Si descontamos la visita de Michelle Obama, Andalucía apenas ha aparecido este verano en los medios de comunicación. Como ha habido pocos incendios, ningún accidente reseñable y el fuego fatuo de Marbella se consume en las antesalas de los juzgados, la palabra Andalucía ha sido poco citada. Lo normal.
Salvando las distancias, a Andalucía se le dispensa un trato parecido a las mujeres en los medios de información: suele aparecer en un papel de víctima, de acompañante pasiva de acontecimientos o de complemento festivo. Es lo que tiene ser un marco incomparable: los atardeceres de la Alhambra, las playas interminables, la fotogenia de los termómetros callejeros cuando marcan números por encima de los 40 grados devoran toda la información de los hombres y de la mujeres que viven en esta tierra.
Por lo demás, informativamente hablando, Andalucía sólo es un pequeño pie de página, una referencia complementaria cuando se abordan, realmente cuestiones de estado. Por ejemplo, ese debate «apasionante» sobre si la transferencia de las políticas activas de empleo a Euskadi romperá o no la caja de la Seguridad Social y será una cesión sin precedentes al nacionalismo se resolvería en cinco minutos si alguien tuviera la información precisa de Andalucía, donde se transfirieron estas políticas en el año 2003 y se consolidaron en el Estatuto de Autonomía, sin que en ningún momento se levantaran las voces airadas respecto a la ruptura del sistema, ni haya tenido más efecto perverso que una gestión desmañada, falta de brío y de proyecto. Pero esa es otra historia.
Y es que cuando se habla desde el sur se tiene la sensación de estar en una conversación entre desiguales, en la que unos tienen altavoces de máxima potencia, los conflictos mínimos alcanzan polvaredas informativas mientras que nuestra voz apenas llega a atravesar la frontera de Despeñaperros, donde muere, estrellada en la costumbre centenaria de no escuchar lo que viene de abajo de nuestra península.
La inexistencia de Andalucía alienta los conflictos territoriales, sublima el papel inoperante de algunas fuerzas políticas y alimenta el desprestigio de cualquier autonomía que no sea radicalmente nacionalista o españolista.
El complejo de no ser nadie, de desempeñar un puro papel de trasunto de la política estatal, recorre también al Gobierno y a la oposición andaluza. Los debates entre el PP y el PSOE en Andalucía carecen de sustancia política propia, son juegos de viejos gladiadores cansados, plagados de reproches personales, de disputas sobre el liderazgo en los que no se confrontan modelos sociales y políticos para Andalucía. Se discute la decoración de San Telmo en vez del paro; la estabilidad del liderazgo en vez del modelo económico; las encuestas de opinión en vez del modelo educativo. Mientras el Gobierno de Zapatero, cucharada a cucharada, vacía el último sueño de Andalucía de un federalismo social, activo e inclusivo. Un día se modifica la ley de cajas, sin concurso alguno de Andalucía; el siguiente se adjudica Cajasur al mejor postor; se cancelan las ayudas a la vivienda que afectan de lleno a los planes andaluces; se modifican cupos energéticos en renovables o se toma el peor camino para defender -aunque sea justamente-, la protección medioambiental de Doñana.
Y Andalucía sigue sin ser noticia, porque al parecer es más importante discutir una transferencia al País Vasco o el encaje legal del Consejo del Poder Judicial de Cataluña, que las políticas de vivienda, energéticas o de empleo. Porque, a fin de cuentas, es más fácil discutir del reparto del poder que de los problemas sociales. ¡Si hasta la información meteorológica habla de buen tiempo sólo si soplan buenos vientos en la mitad norte…!
Publicado el 4/9/2010 en El País Andalucía