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Tecnología ≠ ciencia aplicada, e industria ≠ tecnología

Mario Bunge

(Con motivo del homenaje al profesor Klaus Kornwachs)

En los medios de comunicación de masas pervive la confusión entre ciencia y tecnología introducida por Francis Bacon cuando abogaba por una “filosofía de los trabajos” que sustituyera a la “filosofía de las palabras” de los escolásticos. Esta confusión se actualizó con Auguste Comte, fundador del positivismo clásico, que acuñó la fórmula “Savoir pour pouvoir” (Saber para poder). Se trata de una concepción que también compartieron el joven Marx y su mejor amigo y colaborador Friedrich Engels en su famosa Tesis XI al confundir erróneamente el criterio de utilidad (“the proof of the pudding is in the eating”, sólo se puede evaluar la cualidad de algo tras haberlo usado o experimentado) con el criterio de verdad manejado por los científicos, esto es el del poder predictivo acompañado de la compatibilidad con el grueso del conocimiento previo.

Examinemos dos historias que, aunque parezcan carentes de relación, son pertinentes para nuestro problema: las ondas gravitacionales y la cuna de la revolución industrial.

1 Notas sobre ciencia pura: las ondas gravitacionales

La detección de las ondas gravitacionales en noviembre de 2015 debería haber constituido un hito de la separación entre ciencia y tecnología. De hecho, este hallazgo sensacional conllevó el triunfo de una investigación científica básica o desinteresada que realizara Einstein hace un siglo. No cabe duda de que los experimentadores recibieron el apoyo de ingenieros civiles que participaron en la realización del diseño original de la instalación experimental del LIGO [Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory], que requirió dos enormes interferómetros y dos formidables tubos de vacío de 6.000 metros de longitud. Lo que nos interesa aquí es que lo que motivó esta exitosa investigación reciente no fue la utilidad sino la pura curiosidad científica –en el mismo sentido que ya escribió Aristóteles. De hecho, el hallazgo en cuestión no tiene aplicaciones prácticas que actualmente podamos prever, aunque sólo sea porque la energía de las citadas ondas es ínfima. Sólo la intervención de unos cuantos burócratas con visión de futuro permitió juntar y organizar a un grupo de cerca de 1.000 científicos, que gastó 1.100 millones de dólares estadounidenses trabajando en un proyecto que logró culminar una investigación que no había ofrecido resultados durante casi medio siglo.

Lo que mantuvo la fe de los miembros del equipo del LIGO fue que la predicción de Einstein formaba parte de su compleja y bella teoría de la gravitación, otras predicciones de la cual han sido empíricamente confirmadas desde 1919. Ése fue el año en el que el equipo dirigido por el astrofísico Arthur Eddington confirmó la curvatura de la luz estelar por el efecto del campo gravitacional de la Tierra. Desde entonces, se han corroborado alrededor de 30 “efectos” adicionales que la misma teoría predecía.

Así fue como la hipótesis de las ondas gravitacionales, lejos de quedar aislada, arraigó firmemente en una de las más importantes teorías de la física. Dicho de forma breve, el hallazgo del LIGO se cimentó en un deseo y una aceptación basados fundamentalmente en que había sido predicho por una teoría exitosa. Mataron dos pájaros de un solo tiro: el dogma empiricista de que todas las indagaciones científicas nacen de la observación y la confusión pragmatista de la ciencia con la tecnología.

2 Manchester en vez de París

Si la industria moderna fuera hija sólo de la tecnología, y si ésta consistiera sólo en ciencia aplicada, entonces la revolución industrial (ca. 1760-1820) habría empezado en París, la ciudad de la luz, y no en el sombrío Manchester. En 1750, París era la segunda ciudad europea más poblada (tenía 556.000 habitantes) y podía considerarse la sede de las mayores y más progresistas comunidades científicas y humanistas del mundo. Era la Meca de los mejores científicos y de los escritores más populares. En cambio, Manchester apenas llegaba a los 20.000 habitantes, aunque su número se multiplicaría por diez durante el siglo siguiente, mientras que en el mismo periodo París sólo doblaría su población.

Baste evocar una pequeña muestra de científicos franceses en activo durante la revolución industrial: d’Alembert, Buffon, Condorcet, Lagrange, Laplace y Lavoisier, a los que deberíamos añadir una recua de visitantes extranjeros como Leonhard Euler, Alexander von Humboldt y Ben Franklin. La comunidad científica británica durante ese mismo periodo no era menos esplendorosa: podemos mencionar a Babbage, Black, Cavendish, Davy, William Herschel, Jenner y Priestley. Los científicos extranjeros visitaban París, no Londres, por no hablar de Oxford y Cambridge, que se especializaron en formar a clérigos y que rechazaron la solicitud de ingreso de John Dalton por ser cuáquero, y que fue el único nacido en Manchester que dejó una profunda huella en la ciencia: fue nada menos que el fundador de la química atómica.

Cabe decir que ninguno de esos eminentes científicos estaba interesado en las máquinas, de modo que no realizaron aportaciones significativas a la revolución industrial. Los inventores de la máquina de vapor, de la hiladora con husos múltiples, de la válvula de vapor y del telar mecánico fueron ingenieros autodidactas como Cartwright, Hargreaves, Newman y Watt. Los artefactos más ingeniosos fueron el autómata del pato de Vaucanson y el telar programable de Jacquard. Ambas invenciones sólo fueron plenamente explotadas dos siglos más tarde con el desarrollo de la informática. Y, con la excepción de Vaucanson, ninguno de esos inventores estaba interesado en la ciencia básica y ninguno esperaba hacerse rico con sus invenciones.

3 Los insumos y los productos de la revolución industrial

Algunos grandes patrimonios procedieron de plantas manufactureras que utilizaban nuevas máquinas y que estaban financiadas por inversores capitalistas, en concreto algunos de los comerciantes que habían amasado grandes fortunas con el comercio de esclavos. Por consiguiente, y contrariamente a la “ley” de Marx de los cuatro estadios –esclavitud, servidumbre, capitalismo y socialismo–, el comercio de esclavos floreció en el periodo que estamos examinando y contribuyó significativamente al nacimiento del capitalismo industrial. El pasado no había muerto.

Lejos de ser un producto sólo de la tecnología, el capitalismo industrial que nació en Manchester y en otras ciudades inglesas similares tenía al menos tres tipos de insumos, como muestra el siguiente diagrama:

Permítasenos un breve comentario acerca del insumo y del producto de este sistema. Como puede colegirse de las biografías de los inventores de las nuevas máquinas, la nueva tecnología utilizaba sólo una pequeña parte de la nueva ciencia nacida tres siglos antes. De hecho, ninguno de ellos tenía un nivel de formación suficiente para entender cabalmente la nueva ciencia: eran más artesanos que ingenieros. En cambio, en ese momento el trabajo era muy abundante y barato. De hecho, los salarios que se pagaban a los trabajadores de las fábricas inglesas de algodón por 14 horas de trabajo apenas les alcanzaban para subsistir (unos 20 peniques o 10 quilos de pan por día en 1740). (Nótese que en la actualidad el trabajo en los Estados Unidos supone menos del 10% del coste de una mercancía común).

El capital también era abundante y barato en la época de la revolución industrial, y cabe señalar que el comercio de esclavos era a la vez intensivo y enormemente beneficioso. (La mayor ruta del comercio de esclavos era la que hacía los trayectos Inglaterra-Golfo de Guinea-Caribe o Sur de Estados Unidos-Gran Bretaña. Básicamente, los esclavos se intercambiaban por algodón, azúcar y café). A diferencia de los aristócratas, que invertían fundamentalmente en tierras y acciones, los comerciantes de esclavos invirtieron su efectivo en la nueva industria. En consecuencia, los industriales ingleses no necesitaron pedir crédito a banqueros o prestamistas. Los industriales franceses no tenían acceso a este tipo de capital puesto que Haití, la única colonia con trabajo esclavo, era demasiado pequeña y no suministraba materias primas a la industria.

El principal producto de las algodoneras era el calicó, un paño de algodón barato apto para hacer vestidos y ropa interior. A diferencia de los finos brocados de seda producidos en Lyon para los ricos, el tejido inglés era accesible a millones de personas en todo el mundo, especialmente en la India británica. Ese fue el secreto del gran éxito de la revolución industrial: un consumo de masas a través de una producción en masa. Por supuesto, debían competir con la tela de algodón que los nativos producían con los telares manuales presentes en las casas. Pero los británicos sabían cómo sortear este obstáculo: incapacitaron a los tejedores bengalíes cortándoles los pulgares. Sin duda, esta crueldad era incompatible con la retórica altisonante de libre comercio de los políticos ingleses y de sus filósofos. Pero alguien tenía que pagar por el progreso. Y el ejército británico en la India se aseguró de evitar que ese precio lo pagaran empresarios y comerciantes. La carga recayó sobre los trabajadores indios y sobre los contribuyentes tanto de Gran Bretaña como de la propia India, que mantuvieron al medio millón de efectivos del ejército británico en la India comandado por hombres con una «capacidad innata para el liderazgo» o por sus serviles subordinados nativos.

Conclusiones

Hemos sostenido las tesis de que los tecnólogos y los científicos básicos persiguen objetivos distintos: mientras los primeros buscan la utilidad, los últimos tratan de hallar nuevas verdades. Sin embargo, los individuos de ambos campos actúan fundamentalmente motivados por la curiosidad. Además, la investigación experimental avanzada de la “gran ciencia” realiza un uso intensivo de las altas tecnologías, como ocurre en el caso de los ensayos clínicos de medicamentos a gran escala, la detección de neutrinos y la observación de agujeros negros. Para podernos permitir hablar de la Biblia, a la vez debemos dejar que María y Marta hagan su trabajo. En otras palabras, necesitamos a la vez cerebro y manos. Necesitamos a ambos, y el Homo sapiens los necesita para evitar acabar siendo Homo stultus.

Sin embargo, debemos tratar de seguir progresando sin explotar a nadie. No vivimos en 1845, cuando el gran Heinrich Heine empatizó con los sufridos tejedores de Silesia y profetizó: “Altdeutschland, wir weben dein Leichentuch” (Vieja Alemania, tu sudario helado ya tejen nuestros dedos). En gran parte de lo que llamamos Occidente hemos consumado un gran progreso social desde la instauración del Estado de bienestar. Pero ya es hora de completar la tarea iniciada hace dos siglos por los reformadores sociales que buscaban la justicia social, esto es el equilibrio entre las obligaciones y los derechos, y el control de los avances tecnológicos para evitar sus efectos dañinos: mano de obra masiva “redundante”, guerras cada vez más destructivas, degradación medioambiental y entretenimiento estupidizante. Deberíamos ser capaces de parafrasear a Heine diciendo: Neuzeit, Wir weben deine Windel (Tiempos modernos, vuestros pañales ya tejen nuestros dedos).

  • Publicado en SinPermiso

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