidad y de la felicidad humana está en marcha. Esta investigación está obligada a provocar el conflicto de la ciencia con la ortodoxia religiosa y la opinión popular, del mismo modo a cómo lo ha hecho nuestra creciente comprensión de la evolución, porque la división entre hechos y valores es ilusoria en al menos tres sentidos: (1) cualquier cosa que pueda conocerse sobre la maximización del bienestar de las criaturas conscientes, que es, como argumentaré, la única cosa que podemos valorar razonablemente, en algún punto debe traducirse en hechos sobre el cerebro y su interacción con el mundo en general; (2) la idea misma de conocimiento «objetivo» (esto es, conocimiento adquirido a través del razonamiento y la observación honesta) posee valores en sí misma (…) (consistencia lógica, confianza en las evidencias, parsimonia, etcétera); (3) las creencias sobre los hechos y las creencias sobre los valores parecen surgir de procesos similares en el nivel del cerebro: parece que tenemos un sistema común para juzgar la verdad y la falsedad en ambos dominios. 

El «paisaje moral». Un continuum o espectro de sufrimiento y felicidad (humano y animal)
Desde luego, la llamada «falacia naturalista» sigue siendo una verdadera falacia en un sentido muy restringido: sigue siendo ilícito deducir un valor de cualquier hecho. El mismo libro de Harris está repleto de «hechos» que, sin embargo, no se consideran óptimamente éticos y morales desde la perspectiva del autor (en la página 1 encontramos una alusión a la costumbre albanesa Kanun, según la cual cuando un hombre comete un asesinato, la familia de la víctima puede matar a su vez a cualquier hombre de la familia del asesino). Cosa bien diferente es, sin embargo, seguir aceptando la prohibición expresa de Moore y sus seguidores de definir los términos morales en términos que no son en sí mismos morales (particularmente físicos y neurobiológicos), tabú intelectual fuertemente arraigado que no deja de recordar a la prohibición de los fenomenólogos de la religión de equiparar los términos religiosos con términos no religiosos (Mircea Eliade y Rudolf Otto, en este preciso sentido, insistían ardientemente en que era ilícito confundir los sentimientos religiosos con la psicología ordinaria).

¿Es posible una ciencia de la moral?

A pesar de que no pocos científicos (científicos cognitivos, evolucionistas, neurocientíficos, sociólogos y un largo etcétera) estudian hoy la moral como un fenómeno natural, e incluso emplean rutinariamente metodologías que vulneran el tabú de no definir la moral en términos no morales, sin embargo muchos siguen mostrándose radicalmente escépticos con la posibilidad de una ciencia moral normativa, capaz eventualmente de determinar los valores morales y dar respuestas correctas a los dilemas morales. Harris propone superar este escepticismo comparando esta buscada ciencia de la moral con la medicina científica, así como equiparando el concepto de «bienestar» moral con el de «salud» médica:

La ciencia no puede decirnos por qué debemos valorar la salud científicamente. Pero una vez que admitimos que la salud es la preocupación propia de la medicina, podemos estudiarla y promocionarla a través de la ciencia. La medicina puede resolver cuestiones específicas sobre la salud humana, y puede hacerlo incluso cuando la misma definición de «salud» continúa cambiando. De hecho, la ciencia de la medicina puede hacer maravillosos progresos sin saber mucho sobre cómo su propio progreso alterará nuestra concepción de la salud en el futuro. 

Aunque Harris no se ocupa de ello en el libro y parece no estar al corriente del tema, la idea científica de «salud» ha sido habitualmente retada desde las premisas típicas del relativismo cultural. Los antropólogos de la medicina desarrollaron la idea de los «síndromes de filiación cultural» en buena medida desafiando el paradigma biomédico universalista, aunque los antropólogos cuerdos siempre han negado las implicaciones radicales de estas teorías. La obra de Arthur Kleinman, acerca de las diferencias y convergencias de la salud mental en las distintas culturas es, en este sentido, una ilustración muy interesante de problemas perfectamente análogos a los que plantea ahora Harris.

¿Es posible una moral universal?

Pensar sobre la moralidad en términos de un «Paisaje moral» con múltiples picos y depresiones implica reconocer que no existe un único, sino varios modos de florecimiento moral «desde la más profunda miseria hasta las alturas de la felicidad para el mayor número de personas». Implica pensar en términos de un espectro o continuo moral. Desde el momento en que reconocemos, argumenta Harris, que en una parte del espectro se encuentra «la peor miseria posible para todos», entonces podemos pensar en alejarnos del abismo mediante pasos graduales.

Aunque determinar el grado en que las proposiciones morales dependen de la «cultura» es en sí una tarea científica digna de todo encomio, el recorrido desde el valle de la desgracia humana es particularmente difícil de hacer partiendo de las premisas del relativismo cultural, puesto que según este no podemos aceptar ningún criterio moral no cultural sobre el significado de términos como «bienestar» y «felicidad». Harris propone comparar este argumento con los problemas típicos de la aceptación pública de la ciencia:

Según esto, sin embargo, las verdades de la ciencia son también «relativas al tiempo y el lugar en donde aparecen», y no hay modo de convencer a nadie que no valora las evidencias empíricas que debería valorar. A pesar de que llevamos 150 años trabajando en ello, aún no hemos convencido a la mayoría de los americanos de que la evolución es un hecho. ¿Significa esto que la biología no es propiamente una ciencia?

Es interesante remarcar que otro obstáculo importante a esta buscada «ciencia de la moral» procede de sobredimensionar el peso de la evolución:

Tenemos buenas razones para creer que mucho de lo que hacemos en el nombre de la «moralidad», como lamentar la infidelidad sexual, castigar a los tramposos, valorar la cooperación, etcétera, surge de procesos inconscientes que han sido moldeados por la selección natural. Pero esto no significa que la evolución nos diseñó para realizarnos plenamente en nuestras vidas. De nuevo, al hablar de una ciencia de la moralidad, no me refiero a un estudio evolucionista de todos sus procesos cognitivos y emocionales que gobiernan lo que las personas hacen cuando dicen que están siendo «morales»; me refiero a la totalidad de hechos científicos que gobiernan el rango de las experiencias conscientes posibles para nosotros.

En cierto modo, la propuesta de Harris de situar los temas morales «en el contexto de la ciencia», tomada en un sentido sumamente general (Harris es un fervoroso defensor de la continuidad entre ciencia y filosofía, como el autor de este blog), rectifica la escandalosa sugerencia de E.O. Wilson de «biologizar» la moral y ponerla casi bajo la bota de la evolución.

¿Ideas peligrosas?

A pesar de su dramática incompletud y brevedad, este libro es un acontecimiento intelectual. Su mejor virtud consiste en agrupar un conjunto de argumentos que han estado disponibles previamente de forma dispersa, dándoles una forma más persuasiva y comunicándolos potencialmente a un público mucho más amplio. En la medida en que rompe un tabú largamente apoyado por los dualistas culturales (desde ortodoxos religiosos a progresistas relativistas), Sam Harris podría haber pergeñado otra idea realmente peligrosa, en el mejor sentido de la expresión.

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